«Yo, en nombre de todos mis compañeros, entrego a ti, que representas a los alumnos de 5to.º año, esta antorcha de democracia, de justicia, de paz y de gloria, para que la sostengas mejor aún que como nosotros la sostuvimos, a fin de que nunca se desmienta que ella representa el cielo, símbolo de todo idealismo, de toda luz y de toda esperanza.»
«Yo, en nombre de todos los niños que aún permanecemos en esta casa, en compañía de los nobles maestros, recojo la bandera de la escuela compenetrado de lo que ella representa como gran honor.»
Estas palabras forman parte del protocolo de cambio de abanderados en nuestro país y son recitadas cada fin de año, sobre todo en las escuelas urbanas. La solemnidad del rito escolar refleja cuán profundo es el valor simbólico de la bandera en la vida educativa uruguaya. Sin embargo, detrás de este gesto cargado de patriotismo y tradición se abre un debate: ¿quiénes tienen derecho a portar este símbolo y qué criterios determinan esa elección?
Los centros escolares son espacios de encuentro de niños diversos, con ritmos propios de aprendizaje, actitudes y experiencias distintas. Aunque hoy parezca obvio, no siempre fue así de visible; las aulas también eran diversas, pero se tendía a la homogeneización de las propuestas. Durante décadas, el éxito escolar estuvo pautado por parámetros rígidos: un currículo uniforme, metodologías únicas de enseñanza y docentes posicionados como dueños del saber. Quienes no alcanzaban los niveles conceptuales considerados «adecuados» para cada grado recibían una marca difícil de borrar: el «fracaso escolar». Lamentablemente no podemos hablar de ese fracaso en tiempo pasado. Aun en un contexto de cambios de paradigmas, persisten prácticas tradicionales que responsabilizan al niño o a su familia por lo que no aprende. Sin embargo, también se llevan adelante transformaciones significativas: organización de grados en ciclos, proyectos de trabajo personal con cada niño para acompañar de la mejor manera su trayectoria, adecuaciones de acceso a las propuestas áulicas, perfiles de egreso por ciclo y no por grado, redes conceptuales que buscan mayor flexibilidad pedagógica. La responsabilidad del aprendizaje ya no recae únicamente en el estudiante, sino que involucra a todos los actores educativos.
Hoy asistimos al debate sobre la figura del abanderado. En las escuelas rurales, esta práctica adquiere un matiz particular: suele transformarse en un acto profundamente democrático. En muchos casos, el número de estudiantes no alcanza para cubrir las banderas, y entonces se invita a participar a la auxiliar de servicio, a los padres o, simplemente, los mástiles de metal pasan a ocupar el lugar de «compañeros» en el cuadro de honor. Cuando no hay niños de quinto año, los destinatarios establecidos por el reglamento, la bandera se asigna a quien pueda sostenerla, de manera rotativa. Así, el símbolo deja de ser un premio basado en el mérito o la competencia, para convertirse en un espacio compartido que refleja la colaboración, la inclusión y la pertenencia comunitaria.
El portal de la Dirección General de Educación Inicial y Primaria recuerda que la idea de «aprender juntos» es central en la educación pública uruguaya. Este principio se remonta a José Pedro Varela, que en los años fundacionales de la enseñanza primaria afirmaba: «aquellos que se han encontrado juntos en los bancos de una escuela en la que eran iguales y a la que concurrían usando un mismo derecho, se acostumbrarán fácilmente a considerarse iguales». La igualdad como horizonte educativo, por tanto, no es una aspiración reciente, sino un sello identitario que atraviesa la historia de nuestra escuela pública.
La diversidad en primera persona
José cursa cuarto año de Educación Primaria. Su trayectoria, como la de tantos otros niños, nos interpela directamente sobre el sentido de la meritocracia escolar. Recursó segundo año y presenta un desempeño descendido en varias áreas. Escribe su nombre y redacta enunciados breves con ayuda constante. En Matemática muestra dificultades en todos los aspectos, limitándose a cálculos básicos y repetitivos. A primera vista, sus aprendizajes no alcanzan lo esperado para su edad.
Pero esa mirada incompleta lo reduce a una carencia. José tiene un lenguaje oral enriquecido y un interés genuino por la ciencia y la naturaleza. Con entusiasmo relata que existió un ave llamada «dodo», incapaz de volar por el tamaño de sus alas y extinguida tras la llegada de los marineros que la cazaban. No sólo reproduce lo que vio en un documental, sino que elabora conclusiones propias, argumenta con claridad y responde a las preguntas espontáneas de sus compañeros. En otra ocasión, participó en un concurso organizado por el municipio para diseñar una plaza infantil. Su propuesta resultó ganadora, revelando creatividad y compromiso.
José tampoco pasa desapercibido en su grupo: es querido por todos, amable, cariñoso y muchas veces actúa como mediador en conflictos. Sin embargo, como no domina aún la lectura y la escritura de forma autónoma, el sistema lo condena de antemano: nunca podrá ser abanderado.
Ejemplos como el suyo son comunes en nuestras escuelas. Niños y niñas que destacan en el arte, la tecnología, la oralidad o la convivencia, no logran cumplir con los mínimos académicos establecidos para el grado. Desde la lógica del viejo paradigma, estos estudiantes han «fracasado».
El mérito y sus límites
La meritocracia sostiene que el acceso y el ascenso dentro del sistema educativo son proporcionales al esfuerzo y la perseverancia del individuo, y que el origen social no debería condicionar los logros. En la práctica, esta visión resulta parcial y excluyente. El mérito no es suficiente ni aplicable a todos porque existen factores biológicos, sociales, económicos y culturales que atraviesan el aprendizaje. Negar esa diversidad es pretender que la población escolar es homogénea, cuando no lo es.
El sociólogo Francois Dubet (2004) lo expresó con contundencia: «la meritocracia escolar convierte las desigualdades sociales en desigualdades escolares, legitimándolas bajo la apariencia de justicia». En la misma línea, Michael Sandel (2020) advierte que el éxito nunca depende solo del esfuerzo personal, sino también de condiciones externas y oportunidades que no son elegidas. Como también señalan Veleda, Rivas y Mezzadri (2011), cuando la educación se desarrolla en un contexto de empobrecimiento y desigualdad, el margen para construir justicia educativa se reduce de manera drástica. Esa brecha no solo amplía las diferencias, sino que se convierte en una forma de violencia simbólica que termina por negar la diversidad cultural y excluir pedagógicamente a los estudiantes más vulnerables.
La sociedad tiende a validar estas prácticas. Para muchos, ser abanderado representa un reconocimiento incuestionable. Pero al mismo tiempo, instala una frontera simbólica entre quienes «llegan» y quienes quedan al margen. Los niños que no alcanzan esa meta pueden terminar creyendo que no hicieron lo suficiente, aunque sus condiciones de partida hayan sido radicalmente diferentes. Esta sensación de haber fracasado se transmite a las familias y se traducen en nuevas injusticias.
Por otra parte, la elección de abanderados incluye una primera selección de doce estudiantes según su rendimiento, conducta y, en caso de empate, asistencia. Luego, esos doce son sometidos a votación de toda la clase de quinto año. Este procedimiento, lejos de reforzar la transparencia, a menudo genera disconformidad entre adultos referentes y abre la puerta a prácticas poco éticas. No son ajenos los intentos de algunas familias por «asegurar votos» a través de favores o presiones, lo que convierte un símbolo educativo en un terreno de disputas que poco tiene que ver con la formación de valores democráticos.
El análisis de las calificaciones por rendimiento, conducta y asistencia merecería una discusión aparte. ¿Rendimiento en relación a qué parámetros? ¿La conducta se entiende como dominio del cuerpo o gestión emocional, manejo de la frustración? Son conceptos que ni siquiera los adultos logramos regular plenamente. ¿Qué lugar ocupan los niños tímidos, que no pelean ni ejercen violencia, pero tampoco participan y permanecen como espectadores: son considerados con «desajustes de conducta»? Y en cuanto a las asistencias, ¿es justo cargar sobre los niños la responsabilidad de los adultos que deben garantizar su concurrencia?
Muchos rezagos en el aprendizaje tienen raíces que exceden completamente la voluntad del niño. Algunos provienen de hogares donde la madre no pudo acceder a una alimentación adecuada durante el embarazo, donde hubo situaciones de violencia, o consumo de sustancias, o complicaciones en el propio nacimiento que dejaron huellas en el desarrollo neurológico o motor. A ellos se les suman factores biológicos y de contexto que se traducen en dificultades para aprender e integrarse en un aula diversa, que no son responsabilidad del niño e incluso de su familia. Sin embargo, cuando se aplican criterios rígidos de rendimiento o conducta pareciera que sí lo fueran.
En este marco, surge una contradicción dolorosa: se espera que los niños regulen sus emociones, frustraciones y comportamientos como si fueran adultos, aun cuando muchos de ellos atraviesan situaciones de hambre, violencia o silencio forzado en sus hogares. Pedirles que gestionen solos esa carga es exigirles demasiado, casi al límite de lo inhumano. Así lo plantea Laura Curbelo Varela en su libro Enseñar Preguntando (2025) y agrega que esas infancias vulneradas esperan encontrar en la escuela un espacio de cuidado y protección, no un escenario que refuerce la violencia simbólica a través de juicios, sanciones o premios y nuevas exclusiones.
En este punto, surge una contradicción central: proclamamos que todos los niños pueden aprender, pero reservamos el símbolo escolar más visible a unos pocos. Gabriela Salsamendi, directora general de Primaria, lo indicó al afirmar la necesidad de «romper con el régimen de abanderados». Su planteo interpela a repensar qué valores queremos destacar en la escuela: ¿la competencia individual o la pertenencia comunitaria?
Hacia un símbolo compartido
Hablar de justicia como si ésto fuese dar lo mismo a todos es, en realidad, perpetuar la injusticia. Porque los puntos de partida no son iguales. Pedir a un niño que logre el mismo resultado que otro, sin considerar sus condiciones biológicas, sociales o culturales, no solo es injusto: también erosiona la confianza de las familias, que cargan con el peso de la comparación y la frustración.
¿Seguiremos premiando a unos pocos en nombre del mérito, mientras proclamamos que todos pueden aprender? Si reconocemos que cada niño tiene un modo y un ritmo propios, ¿tiene sentido sostener prácticas que contradicen la justicia educativa que decimos defender?
Quizás ya sea tiempo de imaginar alternativas. Un soporte rotativo de la bandera permitiría que cada niño y niña tuviera la oportunidad de portarla en distintos actos. La bandera dejaría de ser un premio reservado a unos pocos para convertirse en un emblema compartido, recordándonos que lo que nos une como comunidad educativa está por encima de las diferencias individuales. Todos somos uruguayos, aunque aprendamos a ritmos diferentes. Y si tenemos compañeros de clase de países hermanos que quieran sostener «esta antorcha de democracia, de justicia, de paz y de gloria» bienvenidos sean, porque ese es el verdadero espíritu de nuestra idiosincrasia.