De los malos atardeceres. Un elogio de la escuela pública como casa de las palabras

Si nadie conoce la lengua, el poema permanece

mudo como una tumba en ruinas junto a un río.

Horacio, nuestra casa de palabras está hecha de arcilla:

las intensas lluvias del invierno se la llevan.

Úrsula K. Le Guin

En La obsolescencia del hombre Gunther Anders dice que para evitar cualquier revuelta que dé lugar a la emancipación de los sujetos, es necesario que la distancia entre el pueblo y los saberes de la ciencia se amplíen; que la información destinada al público general se anestesie y se libre especialmente de su contenido filosófico; que los espectáculos que apelen a lo emocional y a lo instintivo se difundan masivamente por televisión. De este modo, el condicionamiento producirá una integración tal que el único miedo —que debe mantenerse— será el de ser excluido del sistema y, por tanto, el de no poder acceder a las condiciones necesarias para la felicidad.

Publicado en el año 1956, el texto de Gunther Anders da escalofríos por su carácter anticipatorio y profético. Si a la palabra televisión, la sustituimos por Instagram o TikTok lo que queda es un relato que describe al detalle la erosión actual de nuestra capacidad de pensamiento, la pérdida de nuestra potencia narrativa, y el borrado casi general de nuestro poder comprensivo. El atontamiento, dice Anders, se daría mediante la burla de todo aquello de alto valor, una apología de la liviandad y una euforia publicitaria que daría la norma de la felicidad y de la libertad. Hemos asistido —por derecha y por izquierda—, por excesivamente pragmáticos o descuidadamente antiautoritarios, a un arrasamiento planificado de cuanto en nuestra educación tenía alto valor para sustituirlo por una preocupación permanente y machacona por los logros de aprendizaje orientados a la inserción laboral o profesional: cuanto más corto sea lo que estudiemos, mejor, cuanto más práctico, mejor que mejor. Lejos quedan ya la idea de la cultura general de la moral republicana, los desvelos de Pedro Figari y sus obreros capaces de belleza, o los viejos orientales, que se han vuelto cada vez menos valientes, y mucho menos ilustrados.   

En estos días asistí a la ceremonia de egreso de un grupo de estudiantes de la Educación Secundaria Obligatoria (ESO) en un pueblo de la Catalunya Central. La ceremonia fue muy emotiva y hubo en ella varias alocuciones sentidas, como si esa fuera una oportunidad única de hablarle seriamente a los muchachos, de dar las postreras indicaciones en un mapa para la vida venidera, los últimos consejos. Ante un estrado compuesto de estudiantes de quince o dieciséis años, el director de la escuela dio un hermoso y cuidado discurso que giraba en torno a una única idea: “si hay algo que se llevarán de este liceo, serán las palabras. Cada uno de vuestros profesores ha venido aquí, día tras día, a hacerles el mejor regalo que estaba a su alcance: a regalarles las palabras.”

Es verdad que la escuela está para estudiar el mundo, y en definitiva para nombrarlo de la manera que le corresponde: el porqué del liceo se sustenta en el acto de apalabrar lo que nos rodea; mucho más cuando este apalabrar se despliega en lecturas, escrituras, debates y ejercicios de pensamiento. Se podría decir entonces, que la función de la escuela en general y del liceo en particular es colocarles el nombre justo a las cosas: a cosas como las piedras, las células de nuestro cuerpo, los colores, las emociones humanas. Pero también a las conquistas civilizatorias como la democracia, los derechos humanos, la dignidad; y a las afrentas contrarias a estas conquistas, como las guerras o los genocidios. 

Cuando el mundo no se nombra, desaparece ante nuestros ojos, se vuelve uniforme, opaco, mudo, intransitable. En El cuento de nunca acabar, la escritora española Carmen Martín Gaite nos dice bellamente que “Nombrar es sacar los asuntos del caos, del no ser. El primer gran cuento, el de la creación, consistió en acotar un magma de tiempo, parcelarlo en semanas, y dentro de cada una de ellas ir nombrando lo que encerraba”. La educación, en su terca insistencia en apalabrar el mundo, permite hacer existir las cosas, llamarlas por su nombre verdadero, distinguir unas de otras (observemos la lucha semántica en torno a la manera de nombrar lo que ocurre en Gaza, y las consecuencias políticas y éticas de este nombramiento). 

Para ayudarnos a encontrar los nombres justos están los poetas (aquellos que suelen acertar con las palabras haciendo venir la cosa, el valor o la virtud que se quiere decir cuando se dice). Pero mucho más al alcance de la mano, en una versión más humilde y democrática, tenemos a nuestros profesores. 

Recuerdo, de mis primeros pasos en el liceo, el placer de descubrir una nueva palabra, de otorgarle sentido, y sobre todo de aprender a usarla. Recuerdo también los nervios con que las estrenaba en una conversación con amigos, como quien estrena un vestido o un par de zapatos. Andaba por la vida tan contenta con mis nuevas palabras, probándolas en la sobremesa de domingo, haciéndolas aparecer de pronto en frases más o menos elaboradas. Y poco a poco, mi mundo se iba haciendo más rico, más amplio, más luminoso, menos determinado; y yo me iba volviendo más libre. Todo esto sin salir del pueblo en el que había nacido, sólo con hacer lo único que tenía que hacer a mi edad, con el regalo que me había dado una sociedad que pensaba (generosamente) que me correspondía tiempo para el estudio, y una institución educativa donde hacer un uso provechoso de ese tiempo.

En Lenguas vivas —un libro que me ha gustado mucho del escritor argentino Luis Sagasti— se cuenta la historia de un pueblo que vivía en la costa oriental del Mar Negro hasta que fue expulsado por los zares luego de la guerra de Crimea. Su idioma se considera uno de los más difíciles del mundo ya que cuenta con tres vocales y más de ochenta consonantes. Luego del exilio, un lenguaje compuesto de casi un centenar de fonemas se fue simplificando y mezclando con el turco dando lugar a la paulatina desaparición de sus palabras.  

Entre los vocablos desaparecidos se encontraba un color, un matiz del verde, que nos dice Sagasti “fue atardeciendo primero en los oídos, luego en la garganta y por último en los ojos de los hijos de los exiliados. Un verde turquesa, digamos, que solo persistía en aquellos capaces de pronunciarlo, hasta que finalmente quedó alojado en la retina de un solo hombre que vivía en una cabaña muy humilde, un granjero llamado Tevfik Esenç” Hasta que también en este granjero la capacidad de pronunciar el color se volvió imposible “Y ya no hubo más. Una mal dicción y el color se perdió para siempre.”.

¿Cuántas cosas del mundo habrán atardecido también en nuestros oídos y en nuestras gargantas por nuestra creciente incapacidad de nombrarlas? Yo creo que, así como ha desaparecido el verde del pueblo del Mar Negro, están en peligros de extinción cosas como la verdad, la dignidad humana, o la democracia; quizá no tanto porque no las nombremos sino porque usamos esos nombres en vano, forzándolos a llamar cosas que no le hacen justicia; haciendo venir cosas que no les corresponden. 

Volvamos al magma del que nos habla Martín Gaite. Nombrar, dijimos, es sacar las cosas de ese magma, distinguirlas, diferenciarlas, compararlas, llamarlas por el atributo que le corresponde. El primer acto de nominación del mundo fue el de la creación, y el gran nominador fue Dios. Durante mucho tiempo creímos en esos viejos nombres: cuando se hablaba del bien, del mal, de la sabiduría o de la hipocresía poníamos a Dios por testigo, y era él el que validaba esa conexión entre las cosas del mundo y nuestra manera de nombrarlas. En la modernidad, el lugar nominador fue sustituido por los Estados nacionales y sus instituciones republicanas: ya no es Dios quien valida la relación nombre-cosa del mundo, sino las instituciones que los humanos nos hemos dado a nosotros mismos: así las palabras como democracia, progreso, o igualdad encuentran su fuerza en los valores republicanos, y su supervivencia en el cuidado de las instituciones de la República. 

Ahora bien, ante el debilitamiento de las instituciones republicanas, —dentro de las cuales la escuela se lleva los laureles por la saña con la que ha sido atacada—¿quién se atreve ahora a nombrar? “La cuestión es saber quién será el nuevo nominador —nos dice Santiago Alba Rico en El Apocalipsis cultural— ¿otro Dios? ¿Los antepasados? ¿Un caudillo? ¿El mercado? ¿El individualismo neoliberal? ¿la IA?”. 

Nombrar siempre es una tarea riesgosa, que implica de manera inherente la posibilidad de nombrar mal, de dejar por fuera parte de la realidad que se resiste a ser nombrada, o incluso que omitimos nombrar por cobardía o comodidad. Pero hay que atreverse a nombrar. No podemos abandonar la batalla por los nombres del mundo ni renunciar a definir los fenómenos de nuestro tiempo, de lo contrario estamos condenados a vivir en un magma angustiante donde todo se parece y nada nos da señales de una existencia concreta. 

La escuela está para nombrar el mundo, para decirle igualdad a la igualdad, injusticia a la injusticia, y hexámetro dactílico a la forma de escritura de la Ilíada. Sin una institución que se atreva a nombrar las cosas, las palabras se las queda una vez más el lenguaje publicitario que nos hablará de igualdad para ampliar su lista de compradores, o de injusticia, para obligarnos a colaborar con organizaciones internacionales cuya mercancía es la pobreza de buena parte del mundo. 

En Uruguay tenemos una escuela pública que ha sido conquista y desvelo de muchos políticos, pedagogos, y personas de a pie que han defendido la moña azul como derecho y obligación de todo ciudadano de la República. El debate por las palabras que entran en la escuela ha sido siempre un debate abierto, público, interesante, y nutrido. Un debate que ha permitido —incluso en los peores momentos de afrentas del capitalismo cognitivo— seguir dándole vueltas a viejas palabras, y seguir diciendo (aunque no siempre se nos escuche), que no queremos en la escuela las palabras del mercado, que no queremos ni gestión emocional ni gestión financiera, y que mucho menos queremos indicadores de resultados; y que sí queremos formación ciudadana, ética, y memoria histórica en nuestras aulas. Pero más allá del resultado de estos debates, más allá de que la razón instrumental y el productivismo parecen no tener marcha atrás, lo cierto es que nuestras escuelas y nuestros liceos son de por sí las casas de las palabras: los lugares en donde nos sentamos a observarlas con detenimiento, a mimarlas, a desarmarlas, y estudiarlas, a hacerlas jugar entre ellas. Son el lugar para que las palabras no atardezcan, si no, por el contrario, que sigan amaneciendo primero en nuestras bocas y en nuestras almas, y luego —por qué no—, también en nuestros ojos, cuando salimos al mundo y atisbamos las cosas a las que nombran. 

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