La esquina de mi casa es Burgues. Todos los días tengo que cruzar esa calle para poder habitar el barrio y su cotidianidad. Todos los días me cruzo al menos un coche fúnebre y su caravana. Al principio, hace tres años, cuando recién me había mudado a Reducto, me asustaban las limusinas con coronas de flores, lo sentía como un mal augurio. También tuve el instinto de persignarme, algunas mañanas en las que iba a buscar algo para desayunar a la panadería y me agarraban desprevenida. Llegué a pensar que tenía algún tipo de yeta, que la muerte me rodeaba, que ese nuevo barrio iba a terminar con mi vida y yo pasaría a ser protagonista de una caravana azabache brillante.
El segundo panteón, el de los Dos Santos, es el peor de todos. [...] Lee el nombre de Adelaida dos Santos en un jarrón. Enseguida afloja las cejas que no recuerda cuándo empezó a fruncir. Los músculos de la cara se le enternecen y deja escapar un suspiro único de tristeza. Se había olvidado de su muerte. A ella la piensa viva, no puede imaginarla dentro de un tarro. Se acuerda de su facilidad para tocar el piano, de su risa, de las horas de viaje que habían compartido mientras él iba al estadio y ella iba a buscar a sus hijos a la escuela. Ella se persignaba cuando el ómnibus pasaba frente al cementerio. Él no. 1
Hace poco comenté con amigues esta posibilidad de querer persignarme rápidamente ante la visión de la muerte, y cómo mi ateísmo se esfumaba ante el mínimo riesgo y era el dios de mi madre quien aparecía rápidamente. Les comenté que la extrañeza era tal que me hacía dudar el orden para persignarse. ¿Padre, hijo, espíritu? ¿Espíritu, hijo, padre? Luego de tocar la frente, ¿por dónde se seguía? ¿cuál era mi mano izquierda? En el absurdismo del relato nos imaginamos que en la desesperación de encontrar información en mi cerebro terminaba por realizar una coreo de vogue, invocando a las mostras del barrio para batallar la mala suerte que representaban los autos azabache.
A los meses de vivir en esta casa logré desarticular el pensamiento mágico dándome cuenta que por la calle Burgues se llega al cementerio de La Teja desde el centro de la ciudad y que es esa la razón por la que la muerte se pasea todos los días por la esquina de mi casa. Nunca chequeé esta teoría pero me reconforta tanto que me sirve como estampita mental ante la posibilidad del fin de la vida.
Hoy, cada vez que veo los coches, ya no siento la necesidad de hacer un gesto protector, más bien me interesa ver la cara de quienes viajan en esos autos. Suelen ser de tres a cinco autos negros e idénticos, seguidos por otros de diversos colores y modelos. Los laburantes siempre presentan el mismo rostro, una mezcla de hartazgo, solemnidad y profesionalismo. Muchas veces con los ojos achinados por los rayos del sol.
No sé por qué la gente piensa que la muerte es negra. Llevamos ríos rojos y una arboleda que estalla si se la rompe, pero todo está oculto bajo la piel de gallina, cacareando. Hay que abrir el cuerpo para ver la belleza de la sangre: matar, devolver a la tierra el tamaño de la raíz sanguínea. Si le cortas el cuello a una vaca, ella chilla y los ojos se le ponen blancos mientras cae y patea el viento. Ves el rojo como un torrente, como un río sin piedras saliendo de su herida. Dejas brotar la belleza porque la muerte dura un instante y luego se va y lo que queda es el muerto, y los muertos son feos. 2
Siempre intento buscar rostros derritiéndose. Rostros que explotan en emoción demostrando el dolor de la muerte, con mocos, lágrimas, baba y en una única arruga entre cejas; nariz y boca. Con pañuelos de tela porque ya no hay descartables que poder utilizar, porque todo el papel del mundo se terminó tratando de recomponer el rostro que se desarma. Pero eso no pasa. Siempre que miro fijamente me encuentro con solemnidad. A veces disociación. Ceños fruncidos que no llegan a perder sus rasgos humanos. Mucha concentración. Como si manejar hasta el cementerio fuese la única actividad del mundo. Otras veces se notan ojeras y cansancio, el peso de la vida que termina y la gestión de los cuidados, los millones de papeleos que la burocracia necesita, porque los autos azabache no se materializan de la nada.
Busco confort en el dolor de los rostros ajenos, quiero encontrar las caras de cera para lograr hacer catarsis, ver el dolor ajeno como posible espejo de algo que yo no me animo a experimentar. O una proyección de cómo me gustaría que mi gente se tome mi muerte. No lo sé. Busco los rostros tomándome un momento donde poder ver algo totalmente desarticulado para evacuar las mínimas nociones de dolor que puede permitirse la cotidianidad capitalista, ver la posibilidad de máxima para poder ajustar la realidad desde la mínima, ver para no experimentar. Pero nunca llegan. Nunca se representa el dolor de una forma performática que logre hacerme sentir mejor, por lo que se volvió un juego de todos los días cuando voy al almacén: el juego de memorizar caras cansadas.
Con otro grupo de amigues discutimos sobre una encuesta que se hizo a principio de año sobre las percepciones sociales de la muerte, el duelo y el suicidio. A una de mis amigas se la hicieron y le preguntaban sobre la muerte. Cómo quería gestionar la propia, cómo pensaba afrotar la de amigues cercanos, qué onda el suicidio, entre muchísimas preguntas más. La charla decantó en cómo queremos gestionar nuestros restos humanos. Todes argumentaban a favor de la cremación.
Amante: no me lleves, si muero al camposanto. / A flor de tierra abre mi fosa, junto al riente / alboroto divino de alguna pajarera / o junto a la encantada charla de alguna fuente. / A flor de tierra, amante. Casi sobre la tierra, / donde el sol me caliente los huesos, y mis ojos, / alargados en tallos, suban a ver de nuevo / la lámpara salvaje de los ocasos rojos. / A flor de tierra, amante. Que el tránsito así sea / más breve. Yo presiento / la lucha de mi carne por volver hacia arriba, / por sentir en sus átomos la frescura del viento [...] Arrójame semillas. Yo quiero que se enraícen / en la greda amarilla de mis huesos menguados. / ¡Por la parda escalera de las raíces vivas, / yo subiré a mirarte en los lirios morados! 3
Me di cuenta de que quiero ser como la carroña de Baudelaire, quiero pudrirme y ser alimento de gusanos, que mi cuerpo desprenda olores putrefactos y que mis huesos terminen volviéndose tierra. Ser un cráneo sembrado en tierra fértil. Es terrible pensar la muerte como algo aséptico, porque lo único que efectivamente logra reconfortarme es saber que será vida, que se articulan las ideas, los cuerpos y los deseos en un mar de compost asqueroso que nadie quiere cerca.
Quiero que el asco sea parte de mi funeral, que nadie pueda hablar de corrido porque tienen que contener las náuseas, teniendo que espantar con abanicos los moscones pesados que intentarán besar sus lágrimas. Un cosmos putrefacto de asco, gusanos y náuseas; de abyección y cariño, de impulso y repulsión. De celebrar el festín que los restos habilitan.
Pero no. Entiendo que nadie disfrutaría de esa experiencia, por eso cuando me preguntan sobre cómo deseo gestionar mis restos, respondo que quiero que me cremen. Así nadie tiene que contener el vómito mientras piensa en mí.
Los insectos zumbaban sobre este vientre pútrido, / del que salían negras tropas / de larvas, que a lo largo de estos vivos jirones / —espeso líquido— fluían. / Todo igual— que una ola subía o descendía, / o se alzaba burbujeante; / diríase que el cuerpo, de un vago soplo hinchado / multiplicándose vivía. 4