Alguien que nos ordene la vida

Hace un tiempo leí una publicación en internet hecha por un joven argentino. Decía más o menos lo siguiente: «Basta. No queremos aprender a timbear en cripto, ni probar con otro emprendimiento, ni manifestar cosas buenas. Queremos que nos ordenen la vida. 8 horas de trabajo, 8 horas de descanso y 8 horas para lo que queramos.» Me pareció un pedido de otra época y, al mismo tiempo, captaba algo extremadamente actual. De alguna forma, el texto es un intento por comprender el contexto social y político que lleva a un joven a pedir que le ordenen la vida.

Crisis sistémica y extrema derecha

La extrema derecha es hoy la gran protagonista de la política global. Hay que ser muy necio para no reconocerlo. Algunos sitúan el inicio de este ciclo político en la primera victoria de Trump, en 2016. Otros retroceden un poco más, hasta 2010, cuando ganaron visibilidad los movimientos de derecha radicalizada que fueron el germinador ideológico y la primera base social de Trump, como el Tea Party, la alt-right (derecha alternativa) y un universo subterráneo de foros de internet donde circulaban ideas supremacistas, xenófobas, antifeministas y homofóbicas.

Más allá de dónde se sitúe el mojón inicial, algo es evidente: los últimos diez o quince años están marcados por la ofensiva de la extrema derecha. Su crecimiento viral, su agresividad desbocada, su «batalla cultural» de provocaciones y fake news, sus líderes algo payasescos y sus guiños al fascismo, definen nuestro clima de época.

Si logramos abstraernos un momento del magnetismo oscuro de la ultraderecha, es posible comprobar, en un contexto más amplio, que el telón de fondo del que emerge esta oleada reaccionaria es un estado de crisis generalizada y multidimensional. Hace al menos cincuenta años que diferentes estudios y autoridades científicas advierten sobre la crisis ecológica en curso, causada porque los imperativos de crecimiento y acumulación ilimitados exigen unos niveles de depredación ambiental que tienden a romper los límites biofísicos del planeta, erosionando la base material sobre la que se asienta la civilización humana.

A su vez, la mayor presión depredatoria del capital sobre la naturaleza es una manera de hacer frente a su propia crisis de valorización, reflejada en la caída sostenida de la tasa de crecimiento de la economía global durante las últimas cinco décadas. De hecho, en medios influyentes como el Wall Street Journal o The Economist es habitual toparse con analistas del establishment muy preocupados porque el capitalismo no encuentra la salida de su larga fase recesiva. 

Vinculada a esta recesión sistémica, estamos presenciando una crisis geopolítica global, cuyo eje fundamental es una transición hegemónica en el sistema-mundo capitalista, con Estados Unidos y el eje atlántico en retirada, mientras China y el eje asiático se disponen a hacerse cargo del sistema internacional. Si bien no conviene apresurar diagnósticos ni firmar la defunción de Estados Unidos antes de tiempo, hay suficientes indicios para entender que estamos viviendo el fin del dominio de Occidente. Si hoy sentimos que el mundo en que vivimos es particularmente caótico, inestable y violento, es porque justamente así es como se siente la descomposición de un orden imperial.

Mientras tanto, se profundiza una crisis de legitimidad del neoliberalismo, que ya no es aquel consenso posideológico global según el cual el libre mercado y la flexibilización laboral traerían prosperidad económica y armonía social. En cambio, la crisis de 2008 expuso al programa neoliberal como un gran negocio para el capital financiero y las élites empresariales transnacionales a costa de la pérdida de soberanía de los estados y el desmantelamiento de la infraestructura pública, dejando en el camino un tendal de precariedad y desigualdad social. Como proyecto hegemónico, el neoliberalismo es hoy un muerto viviente que sobrevive intensificando el autoritarismo y la represión, sin que exista aún un nuevo patrón de acumulación y estabilización capitalista.

Al nivel de los territorios y los sectores populares, se acentúa una crisis de la reproducción social, esto es, un proceso sostenido de degradación de las condiciones de vida de amplios sectores de la población, que tienen cada vez más dificultades para sostener una vida digna. Es algo más que una posición en un indicador socioeconómico, como estar debajo de la línea de pobreza o sufrir una crisis económica puntual. Es un paisaje de vidas precarizadas y cansadas cuya subsistencia depende de un sinfín de luchas y estrategias cotidianas: recolectar ingresos entre distintas changas (hacer unas horas de Uber, vender algo en Marketplace), pedir un préstamo para llegar a fin de mes, sostener las tareas domésticas en familias colapsadas, cuidarse en barrios tomados por el narcotráfico.

En este estado de precariedad y malestar generalizado, no es raro que asistamos a una crisis de la democracia liberal, reflejada en un clima general de apatía, desafección y discursos antipolítica. La democracia aparece como una palabra vacía cuya declaración de intenciones no tiene nada que ver con la realidad material de las mayorías. Es un estado de ánimo colectivo que puede resumirse algo brutalmente de esta manera: cada vez más gente cree que ni su voto, ni los políticos, ni el estado, sirven para resolver sus problemas y mejorar sus condiciones de vida. Y a decir verdad, en las últimas décadas las democracias liberales —demasiado orgullosas de sí mismas para sus modestos resultados— han contribuido mucho a incubar esa frustración. 

En tiempos de crisis como estos, es lógico que mucha gente se sienta atraída por el discurso endurecido de la ultraderecha. Mientras la crisis impone una experiencia cotidiana marcada por la precariedad, la inestabilidad y el miedo, crece una demanda popular de orden, seguridad y protección. Y, aun con sus muchas diferencias internas, la ultraderecha promete eso. Promete la restauración del orden frente al caos. Promete hombres fuertes y autoridad en un mundo que para muchos perdió el respeto por las jerarquías y los valores que daban cohesión y sentido. Promete retornar a un pasado glorioso en lugar de las humillaciones del presente. Promete revancha a varones que se comieron la marea feminista. Promete reimponer la cultura del esfuerzo frente a los políticos que viven de la nuestra, los especuladores financieros, las minorías privilegiadas y los beneficiarios de asignaciones sociales. Promete extirpar a los que son señalados como los responsables de la crisis material y la degradación moral: los inmigrantes, los terroristas, la casta, lo woke, las feministas, los que viven del estado.

En definitiva, la extrema derecha ha sabido articular en un relato común y metabolizar en clave reaccionaria los distintos malestares vinculados con la crisis sistémica en curso. Su lectura de la coyuntura es políticamente eficaz en al menos dos sentidos complementarios. En primer lugar, la extrema derecha es realista en el sentido de que asume la magnitud de la crisis. No la niega, no finge demencia, no se demora en medidas de contención parcial. Al contrario, si logra sintonizar con el malestar popular es porque reconoce lo que tiene de verdadero y exclama que las cosas no pueden seguir así, aunque eso signifique prepararse para la guerra. 

En segundo lugar, la extrema derecha aparece como promesa de orden contra la incertidumbre y la anomia de la crisis. Una crisis puede ser algo muy desgastante, un caldo de cultivo de pasiones tristes como la impotencia, el cansancio, el miedo y la desesperación. Y si bien es cierto que la ultraderecha moviliza esa crispación como combustible de sus guerras culturales y su estrategia política, nadie puede vivir en ese estado por mucho tiempo. Si se nutre tanto de la crisis, es porque aprovecha el deseo de orden que el mismo desgaste de la crisis genera, y se presenta como la solución autoritaria que puede atenderlo.

Orden como reclamo popular

Lo anterior pretende trazar gruesamente el mapa en el que se inscribe el avance de la ultraderecha. A propósito, sostengo que, como resultado de la inseguridad y el hartazgo de la crisis, las demandas de orden se convierten en un reclamo popular. Así, pasan a ser un factor fundamental de la derechización social, en la medida en que arrastran a amplios sectores de la sociedad hacia discursos reaccionarios. En palabras del director de Jacobin en América Latina, Martin Mosquera, la demanda popular de orden «es el pegamento afectivo que une al bloque político-social en ascenso». Ahora quisiera desarrollar detenidamente este argumento, pues creo que comprender cómo relacionarse con estos reclamos de orden permite disputarle a la ultraderecha su eficaz captura del malestar social.

Creo que la derechización social —que es innegable— no se explica por una reconfiguración ideológica profunda o por el arraigo de una conciencia política reaccionaria a nivel popular. En cambio, propongo pensarla como el grito de un malestar estructural que no se siente escuchado por el consenso vacío de la democracia liberal. Como el resultado de una experiencia acumulada de precarización, cansancio y frustración que demanda una política de orden y ve en la extrema derecha una opción autoritaria capaz de ejecutarla. Con esto quiero decir que, si se lo piensa en términos de malestar y reclamo de orden, el apoyo popular a la ultraderecha no habla tanto de una hegemonía derechista consistente, sino de un reflejo defensivo, una voluntad de protección ante una realidad y un futuro que se perciben como amenazantes. 

Esto no significa ser indulgente con la ofensiva reaccionaria, ni banalizar su proyecto autoritario, ni relativizar la necesidad de derrotarla. Es evidente que elementos como la reacción antiprogresista de los últimos años, la exhibición de la violencia y la crueldad, la revitalización de la moral conservadora, la reaparición de símbolos y discursos fascistas, y el alineamiento de los multimillonarios de las tecnológicas con los líderes de ultraderecha, son parte de una estrategia de radicalización política de las clases dominantes con el fin de intensificar su dominio. 

A su vez, que la extrema derecha se alimente de una voluntad popular de orden tampoco significa que el orden y la sobriedad sean su marca de identidad política. Más bien sucede lo contrario. Ya se ha dicho mucho acerca de cómo se infla de una retórica antisistema dirigida contra el supuesto poder totalitario del progresismo global, o cómo se dota de la energía de lo revolucionario que la izquierda dejó vacante. Pero además, estéticamente, su simbología es una mezcla de cultura cyberpunk, futurismo disruptivo y una fascinación desinhibida con la violencia: la motosierra de Milei, los juguetes Tesla de Musk, el saludo-metralleta de los Bolsonaro, el imperio tecnomilitar de Bukele… Se advierte una estetización de la destrucción y un clima de guerra inminente. Y sin embargo, todo esto sigue atado a la promesa de que, después del caos y los sacrificios, emergerá un mundo ordenado, limpio de los que lo amenazan, regido por las jerarquías y los valores que no deberían haberse perdido. 

Frente a este panorama oscuro, la izquierda sigue paralizada. En algún momento tendrá que salir de su impotencia, retomar la iniciativa de la lucha social y proponer otros modos de organizar la vida que convoquen a las mayorías. No es nada fácil, claro. Pero justamente en esa búsqueda me pregunto si no es necesario acercarse a ese manojo de angustias y frustraciones populares, que no son inmediatamente «de derecha», pero que la ultraderecha supo escuchar y politizar en clave reaccionaria. Y, como decía antes, creo que el reclamo popular de orden es un ejemplo elocuente de ello.

En buena medida, la voluntad popular de orden puede interpretarse como una reacción frente al miedo. Dicho de otro modo: muchas personas experimentan a diario distintas formas de miedo, que los reclamos de orden buscan aplacar. Por eso, y a riesgo de simplificar un poco las cosas, creo que el miedo es hoy el sentimiento predominante en la vida cotidiana, el núcleo de ese magma que estoy llamando «malestar social». Pero… ¿miedo a qué? A que la inteligencia artificial me deje sin trabajo. O a que los inmigrantes invadan mi país. O a que la ideología de género destruya a las familias. O a no tener de dónde agarrarme si no la pego con este emprendimiento. O a que me estafen por internet. O a no poder estabilizarme y proyectar una vida. O a que todo a mi alrededor sea cada vez más hostil y más difícil. 

El miedo como tal no tiene una orientación ideológica predefinida, y por lo tanto no tiene por qué traducirse automáticamente en apoyo a la ultraderecha. Es cierto que algunos miedos provienen de una moral conservadora que se autopercibe amenazada, pero otros dan cuenta de algo más complejo y ambiguo. Expresan precariedades materiales, preocupaciones sobre el futuro, angustia por la fragilidad de los vínculos sociales, hartazgo ante los modos de vida agotados que hay que llevar para sobrevivir. Todo eso es lo que los reclamos de orden buscan calmar. Entonces otra vez surgen las preguntas: ¿cómo relacionarse con estos miedos? ¿cómo admitir su legitimidad sin que ello implique aceptar sus componentes reaccionarios? ¿cómo desactivar su condición actual de vectores de derechización? ¿la izquierda debería apostar a satisfacer esos reclamos de orden? ¿cómo sería eso?

Por otra parte, la búsqueda de orden se extiende al plano de lo subjetivo, donde puede leerse como un signo de desgaste tras cuarenta años de flexibilización neoliberal. Es innegable que consignas como la adaptabilidad, la innovación, la gestión de la incertidumbre y la reinvención continua fueron muy exitosas en publicitar los modos de vida neoliberales como modelos atractivos y deseables. Pero por más adrenalínicas que sean, creo que hace un tiempo despiertan más desconfianza que entusiasmo. 

Me refiero a una desconfianza creciente hacia el aire posmoderno del sujeto neoliberal: el sujeto desregulado, sin ataduras, fluido, nihilista de mercado, con identidades múltiples. Como si cuarenta años de invitación a la flexibilidad, la reinvención y la fluidez identitaria hubiera producido un desfondamiento, una especie de intemperie subjetiva que hoy reclama seguridad y orden. Es algo que se observa en los contenidos digitales producidos y consumidos por jóvenes: miles de videos de influencers mostrando sus hábitos y rutinas, que son una minuciosa pedagogía del control y la disciplina. Alimentación, higiene, maquillaje, entrenamiento, trabajo, descanso; todo obsesivamente ordenado y optimizado. 

No es raro que esta búsqueda de orden y sentido empalme con cierta estilización digital del conservadurismo moral y las identidades rígidas. Inversores fit y tradwives. Hábitos de productividad y rutinas de skincare. Listas de metas y checks de logros. Hoy está lleno de jóvenes que quieren plata, propiedad, familia y monogamia. Ya entendimos que la crisis del mundo neoliberal no significa que venga algo mejor.

No reír, no llorar, no detestar, sino comprender

La conocida frase de Spinoza que da título a este último apartado condensa el objetivo del texto. Lo que estuve queriendo decir podría resumirse así: existe una experiencia generalizada de crisis, precariedad, miedo y malestar que genera una demanda popular de orden. La izquierda no sabe cómo relacionarse con esto, mientras la extrema derecha lo explota con facilidad. A partir de ahí se agolpan las preguntas: ¿qué podemos hacer con el malestar y su voluntad popular de orden? ¿es posible elaborarlos «por izquierda»? ¿cómo aprendemos a escuchar esos reclamos sin juzgarlos, y, a la vez, sin aceptar su elaboración reaccionaria? Spinoza nos dice: sin reír, sin llorar, sin detestar, sino comprendiendo. 

Claro, no es una tarea fácil. Para comprender hay que escuchar. Y para una sensibilidad política de izquierda es incómodo escuchar reclamos de orden, porque El Orden —es decir, los sistemas de dominación y explotación como el capitalismo, el patriarcado, el colonialismo— es precisamente lo que la izquierda impugna y busca derrotar.

En medio de este embrollo, en la izquierda surgen posiciones muy distintas respecto a cómo interpretar el malestar popular. Una salida es negarse a escuchar la desesperación social y al mismo tiempo escandalizarse con su canalización reaccionaria. Así, las demandas de orden se explican únicamente por la falsa conciencia del pueblo, que desde siempre es engañado y manipulado para pedir a gritos el orden que lo oprime. Desde esta perspectiva, los reclamos de orden están equivocados, son fruto de una fascistización inoculada por la ideología dominante, el poder de los medios, las redes, las fake news, la batalla cultural de la ultraderecha, etc. Es una actitud extendida en el progresismo, y quizá una de las razones de su ya larga crisis. El discurso progresista no se hace cargo de la verdad que hay en el malestar, se lo deja servido a la ultraderecha —que lo reconoce y lo escenifica—, y se indigna cuando ésta crece.

Otra salida, igualmente ineficaz pero más peligrosa, es decretar una esencia conservadora de lo popular: un pueblo medio bestia, intrínsecamente conservador, al que hay que darle lo que pide. Desde esta perspectiva, la conclusión se invierte: los reclamos de orden tienen razón y hay que satisfacerlos. ¿La gente se hartó de tanta incertidumbre y quiere trabajo, familia y propiedad? Hay que reivindicar los valores tradicionales. ¿La gente rechaza las agendas del feminismo y la diversidad sexual? Hay que echarle la culpa de todo al progresismo y a sus élites culturales que no entienden las verdaderas necesidades del pueblo. ¿La gente pide mano dura con la delincuencia? Hay que perder la inocencia y defender a la gente de bien. La estrategia es evidente: si a la ultraderecha le está yendo bien, imitémosla. El problema es que a algunos la imitación les sale tan natural que no se nota la diferencia.

Ambas lecturas están un poco en lo cierto y, al mismo tiempo, muy equivocadas. Se lamentan y se indignan, o asienten e imitan, pero no comprenden. ¿Se pueden leer las demandas de orden desde una mirada que no sea ni la indignación progresista ni el seguidismo conservador? Es incómodo, y es más difícil que cualquiera de las dos, pero tiene que ser posible. 

Para eso hay que ver los reclamos de orden, no como expresión de mundos populares simplemente derechizados o esencialmente conservadores, sino como intentos desesperados por calmar un malestar real. Como dije, creo que muchas veces las demandas de orden son una respuesta a una sensación de inseguridad vital persistente, a la fragilidad de los vínculos sociales, al cansancio de pasarse la vida remándola para apenas mantenerse a flote, al miedo al desarraigo y la soledad, a la presión de tener que rendir y competir contra los demás. En el fondo son demandas de cuidado, de conservación.

Por eso creo que tenemos que pensar la consistencia y la conservación como principios compatibles con el cambio social. Pensar la transformación a través de la conservación. Pero no la conservación de las jerarquías sociales y los valores tradicionales, sino la conservación del planeta, de los amigos, de los rituales, de los barrios, de los objetos, de los espacios públicos. En definitiva, de los marcos comunes que dan sostén y sentido a la vida. 

Esto no quiere decir negar el movimiento, la revuelta, la incertidumbre o el caos, que además de ser inherentes a la vida, son una fuente inagotable de creatividad y potencia. Sólo que, para construir alternativas poscapitalistas, también necesitaremos planificación productiva, conciencia de los límites y sentido de la conservación. Y es importante descubrir que quizá estos principios también deben formar parte de un proyecto colectivo de buena vida. 

La crisis civilizatoria en la que estamos inmersos funciona como amenaza disciplinadora para la clase trabajadora, forzada a aceptar nuevos procesos de ajuste y precarización. Al mismo tiempo, la degradación generalizada de las condiciones de vida justifica las políticas autoritarias que prometen restaurar la cohesión y el orden. Esa es la parte oscura que a esta altura conocemos bien. Pero la crisis también es un proceso de descomposición y recomposición, y como tal está abierto a la imaginación y la experimentación política. 

Estamos en un momento de profunda incertidumbre sobre el futuro. En veinte años el mundo puede estar lleno de Bukeles, Orbans y Mileis, y también pueden surgir proyectos poscapitalistas de distintas escalas, desde planificación estratégica con perspectiva ecosocialista hasta iniciativas comunitarias de producción y cuidado de lo común. Y aunque la experiencia reciente nos diga que las cosas se pondrán cada vez peores, también es cierto que en los últimos años lo impredecible ha sucedido mucho más que lo probable. 

De hecho, si hace diez años alguien me hubiera dicho que, en un futuro cercano, un multimillonario naranja con denuncias de explotación sexual sería dos veces presidente de Estados Unidos; que un militar que reivindica abiertamente la tortura y el terrorismo de estado llegaría a ser presidente de Brasil; que el hombre más rico del mundo haría el saludo nazi entre fascistas eufóricos mientras sueña con instalar regímenes de tecno-apartheid gobernados por CEOs; que un ultraliberal demente que se jacta de romperle el orto a los zurdos de mierda sería el presidente de Argentina, y que, como consecuencia de todo esto, buena parte del mundo entraría en una etapa inquietante y oscura… sin dudas lo habría felicitado por su talento para hilvanar disparates.

Bueno… todo eso sucedió. 

La mala noticia es que ese es el mundo que nos ha tocado. La buena es que ahora no hay razones para descartar que pase algo igualmente sorprendente pero radicalmente distinto.

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