Las otras desapariciones

Las plumas se secan. Nunca escribí con una, ni siquiera recuerdo la última vez que lo hice con lapicera sobre papel. Hace décadas que escribo preponderantemente en el teclado de mi computadora. En sus teclas se acumula la historia del lenguaje: el ritual olvidado de la tinta, el arte extinto de la taquigrafía, incluso persiste el eco de la máquina de escribir. Pero también el accidente acecha aquí como ocurría con la tinta: circuitos que fallan, baterías que mueren. El tiempo vive en ellas como en nosotros. La tinta se evapora, la energía se disipa, y en ese intersticio bulle la memoria —proceso cotidiano que se entrelaza en nuestro ser y en los objetos que nos constituyen—. Y junto a ella, siempre bien cerca, su némesis: el olvido, tan necesario como la memoria para la vida. Un delete, un control z, y lo escrito se desvanece…

Hoy escribo con la tranquilidad de quien puede hacerlo entre tanta vorágine. Escribir es siempre un acto de compartir —aunque sea en soledad—, pero hoy, más allá de la tranquilidad y la premura por las fechas que corren, me impulsa una necesidad imperiosa: me urge hablar sobre la memoria, el olvido y la materia que nos constituye. Hablo de una historia del presente tejida con hilos de un pasado que persiste como marca indeleble en lo que somos; un pasado que reclama ser olvidado y recordado no solo por personas o grupos políticos, sino por procesos constructivos y destructivos que, paradójicamente, niegan su vínculo con aquello que edifican o arrasan. En este entramado, la memoria se revela como archivo vivo —huellas mnémicas en los cuerpos, cicatrices en el cemento—, mientras el olvido opera como tecnología de desvanecimiento: borrones institucionales, demoliciones planificadas, discursos negacionistas. Somos artefactos biohistóricos, materia impregnada de temporalidades en pugna. Lo que se construye y lo que se destruye son gestos que, arrebatándoles de su historia, perpetúan su tiranía sobre el porvenir.

Hoy ensayo esta escritura que, aunque personal, es colectiva. Lo que a continuación se detalla es fruto de la reflexión y el trabajo de un grupo universitario que, desde 2017 a esta parte, viene acompañando colectivos sociales en la ardua tarea de convertir espacios de violencia en lugares para el despliegue de la vida comunitaria. El grupo desde el que escribo es el Núcleo Interdisciplinario en Espacialidad y Memoria1.

En 2024, los restos de Amelia Sanjurjo fueron identificados. Meses después ocurrió lo mismo con los de Luis Arigón.  Huesos, cal y cemento —materiales recurrentes en las fosas clandestinas del Batallón N°14 de Toledo— emergieron como testigos mudos de una historia que el silencio oficial y el enmudecimiento estratégico de los perpetradores intentaron sepultar. Estos hallazgos forenses, más allá de su crudeza material, articularon un relato contrahegemónico: el de cientos de militantes sociales uruguayos, en su mayoría integrantes del Partido Comunista, que durante la dictadura padecieron el martirio cotidiano en la Base Roberto. Este centro operativo del Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA) en la Región 1 (Montevideo y área metropolitana) funcionó como máquina de terror. Quienes “caían” allí —término de la jerga militante que perdura— lo hacían mediante secuestros clandestinos. Una vez dentro, se sometía a las víctimas a un protocolo de tortura sistemática diseñado para extraer información. Los sobrevivientes que lograron testimoniar coinciden: no hubo jornada sin suplicio. Las sesiones solo se interrumpían cuando el cuerpo destrozado de la persona exigía pausas para una recuperación mínima que permitiera continuar el tormento. Amelia y Luis encarnan así una doble resistencia: su militancia en vida y su persistencia post mortem a través de restos que, décadas después, desarticulan los relatos de impunidad. Cada hueso desenterrado, cada partícula de cal, opera como contraarchivo que desmiente el olvido institucionalizado.

En aquellas condiciones de infrahumanización, olvidar se convertía en práctica de resistencia. La máquina científica de la tortura tenía como objeto extraer la verdad de la memoria de los cuerpos que laceraba.

Entre el polvo de cal y la conmoción por las recientes apariciones, persisten otros desaparecidos: aquellos cuyos rostros no figuran en las pancartas de la Marcha del Silencio cada 20 de mayo.  Son quienes, al igual que los que nunca regresaron, fueron arrancados por aquella maquinaria estatal del terror. Secuestradas por semanas, a veces meses. Como es sabido y vale la pena recordar, la dictadura uruguaya no solo se caracterizó por el encierro masivo y prolongado, sino por la tortura sistemática. Solo en la Base Roberto —que funcionó desde 1977 hasta el fin de la dictadura— se estima que 400 personas fueron secuestradas, torturadas y desaparecidas.  La mayoría prefiere no hablar; son pocas, principalmente mujeres, quienes han levantado la voz para narrar y sostener la lucha contra el olvido y la reivindicación de ese dolor que es político. Tampoco pueden omitirse las más de 5000 personas presas en las cárceles de Libertad, Punta de Rieles, Punta Carretas y cuarteles militares por todo el país, sometidos a torturas recurrentes durante su cautiverio. 

A lo largo de los años, he tenido el honor de conocer a muchas de estas sobrevivientes, en especial a aquellas que han reivindicado la memoria de lo ocurrido en el sitio que los militares bautizaron como Base Roberto, pero que los montevideanos reconocemos como La Tablada. Mujeres incansables que, pese al horror vivido, continuaron sus militancias políticas cargando en sus cuerpos y almas las cicatrices del pasado. Caminan entre nosotros: compran el pan, transitan las calles, visitan la rambla, marchan en silencio desde el anonimato. Quizás nos hemos cruzado con ellas sin saber que sus historias, íntimas y colectivas, son también las nuestras.

Estuvieron desde el inicio denunciando el terrorismo de Estado. Militaron activamente por el voto verde en el plebiscito de 1989, enfrentando una derrota que vivieron como un revés profundamente doloroso. Su compromiso se mantuvo firme: sostuvieron organizaciones emblemáticas como CRYSOL y Familiares, impulsaron causas judiciales históricas, promovieron iniciativas simbólicas (como las marcas urbanas de memoria) y, en años recientes, lideraron la lucha por la Ley 19.641, que busca transformar los antiguos centros de represión estatal en sitios de memoria. Esta ley, además de obligar al Estado a asumir su responsabilidad en una pedagogía social reparadora, busca grabar a fuego en esos espacios el Nunca Más como principio colectivo.

Tras la aprobación de la ley, asumieron de forma honoraria y militante la titánica tarea de reconvertir los lugares declarados, enfrentándose a la parálisis estatal: mientras el gobierno se limitó al reconocimiento formal, ellas cargaron con la ausencia de recursos económicos y logísticos. Su labor —entre lo simbólico y lo material— ha sido un acto de justicia poética: transitar los mismos espacios que un día albergaron el horror, para convertirlos en espacios de vida, como ellas mismas suelen decir. Pero, ¿a qué costo?

En 1972, el cuerpo de Íbero Gutiérrez, asesinado por un escuadrón de la muerte,  fue hallado en Camino Melilla y Camino de las Tropas. Aún no estábamos en Dictadura pero su sombra ya se intuía. Nadie imaginó entonces que, a escasos metros de ese lugar, cinco años después comenzaría a funcionar el principal centro clandestino de detención y tortura de la dictadura uruguaya (1977-1985). Aquel sitio del terror operó en el edificio central de La Tablada Nacional, otrora epicentro del mercado ganadero del país. Desde finales del siglo XIX, miles de cabezas de ganado cruzaron sus corrales, guiadas por troperos que las conducían a saladeros de La Teja y, posteriormente, a los frigoríficos del Cerro. La historia del sitio, sin embargo, se remonta a la época colonial, cuando formó parte de una estancia realenga. Más tarde, durante la época de la república, albergó una comisaría rural que sirvió de cuartel a las tropas del General Flores tras su retorno de la Guerra de la Triple Alianza –conflicto marcado por el genocidio paraguayo–, particularmente el Batallón Florida, sin dudas una de las secciones del Éjercito que tuvo un papel destacado en la represión y la violencia estatal antes y durante la Dictadura.

A partir de su fundación en 1868, La Tablada rápidamente se consolidó como el mercado ganadero más importante de Uruguay, función que mantuvo hasta 1973, cuando el gobierno de Pacheco liberalizó el sector, eliminando al Estado como intermediario y volviendo obsoleto su modelo. El cierre desencadenó una crisis económica local: pérdida de empleos, pauperización del entorno y el surgimiento de un asentamiento irregular. Todo este proceso estuvo acompañado por el desmantelamiento paulatino de su infraestructura —alambrados, empedrados, vías férreas—. Su decadencia reflejó el declive nacional, con su lujoso hotel transformado primero en pensión, luego en depósito militar y, finalmente, en centro de tortura tras el cierre del 300 Carlos (conocido como "Infierno grande").

La ironía trágica llegó en 1975, durante el Año de la Orientalidad, cuando la dictadura declaró a La Tablada Patrimonio Histórico Nacional, intentando legitimar su régimen mediante una retórica nacionalista. Mientras el Estado celebraba su "valor histórico", preparaba esos mismos muros para albergar su maquinaria represiva. Hoy, el sitio encarna un palimpsesto de violencias: las huellas del comercio ganadero, el eco de las tropas genocidas, las torturas infligidas a los detenidos desaparecidos, y el empobrecimiento generalizado del barrio y su concomitante violencia residencial. Su historia, tejida entre el abandono económico y el terror político, sigue interpelándonos como testigo de lo que el país fue pero también de lo que es. La Tablada es una sinécdoque de nuestra historia.

Pero la violencia estatal no cesó con el cierre del centro clandestino. El lugar parece condenado a arrastrar su legado de violencia, esa memoria enquistada en la concentración forzada de cuerpos —humanos y no humanos— que marcó su historia. Quien visita hoy La Tablada no puede dejar de impresionarse por la escenografía lúgubre y violenta del lugar: tres vallas perimetrales de alambre, torretas de vigilancia abandonadas y en ruinas y coronas de alambre de púas que dibujan un paisaje represivo. Aunque siempre aclaramos a quienes visitan el sitio que estos elementos son posteriores al funcionamiento del centro clandestino, su mera presencia amplifica la atmósfera de terror que alguna vez reinó allí. Los alambrados, ausentes en los años de la dictadura, operan ahora como una suerte de amplificador transtemporal: recuerdan que la arquitectura del control trasciende épocas y regímenes. Cada alambre retorcido, cada torreta abandonada, son espejos distorsionados de un Estado que, ayer y hoy, sigue trazando fronteras entre quienes merecen vivir y quienes deben ser encerrados, vigilados, desaparecidos. La Tablada no es solo ruina: es un proceso hiriente abierto, recordatorio de que ciertas violencias no se desactivan con decretos, sino que mutan, se reciclan, esperando su próximo ciclo de horror.

Tras la recuperación democrática, casi enseguida, comenzaron las tratativas institucionales para convertir aquel lugar en una cárcel de menores. Entre 1988 y 2000, funcionó allí una de las prisiones juveniles más notorias del país. Existen documentos y notas de prensa de la época que denuncian los malos tratos que el personal infligía a aquellos varones jóvenes menores de edad: golpizas, privación del patio, reducción del tiempo de visitas, son algunas de las acciones violatorias de los derechos humanos.  Una gran mancha de cemento aún sigue presente en la sala principal de lo que fuera el hotel en tiempo del mercado de ganado, más precisamente en la sala donde se realizaban las transacciones comerciales y que en tiempos del centro clandestino fue el lugar concentracionario donde se mantenía a las personas secuestradas cuando no recibían torturas. Por años, se asumió que esta marca era un vestigio del centro clandestino. En 2017, durante las primeras excavaciones en busca de desaparecidos, se cavó en ese punto impulsado por un testimonio falso. Solo años después se supo que la mancha no era rastro de la represión dictatorial, sino el resultado de la explosión de baldosas causada por un incendio de colchones. Este, a su vez, había sido provocado por los jóvenes quienes, en protesta contra los abusos carcelarios, se habían amotinado. Las grietas del incendio se confundieron con las heridas de la tortura, como si el lugar insistiera en recordarnos que su historia no se reduce a un solo régimen, sino que es un palimpsesto de opresiones. La mancha de cemento, desde su memoria material, une en su silencio dos épocas de sufrimiento: la de los adolescentes recluidos en democracia y la de los desaparecidos bajo el terrorismo de Estado.

El ansia de violencia estatal y encierro no cedió un ápice. Tras el cierre de aquella prisión se comenzó a proyectar otra, esta vez para adultos. Durante los años 2002 y 2012 funcionó nuevamente una cárcel, ya no para menores. Por allí pasaron los hermanos Peirano, quienes tuvieron el pudor y el dinero para mandarse a hacer una sala V.I.P. con aire acondicionado y apartada del resto de los presos, así como también Marcelo “El Pelado” Roldán, quien fuera hecho célebre por la prensa amarillista de los diarios y la tele en los 90s, cuando aún era menor de edad y acumulaba una serie de delitos y condenas en su haber. Todavía circulan videos y fotografías de la vez que se amotinó en aquel lugar, subiéndose al techo del edificio para hablar con la prensa. Esta década de encierro llegó a su declive tal vez por toda la reestructura del sistema penitenciario que se hizo durante el progresismo que tuvo como estandarte, además del cambio de nombre del COMCAR a COMPEN, la creación de la cárcel de Punta de Rieles, otro antiguo espacio de la represión de la dictadura, que el entonces nuevo gobierno de izquierda convirtió en cárcel ejemplar para varones sustituyendo en parte la función que cumplía La Tablada. 

En 2016 comienzan las tratativas para iniciar las obras de un nuevo proyecto carcelario, esta vez la creación de un centro de rehabilitación para adolescentes impulsado por INISA. Las obras comenzaron en 2017 pero apenas unos meses después, en 2018, son detenidas primero por problemas contractuales con la constructora y luego por la declaración de la cautela judicial de La Tablada (comprendiendo el edificio central y las 68 hectáreas del predio) en el marco de la causa por la desaparición forzada del militante comunista Miguel Ángel Mato. Esta declaración, sumado a la aprobación de la ley 19.641, fueron las condiciones necesarias para que las obras se detuvieran definitivamente y se declarara a la La Tablada como sitio de memoria. 

Desde el principio el proyecto de crear un sitio de memoria en La Tablada fue pensado con y para el barrio. Las primeras reuniones contaron con la presencia de vecinas y vecinos—la mayoría organizada en colectivos locales—. Algunas se sumaron a la comisión y pensaron junto a las ex secuestradas y familiares de personas desaparecidas, quienes habían conformado el colectivo de memoria La Tablada, qué hacer con aquel lugar. Un edificio de 5000 m2 y un predio de 68 hectáreas fue lo que el Estado cedió en comodato al colectivo para que gestionara. 

En los primeros encuentros se imaginó qué se podía hacer: un sector de huertas comunitarias, una plaza, también un CAIF y una escuela agraria, además de recuperar las viejas estructuras ganaderas dispersas por gran parte del predio y musealizar el edificio central para dar cuenta de la violencia estatal ocurrida en su interior. Todo eso fue acompañado por nuestro grupo de investigación y extensión, el grupo interdisciplinario en Espacialidad y Memoria. A partir de talleres y jornadas de trabajo se comenzó a idear un plan que delineó algunas acciones posibles pero sin contar con los recursos para llevarlas a cabo. En ese comienzo incipiente e intenso, la ausencia de dinero fue desmotivante. Concretar las cosas que se imaginaban parecía ser casi imposible. 

La primera y única partida de dinero directo que llegó por parte del Estado fue un fondo concursable dirigido a los sitios de memoria que se dividió entre tres con la promesa de que los restantes sitios se presentarían en próximos años. La Tablada fue uno de esos primeros sitios seleccionados. Con una partida de 500 mil pesos se financió una propuesta que respondía en parte a algunas de las ideas que se habían logrado proyectar al comienzo: por un lado se construyó una fotogalería a cielo abierto, ubicada en el lateral este del edificio central y por otro, se construyó la cancha de una escuelita de fútbol y se arreglaron los baños del Club 4 Esquinas, cuya cancha está ubicada dentro del predio del sitio de memoria. Esas dos acciones, una orientada al interior del edificio y otra hacia el barrio, marcaron la impronta del sitio: trabajar su desarrollo integrando las memorias de la represión y la resistencia con las memorias barriales. 

La fotogalería es un claro ejemplo de ello: desde su concepción se apostó por contar la compleja historia de La Tablada dando cuenta de las sucesivas fases históricas, desde la fundación del mercado de ganado hasta la creación del sitio de memoria. Incluso el soporte de la fotogalería fue hecho con las cuchetas metálicas que se iban a usar en la nueva cárcel que se proyectaba. Esta contextualización histórica e integración de la multiplicidad de memorias que atraviesan al lugar, lejos de invisibilizar o restarle protagonismo al período en que funcionó como centro clandestino, sirvió para redimensionar todo lo que durante esa época había sucedido. La potencia histórica de La Tablada, expresada en su materialidad tan presente en aquel espacio, no sólo se dice con palabras. Las cosas también dicen y tienen memoria.

El barrio siempre fue un problema para el sitio. La cesión de uso del espacio suponía hacerse cargo de un predio con dos barrios en su interior: uno iniciado en los 70s, conocido como el Rincón de La Tablada, y otro de más reciente creación como extensión del primero, acentuado su crecimiento durante la crisis de la pandemia llamado La Vía, precisamente por ubicarse en la huella de la antigua vía de tren de la estación del mercado.  Así, el primer aspecto conflictivo se dio con la instalación de la cautela y la posterior declaración del sitio de memoria. Los barrios existían previamente a ambas pero a partir de estas declaraciones quedaron circunscritos en una nueva territorialidad. En las primeras reuniones con las vecinas y vecinos hubo una pregunta recurrente: ¿qué pasa si en algún momento deciden excavar bajo mi casa para buscar restos de personas desaparecidas? La potencialidad de una excavación es una virtualidad que la propia cautela introduce, una que afecta las relaciones de sus viviendas y que genera un manto de incertidumbre. 

El segundo aspecto conflictivo tiene que ver con las ocupaciones de tierra que desde 2020 a la fecha fueron objeto de preocupación. En reiteradas ocasiones al interior de la comisión de sitio se debatió qué hacer frente a esa situación y qué postura adoptar. El posicionamiento cabalgó entre evitar el crecimiento, sobre todo aquel que llegaba hasta el edificio, y también evitar la criminalización. 

Frente a las ocupaciones masivas algunos actores institucionales participaron activamente (en particular la Institución Nacional de Derechos Humanos, la Intendencia de Montevideo y el Municipio G). Se detuvo especialmente una que se presentaba como un proyecto inmobiliario, propio de un neoliberalismo desde abajo, que había loteado varias hectáreas para la venta hasta las inmediaciones del tejido de lo que fuera la cárcel, y otro que había loteado el lugar donde el sitio de memoria junto a vecinas y vecinos proyectaba una plaza. 

Pese a estas tensiones el vínculo con el barrio es cada vez más fuerte. Precisamente, la creación de la plaza mencionada, presentada a los fondos concursables de la Intendencia de Montevideo, fue posible por el impulso mancomunado del barrio y el sitio. Tras años de postergación de las obras, por asuntos vinculados con la naturaleza legal del espacio (cautela judicial, patrimonio nacional), esta plaza se inaugurará este año. Su nombre, Plaza de las cometas, en homenaje al colectivo de memoria La Tablada (por su acrónimo, COMETA), ilustra claramente la intención de extender tanto material como simbólicamente el sitio de memoria al barrio. Ubicada sobre la calle Antonio Rubio, este espacio lindero al barrio La Vía viene contando con la presencia de sus vecinas y vecinos, algunas de las cuales participan activamente en las actividades de la comisión de sitio. También es de resaltar que algunas jóvenes de ese mismo barrio participaron en un proyecto de formación de guías comunitarias del sitio para poder llevar adelante de aquí en más las visitas guiadas tanto dentro como fuera del edificio apoyadas en la fotogalería. Estas acciones, aunque menores, son de suma importancia para conectar ese campo de memorias que se expresa en la propia materialidad que configura el sitio de memoria. 

Teniendo en cuenta esta relación tan particular y sus tensiones inherentes, ¿podrá el sitio contribuir a la dignificación de las viviendas y los espacios comunes, al reconocimiento formal de sus habitantes y, por ende, al derecho de la ciudad como ejercicio ético y político? Aunque esto no es declarado, hay indicios y acciones que muestran que esa es su tendencia. Las crisis económicas que desencadena la caída de La Tablada y el auge de los asentamientos en la ciudad guarda relación directa con lo que sucedió puertas adentro, de forma clandestina, en el edificio que alberga hoy al sitio de memoria. 

Pero el barrio no son sólo los asentamientos ubicados dentro del predio. En la zona existe todo un tejido de colectivos y organizaciones vecinales que participan activamente en la vida comunitaria. Uno de esos agrupamientos es la Asociación Tradicionalista Troperos de La Tablada, un colectivo que lucha por la memoria de la tropería, que reivindica el pasado ganadero y el modo de vida gaucho, y que desde el comienzo, en una alianza inusitada, colaboró con el colectivo de memoria de La Tablada para dar inicio al sitio de memoria. 

La conformación ideológica del grupo, aunque no homogénea, tiende a lo tradicionalista y de cierta forma al conservadurismo. No obstante, cierto pragmatismo, quizá influenciado por esa exacerbación de la vida de campaña, los fue ubicando en un lugar operativo. La presencia en el barrio, el conocimiento de su territorio y una actitud de ir para adelante fue fundamental para posicionarlos como actores clave del proceso de creación del sitio. Sus aportes fueron prácticos: alambrar zonas del predio y vigilarlo, colocar carteles, alertar de las ocupaciones de tierras, conversar con vecinas y vecinos; sus imaginaciones estuvieron centradas principalmente en pensar una escuela agraria, hacer un museo de la tropería, recuperar las estructuras ganaderas, entre otras de esa índole. 

El caballo, la bombacha, la boina, en ocasiones el cuchillo, eran parte de su estética. Una suerte de gauchos del siglo XXI dialogando con comunistas y ex comunistas, con militantes de izquierda, con vecinas y vecinos progresistas. Esa conjunción fue posible y se sostuvo por largo tiempo hasta que un día, producto de una desavenencia, el colectivo se retiró de la comisión. Pese a su ida aún permanecen en el predio del sitio de memoria con un ruedo que instalaron en la esquina de Camino Melilla y Antonio Rubio. Cada año realizan allí una jineteada que recibe a otras asociaciones tradicionalistas del país. 

La tropería desapareció con el cierre de La Tablada pero perduró en los relatos de los troperos viejos y en las memorias de esos niños y jóvenes que continuaron con la tradición pese a que ya no tenían oficio. La presencia de la tropería forma parte significativa de las memorias barriales. Muchas vecinas y vecinos tienen familiares troperos o conocen a alguno. El pasado glorioso del barrio pende de esos recuerdos. Es como si, de alguna manera, con su performance gaucha se negaran a que la tropería desaparezca del todo pese a que ya desapareció. 

 …

Las antiguas balanzas de ganado, sus baños y corrales descansan como ruinas cubiertas en parte por la vegetación del lugar. Los restos de la antigua estación de trenes forman parte de aquel paisaje industrial decadente. Algunos de sus muros son usados para levantar ranchos. La huella que dejó la vieja vía del tren dio paso a la extensión informal del barrio, aquel que se creara tras el cierre abrupto de La Tablada y que dio inició a la pauperización de toda la zona sur de Lezica que se autodenomina, por extensión, La Tablada. Los alambrados de las cárceles post-democracia siguen en pie como centinelas que vigilan la continuidad de la violencia estatal sobre el territorio. Dentro del edificio,  las huellas de las cárceles siguen impregnadas en las paredes: graffitis, nombres y dibujos dan cuenta de vidas anónimas que pasaron por allí. Las obras a mitad de camino de “la cárcel de INISA que no fue” que dañaron la fisonomía de lo que fue el hotel, que era la misma que cuando funcionó el centro clandestino, continúan borrando evidencia material. Como pequeña venganza o quizá acto de justicia, sus cuchetas ahora sostienen el relato de un sitio de memoria. 

Toda esa materialidad recuerda. Tiene memoria a su manera, hace memoria en el presente. Cada una de ella nos habla de procesos constructivos y destructivos particulares que, conscientes o inconscientes, contribuyeron a borrar algunos rastros, a olvidar materialmente algunas cosas importantes, pero también a producir nuevas memorias. El estado en sus mil formas –el estado como terrorismo de estado, el estado como aparato represivo, el estado como INISA, como Intendencia, como Parlamento, como sea– por acción u omisión ha contribuido a la situación actual de ese conjunto abierto, palimpséstico, que es La Tablada. En cada una de esas memorias –la memoria de la tropería, las memorias barriales, las memorias de las cárceles, las memorias del terrorismo de estado, las memorias de las resistencias– distintas subjetividades emergieron y continúan emergiendo. Cada violencia supuso un conjunto de desapariciones. La presencia de estas materias que recuerdan –materias inseparables de formas de vida concretas– nos alerta sobre la necesidad de recordar, y más aún en estas fechas, los cuantiosos efectos que tuvo el terrorismo de estado en nuestras vidas, efectos que son constituyentes de quiénes somos y que habitan nuestro presente. Pero también que ese terrorismo es parte de una historia de violencia que incluye la segregación urbana. El terrorismo de estado hizo desaparecer, no solo cuerpos de militantes sociales, sino también todos esos mundos y sus posibles, que habitaron en aquellas relaciones vitales que fueron despojadas de sus entornos. Hoy el estado, con el impulso de una ley sin financiación, amenaza con hacer desaparecer toda una lucha por la memoria, la verdad y la justicia que se sostiene en los cuerpos de aquellas que militan día a día. He aquí esas otras desapariciones; está de nuestro lado ver qué hacer para reinventar todas aquellas vidas y sus territorios.

  1. El grupo está integrado por Carlos Marín, Alberto de Austria, Martia García, Eugenia Sotelo, Antía Arguiñarena, Sebastián Delbono, Jesús Arguiñarena y Gonzalo Correa. Ver: https://www.instagram.com/espacialidadymemoria/ ↩︎

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