Hace tiempo que no resulta raro que las playas estén verdes de cianobacterias o que miles de personas tengan que desplazarse por una inundación. Hace dos años, faltó agua para beber en Montevideo, y nuestros niños tomaron agua no potable para matar la sed. Las fábricas de celulosa un día derraman soda cáustica, al otro ácido sulfúrico. La privatización del abastecimiento de agua para Montevideo, por el momento, sigue en curso, y también la perforación de la plataforma continental en busca de petróleo que va a acelerar el desastre climático. ¿Qué agua vamos a tomar? ¿En qué mares y ríos nos vamos a bañar? ¿Vamos a enfermarnos por querer saciar la sed? ¿Van a seguir existiendo los paisajes que recorremos y visitamos?
Lentamente, como si no nos diéramos cuenta, imágenes distópicas que hace no tanto eran impensables en este país en el que se decía que abunda el agua limpia, empiezan a hacerse parte de la realidad cotidiana. Y todo indica que va a empeorar. No es exagerado decir que evoca algo del orden del horror. Como si estuviéramos encerrados con una bestia que amenaza nuestra vida y nos hubiéramos resignado a no poder hacer nada, limitándonos a dejarle más y más espacio.
La negación (y su expresión ideológica, el negacionismo) es una respuesta usual a la situación. Una defensa emocional entendible frente a un problema enorme y espantoso. Para hacer de cuenta que lo que sucede no es dramático, algunos se ponen la máscara de un realismo indiferente e incluso se burlan de quienes sí se preocupan. Después de todo, la economía tiene que andar. Entonces, no hay otra opción que garantizar un futuro invivible para tener dólares ahora. Que este es un razonamiento imbécil y suicida lo sabemos todos. Lo que no sabemos es cómo hacer para salir de él.
Felizmente, no todas las personas se quedan quietas. Existen quienes se mueven para expresar su rechazo a la autodestrucción ecocida, y reclamar que se abran otros caminos. Cuando de las canillas salía agua salada y el gobierno blanco decía que «no era potable pero era bebible», se organizaron numerosas protestas, que llegaron a ser diarias.
Estas protestas, aunque efímeras, fueron una de las muchas emergencias de un movimiento por la tierra y el agua que, con subidas y bajadas, es uno de los principales actores de la disputa política uruguaya en el siglo XXI. En 2004 este movimiento tuvo un logro considerable: impuso, a través de un plebiscito que fue aprobado por el 64% del electorado, una reforma que consagró el acceso al agua como un derecho humano, prohibió su privatización y mandató que su gestión se desarrollara bajo un régimen participativo y planificado. A pesar de que este texto es muy claro y no fue derogado, estas disposiciones fueron desde el principio cumplidas a medias y perforadas, y se encuentran cada vez más cerca de ser letra muerta.
En seguida de la aprobación de aquel plebiscito, Uruguay vivió una gran controversia relacionada a una discusión ambiental. La construcción de Botnia (hoy UPM), una fábrica de celulosa sobre el río Uruguay, despertó protestas en Gualeguaychú, del lado argentino. Botnia era una empresa emplazada en una zona franca, y protegida por un tratado de inversiones, herencia del gobierno de Jorge Batlle y consagración del modelo forestal que se venía desarrollando desde los 80. El primer gobierno frenteamplista debió elegir entre una protesta ambiental que tensaba la relación con Argentina y una multinacional. Eligió pedir ayuda militar a Estados Unidos contra un país vecino, en un momento que marcó el desarrollo posterior del progresismo quizás mucho más de lo que somos conscientes. En aquel momento, la mayor parte de la población reaccionó rechazando el corte de los puentes con un discurso de defensa de cierta idea de dignidad nacional. Hoy, pasados los años y cuando se viene la construcción de la cuarta planta de celulosa, seguramente convenga repensar aquel rechazo.
Unos años después, en 2011, emergió otra controversia por un megaproyecto: las disputas en torno a la posibilidad de desarrollar la minería a cielo abierto de hierro en Valentines. Este proyecto implicaba la construcción de un mineraloducto, y el uso de enormes cantidades de agua. El movimiento contra este proyecto fue muy heterogéneo políticamente. En las marchas en defensa de la tierra, el agua y la vida, cada vez más masivas por aquellos años, desfilaban universitarios, productores familiares, militantes indígenas y territoriales. Finalmente, por el azar de los precios internacionales, pero también por la incertidumbre que producía el rechazo social, la empresa que estaba desarrollando el proyecto decidió retirarse, y presentar una demanda contra Uruguay.
En 2017 se aprobó la ley de riego, diseñada para promover la construcción de embalses destinados al riego en el sector agropecuario. Esta ley generó preocupación, por la posibilidad de que esos embalses empeoraran la eutrofización de los cursos de agua, que el diseño institucional de esta ley produjera una privatización del agua y que la mayor aplicación del riego acelerara la intensificación del uso de la tierra en el país. Se lanzó una campaña para juntar firmas que forzaran un referéndum de anulación de esta ley, liderada por los trabajadores de la OSE. A pesar del compromiso de quienes acompañaron esta campaña, no se llegó a las firmas necesarias, en parte por la indiferencia de otros sectores de la militancia.
También en 2017 se firmó el contrato entre el gobierno y UPM para la instalación de una nueva fábrica de celulosa, esta vez a orillas del Río Negro en Paso de los Toros. Ante esta iniciativa, diversos colectivos vinculados a la defensa del territorio confluyeron en la Coordinación Nacional contra UPM, que desarrolló diversas medidas, como la marcha nacional del 25 de agosto en 2019, que fue multitudinaria. Estos colectivos sufrieron la represión en la marcha del agua de ese año, con un operativo destinado a detener y amedrentar a militantes.
En octubre de 2020, al inicio de una de las peores sequías de las que se tiene memoria en la región, un consorcio de empresas, vinculadas sobre todo a la construcción, presentó al Poder Ejecutivo el Proyecto Neptuno. Este proyecto, que se presentó como una solución al problema de desabastecimiento de agua potable del área metropolitana, consiste en la captación, desalinización y potabilización de agua del Río de la Plata. Lejos de ser una solución, numerosos expertos y organizaciones sociales han remarcado que solo empeora la situación, volviendo estructurales problemas como la aguda crisis vivida en Montevideo durante 2023. El proyecto fue rechazado también por los trabajadores de OSE, entre otras cosas, porque implica una privatización inconstitucional. Hoy estamos a la espera de saber en qué medida el gobierno frenteamplista entrante va a continuar o modificar este proyecto.
Durante todo este período, sobrevoló la idea de que se iba a encontrar petróleo en Uruguay, y que eso podía ser una salvación. Se exploraron proyectos de fracking en el norte del país, pero no prosperaron. La exploración de la plataforma continental, en cambio, sigue adelante. El estado uruguayo hizo varios llamados a empresas transnacionales, y se asignaron a algunas de ellas zonas del mar territorial. Todavía se está lejos de la explotación comercial de estos eventuales yacimientos, pero el momento para discutir el tema es ahora. Hasta el momento, la discusión se ha dado de una forma superficial y hasta frívola. Si la explotación de petróleo se hiciera realidad, entrarían a la política uruguaya con mucha fuerza varias multinacionales petroleras, y el país quedaría expuesto a derrames y otros desastres ambientales. Además, el país pasaría de tener la posibilidad de ser parte de la solución del cambio climático a ser parte del problema, sumándose a la aceleración de la emisión de gases de invernadero que nos lleva al overshoot y, con él, al caos climático mundial.
Desde los años 90, un poco por las ideas que bajaban desde Naciones Unidas, un poco por el empuje de algunos visionarios y un poco como respuesta a los problemas que generaban los efectos de la intensificación del uso de la tierra, en Uruguay se fueron desarrollando las instituciones y la legislación ambiental. La institucionalidad de ordenamiento territorial fue un paso adelante, aunque no haya sido especialmente eficaz para evitar que sea el capital el que efectivamente ordena el territorio. La transición hacia el uso de energías renovables para la generación de electricidad fue sin duda un paso en la dirección correcta, aunque se hizo sobre la base de un modelo de privatización de la generación. Las protecciones a la cuenca del Santa Lucía establecidas después de las floraciones de cianobacterias de 2013 mitigaron el problema del exceso de nutrientes, aunque deberían ser vistas sólo como un primer paso. La creación de un ministerio de ambiente también es importante para jerarquizar las políticas ambientales, aunque todavía se está lejísimos de contar con el tipo de instituciones que efectivamente podrían enfrentar estos problemas.
Estos son problemas de políticas públicas, pero discutir sobre ellos necesariamente lleva a problemas más generales sobre la forma como se articulan las visiones sobre la gestión ambiental y el pensamiento económico. El neoliberalismo y el neodesarrollismo, las dos grandes tendencias que se disputan la discusión económica en Uruguay, tienen sus respectivas concepciones sobre el tema, a la vez que puntos en común entre ellas.
La concepción neoliberal defiende más o menos abiertamente que la lógica del beneficio está por encima del cuidado ambiental. Defiende la gestión privada de los recursos naturales y su mercantilización, entendiendo que podemos confiar en los capitalistas para cuidar los recursos naturales, puesto que si ellos no los protegen se quedan sin su fuente de ganancias. En todo caso, el problema es definir correctamente la propiedad y los precios de los «servicios ecosistémicos». Se espera que los capitalistas movilicen su creatividad, inventando en todo caso una nueva tecnología que repare lo que dañaron, la cual además abrirá un nuevo negocio y traerá nuevas ganancias. Así, el rol del Estado es intervenir únicamente si ocurre un desastre, responsabilizar a los individuos de llevar determinadas práctica de microcuidados, o impulsar acciones de greenwashing que no afecten ningún interés económico. Y, para los grandes problemas como el cambio climático, buscar soluciones de mercado, como lo son los mercados de carbono.
La concepción neodesarrollista pretende tomarse con más seriedad las problemáticas ambientales. Plantea una mayor participación del Estado… en la regulación de la mercantilización de la naturaleza. La cuestión no es retroceder en este proceso, sino que el Estado tenga mayor control, moderando los casos demasiado exagerados de depredación, poniendo multas más altas y robusteciendo la institucionalidad ambiental. El nuevo gobierno frenteamplista está dando sus primeros pasos. No corresponde juzgarlo antes que actúe, y es razonable esperar que en algunas áreas haya mejoras, que corresponde acompañar. Pero también hay señales preocupantes, como el hecho de que el actual ministro de economía considera que el próximo gran rubro de exportación del país va a ser «todo lo que tiene que ver con el agua».
Es que las visiones neoliberal y neodesarrollista tienen, como dijimos, cosas en común. Lo que ambas comparten es que la preservación prioritaria es la del interés capitalista, y la convicción de que la iniciativa privada es el motor que mueve el mundo. El sujeto protagónico, así, es siempre el capitalista, aunque una lo diga más explícitamente que la otra. Como no hay otra forma de que la gente trabaje y coma que la prosperidad de quienes impulsan la economía, esta es al final más importante que la protección de nuestra fuente de vida. Si el laissez faire es peligroso por su imprudencia, el neodesarrollismo es problemático por su apariencia de estar haciendo algo, de con una mano hacer algunas cosas beneficiosas, mientras con la otra da concesiones a empresas contaminadoras, y llega a reprimir la resistencia a esta destrucción. Esto tiende a separar de la lucha ambiental a quienes apoyan al neodesarrollismo, y dificulta el necesario control social de estos procesos, así como la creación de alternativas.
Así, el problema ambiental está todo el tiempo produciendo contradicciones: se transforma la matriz energética mientras se busca petróleo; se introducen regulaciones y se habla de «transición ecológica justa» al mismo tiempo que se busca desesperadamente relanzar el crecimiento sin modificar el marco extractivista; se discute poner límites al avance de la silvicultura al mismo tiempo que se negocia la instalación de nuevas plantas de celulosa. Para qué lado se incline la balanza dependerá de las discusiones y las disputas que se puedan desarrollar. Lo que está en juego, en el fondo, es una forma de inserción internacional de América Latina, que se arrastra desde la colonia y que todavía no hemos podido superar. Hace 50 años que Eduardo Galeano (que, además de escritor, fue militante por el agua) escribió Las venas abiertas de América Latina, pero seguimos atrapados en el extractivismo.
Frente a este problema, existen muchos marcos desde los que pensar alternativas. Una forma de pensar en cómo salir del extractivismo es proyectar un desarrollismo más robusto, que busque la integración regional, la intensificación del uso del conocimiento y la creación de mayores capacidades de planificación, de modo de poder procesar nosotros mismos nuestros recursos. También están las perspectivas que entienden al agua y al medio ambiente como derechos humanos, que deben ser protegidos de forma incondicional. Y las posturas soberanistas, que fundamentalmente piensan estos problemas desde una perspectiva de fortalecimiento del estado en un marco estratégico. Todas estas posiciones tienen sus problemas y sus puntos con los que se puede dialogar, pero lo cierto es que nadie tiene, todavía, un proyecto suficientemente consistente y con suficiente apoyo social como para emprender un camino alternativo.
La crítica a las diferentes perspectivas, entonces, no puede hacerse desde la comodidad y el sentimiento de superioridad moral que ve, de un lado, a los villanos que depredan el ambiente, y del otro a los que los señalamos con el dedo pero nos conformamos con nuestra impotencia para abordar el problema. La construcción de una alternativa es una responsabilidad colectiva urgente.
La historia de nuestras luchas recientes nos muestra que no se puede construir una alternativa real si no integramos la cuestión ambiental a otras urgencias. Necesitamos construir propuestas claras de cómo mejorar las condiciones de vida en todos esos sitios donde la falta de trabajo es estructural, donde pueblos enteros quedan postergados por la ausencia de una inversión importante. No alcanza con resaltar que no hay futuro posible, ni de abundancia ni de escasez, en un mundo desértico.
Un primer paso es replantearnos creativamente el rol que pueden jugar la inversión pública directa (creación de empresas y fuentes de trabajo); el cooperativismo de trabajo y vivienda (con una lógica estratégica y expansiva, no para hacerse cargo de ramas no rentables); y formas que contemplen la iniciativa privada pero que lo hagan partiendo de su subordinación a un proyecto de desarrollo orientado al bienestar de la clase trabajadora y a la protección ambiental.
Esto implica un avance hacia grados mayores de planificación económica, y un trabajo colectivo de investigación, imaginación y cálculo de posibilidades, educación y organización política. Es urgente componer nuevos imaginarios de futuro, armarnos de creatividad y lucidez para construir las herramientas que nos permitan trazar alternativas donde la vida sea posible. Es necesario ejercitar todos los músculos colectivos de proyección y planificación, con el objetivo de garantizar, no ya las condiciones óptimas, porque es tarde para eso, pero las mejores posibles para la continuidad —e idealmente, para el florecimiento— de la vida social. Reclamar y apropiarnos profundamente de todas las herramientas que hemos ganado a través de la lucha, tanto en nuestro país —como las comisiones de cuenca— como en otros sitios, para desde allí apalancar la multiplicación de mecanismos de control colectivo.
Hacer este urgente trabajo, de todos modos, no despeja muchas de las dificultades que esgrimen quienes ven en todo planteo de alternativas un infantilismo que no comprende las complejidades del mundo capitalista contemporáneo. El argumento de que los capitalistas dejarían de venir o se irían si un proceso como este comienza a ponerse en práctica es una extorsión, pero las posibilidades de que sea real no son tampoco para nada despreciables. Un país, y sobre todo uno como Uruguay, que emprenda este camino puede quedar rápidamente aislado. Por eso esta lucha debería hacer esfuerzos cada vez mayores en alcanzar una escala internacional. Cada idea alternativa potente que se logre construir debe circular, cada recurso inteligente para que esto sea posible imitarse y compartirse, lo mismo con las estrategias. Pese a toda la heterogeneidad y desunión que nos impone el capitalismo, si algo nos une a escala internacional es justamente habitar el mismo planeta.
Estas alternativas deberán partir de una relación radicalmente diferente con la naturaleza, que supere la concepción de recurso, que la piensa como algo externo a nosotros, que podemos poseer. El agua, como todo aquello que llamamos naturaleza, no puede ser una mercancía porque es la necesidad más elemental. Es lo que somos. Y vintenear con la propia existencia es un comportamiento autodestructivo, por más que no falte quien celebre la «libertad» de vender los propios órganos.
Nuestra república tiene el nombre de un río. El agua nos conecta con una historia ancestral, con los pueblos originarios de esta tierra. Los cursos de agua no son solo líneas en el mapa, son también fuente de identidad y pertenencia. Montevideo existe porque existe una bahía en un estuario. Este suelo que pisamos ha sido transitado hace milenios por historias de mujeres y hombres, justamente porque nuestras vidas han sido y son parte del flujo de vida movido por miles de ríos, arroyos, cañadas, humedales, alimentados por la lluvia que viene de la respiración de los árboles de la Amazonia y el agua que baja desde los Andes.
El agua es vital para nuestras funciones más elementales: la conformación de nuestra sangre, la temperatura de nuestro cuerpo, la metabolización de alimentos. Nuestros órganos dependen de este líquido para mantenernos vivos. Hace millones de años algún ancestro salió a probar suerte a tierra firme y aun así nunca hemos dejado de nadar. Antes de nacer, flotamos dentro de nuestras madres. El agua está dentro y fuera de nosotrxs, en los mates que tomamos, en la comida que cultivamos, fluyendo a través de nuestro cuerpo para darle consistencia, humedeciendo nuestra piel y permitiéndonos respirar. Desde cierta distancia, a una escala muy inferior o muy superior a nuestra percepción, es improbable distinguir más que gradientes de concentración de agua. Estamos en continuidad con esas moléculas, más dispersas o más apretadas.
Volvemos al río, al mar, quizá en un atavismo, un impulso de volver al origen, a la tranquilidad. Esa calma que nos produce sumergirnos, ¿no será acaso la beatitud de la que hablaba Spinoza, constatación en mente y cuerpo de que somos una expresión de una única sustancia? Negar esa continuidad, esa sustancia que somos, es la más trágica de nuestras necedades: negando aquello que ajenamente llamamos naturaleza nos negamos a nosotrxs.
Hacernos cargo de nosotrxs mismxs, siendo a la vez y por eso mismo, absolutamente conscientes de nuestra plena interdependencia respecto de lxs demás, del entorno, es el viaje a la madurez. Y ese viaje requiere el enorme trabajo de conocernos y conociéndonos, amarnos. No es diferente en la escala colectiva. Hacernos cargo, como pueblo, de la historia que construimos con las circunstancias en las que la construimos es nuestra tarea hoy. Cultivar la soberanía, la adultez de los pueblos, implica un reconocimiento de que el agua, la tierra, el clima, no son recursos para pasar a cobre. Son lo que somos. Hacernos cargo de eso que somos y amarlo es determinar colectivamente cómo eso que somos alcanza para que todxs seamos, y determinar de qué manera queremos seguir siendo.
Este sábado a las 17 horas en el Obelisco, diversas organizaciones sociales, nucleadas en la Coordinación por el Agua, convocan a una nueva Marcha en defensa del Agua y de la Vida. Desde distintos lugares, como surgentes y cañadas modestas, seguiremos confluyendo hasta formar un río, nos lleve el tiempo que nos lleve. Y cuando estemos marchando al lado de otrxs tantxs, reivindicando nuestra profunda implicación en los destinos de esta tierra y esta agua que también somos, será como calmar una sed de años con un largo vaso de agua clara y fresca.