Autorretrato catártico de un uruguayo peronista

Dicen que los uruguayos no entendemos el peronismo. Nos lo dicen los argentinos cuando intentamos explicar lo que les pasa y usamos palabras como “izquierda” o “progresismo”. Pero también lo decimos nosotros. Cuántas veces tuvimos esa conversación entre uruguayxs, comentando el último evento delirante en las noticias que llegan de enfrente. Gestos de complicidad superada, negando con la cabeza pero sonriendo, como hablando de ese primo que siempre anda en cualquiera. Fascinación ambivalente. A veces queremos ser como ellos, y a veces menos mal que no.

Puede ser que nosotres no entendamos el peronismo, pero lo interesante es que ellos tampoco lo entienden. Es que la clave de los movimientos como el peronismo es el misterio, o como nos gusta decir, la mística. Hace unas semanas salió un libro de Gabriel Delacoste que se llama “El misterio de Alberto Methol Ferré”. No es un libro sobre el peronismo, pero explica esto muy bien. Dice: “Toda política de identidad (y el nacionalismo es la primera de las políticas de identidad) presupone la intransferibilidad de la experiencia y precisa que alguien no lo entienda. Uruguayo será aquel que no entienda al peronismo, que no lo sienta.”

Yo lo sentí alguna vez. Pero en ese momento el peronismo era algo bastante distinto de lo que parece hoy. Corría el 2009 y la diferencia entre kirchnerismo y peronismo no era relevante como ahora. Nadie se preocupaba por esas cosas. En ese momento lo que pasaba en Argentina era una de las versiones de la ola progresista latinoamericana. De hecho, una de las más radicales. Néstor Kirchner me había conmovido particularmente, cuando bajó los cuadros de Videla y Bignone en el colegio militar. “Proceda” le dijo al milico, y me conquistó. Después les dijo “no les tengo miedo”. Mi militancia había empezado en relación con la causa de los desaparecidos y acá el gobierno del Frente no había dado señales como esa. Ese gesto fue para mi el primer aviso de que en aquel peronismo había algo que me convocaba. 

En esa época salíamos con amigos del liceo a bailar a la Ciudad Vieja, los sábados. Me acuerdo que siempre llegaba tarde porque me quedaba viendo TVR (Televisión Registrada, el primer y único noticiero sobre la televisión argentina). Fui víctima de aquel brutal aparato de propaganda del que ahora los propios peronistas hablan con desdén desde la mesa de algún stream medio pelo. Hoy se burlan de aquellos programas, de la mesa de debate de “678”. De alguna manera los convencieron de que fueron demasiado lejos, de que no había lugar a la discusión, de que hubo demasiado “relato”. Si la discusión política hoy tuviera al menos una mínima fracción de la profundidad y la potencia que tenían esos debates, incluso concediendo sus excesos de fanatismo, no estaríamos donde estamos. Pero bueno, me enojo y me estoy adelantando.

No fui el único joven uruguayo seducido por esa intensidad. Hay una parte de la militancia de mi generación que se entusiasmó con el kirchnerismo. Es una generación que en Uruguay creció con el ciclo progresista, en un país donde la juventud, salvo contadas excepciones históricas, tiene un lugar secundario. Esto sumado a la matriz cultural de moderación y gradualismo, que nuestro progresismo no modificó, fue generando cierta ansiedad de acción política. En ese escenario, un proyecto político que invitaba a salir a la calle a bancar a su gobierno como lo hacían los peronistas, digamos que tenía una sensualidad especial. Creo que hubo algo de ese llamado a la participación política, y a hacerlo a fondo, que en parte explica nuestro entusiasmo.

Pero no fue solo eso. Escuchar a Cristina en ese momento era impactante. Si Néstor había marcado un camino, ella venía a profundizarlo. Su confrontación directa con los poderes económicos y mediáticos se parecía bastante a lo que yo entendía que debía ser la izquierda latinoamericana. Profundizó las políticas de memoria y DDHH de Néstor junto a las abuelas, avanzó en la nacionalización de sectores estratégicos, en la “agenda de derechos”, en la recomposición salarial y en la integración regional antiestadounidense que había delineado el “No al Alca”. En fin, más allá de listar cosas que me gustan, lo que quiero decir es que es difícil no ver en el kirchnerismo de esos años, más allá de sus limitaciones en las que ya vamos a entrar, un gobierno de izquierda. Y eso generó, insisto en esta palabra, entusiasmo.

Eventualmente, el ciclo progresista encontró sus límites. En general tuvieron que ver en todos lados con variaciones de precios internacionales de alguna materia prima, y con cómo los gobiernos fueron perdiendo margen redistributivo en relaciones de fuerza cada vez más desventajosas. Pero la forma de entender esos límites de uno y otro lado del río fueron diferentes. En Uruguay fue parte de la propia izquierda la que fue subiendo el volumen de la crítica frente a moderaciones y claudicaciones del gobierno. Es que nuestra tradición política –me refiero a la izquierda uruguaya–, al no renegar de su influencia marxista, nos permite observar las lógicas neoliberales y hablar del capitalismo sin tanta vuelta. No es que hablar del capitalismo nos haya servido de mucho tampoco, quiero decir, no es que esto implicó que el progresismo uruguayo llegara más lejos, pero creo que sí nos habilita a entender más claramente a qué nos enfrentamos. Para los peronistas eso es más complejo, digamos que no es una discusión que tengan saldada a la interna, y algo de anticomunismo está presente en el adn de todo peronista, incluso el más izquierdoso. Más allá de esto, todos los progresismos latinoamericanos tuvieron una relación ambigua con el neoliberalismo. Esto iba a ser necesariamente así, siendo gobiernos que en distinta medida avanzaron en políticas con orientaciones democráticas e igualitarias, en el marco del capitalismo neoliberal. 

En Argentina, paradójicamente, creo que los límites del modelo se prefiguran en la derrota del kirchnerismo frente a los productores agropecuarios por la suba de retenciones en el año 2008. El famoso “conflicto con el campo”. Digo paradójicamente, porque de esa derrota surgieron no sólo los límites, sino también la etapa más potente del proceso de politización kirchnerista en todos los planos, desde la política pública a la cultura y hasta en el terreno electoral. Pero mi visión es que la incomodidad económica que el gobierno empezó a sentir entre 2012 y 2013, y que se tradujo luego en incomodidad política, tiene que ver con ese conflicto que, con el voto “no positivo” del vicepresidente Cobos en la madrugada del 17 de julio de 2008, estableció nada menos que el margen de la renta agraria de la que dispondría la política. No es mi interés explicar la derrota que se avecinaba. Las razones nunca son únicas, pero lo cierto es que en 2015 el kirchnerismo perdió las elecciones y ya nada volvió a ser como antes.

El macrismo encontró una resistencia social que aún conservaba el envión de la “década ganada”. Cristina había terminado su mandato con una aprobación considerable y el salario en dólares de los más altos de latinoamérica. Además, ese fue el año de la explosión de la ola feminista, con el epicentro nada menos que en Buenos Aires, que con la discusión sobre el aborto legal funcionó como una suerte de profundización del proceso de politización de los años anteriores. Es decir, 2015 fue el año de la derrota electoral del kirchnerismo, pero no el de su derrota política. 

Eso llegó unos años después. El desastre del gobierno de Alberto Fernández desató una guerra interna que no parece estar por terminar. Hoy, las diferencias políticas programáticas entre los dos bandos mayoritarios, es decir Cristina y Axel, no son legibles para los mortales. Sin embargo, lo curioso es que siendo ambos herederos de la experiencia kirchnerista, el kirchnerismo es el que viene saliendo más golpeado. Mientras, las posiciones críticas al kirchnerismo por derecha a la interna del peronismo son las que parecen llevarse la mejor parte. Es que basta escuchar a cualquiera de los dirigentes, streamers políticos o referentes culturales que hace diez minutos (o diez años) eran los primeros militantes kirchneristas para ver cómo aquellas convicciones progresistas fueron desplazadas por un discurso ultranacionalista y conservador del orden y la familia tradicional. Esta reacción toma distintas formas que se entrelazan entre sí, el antifeminismo (“se pasaron tres pueblos”), el antiprogresismo (“nos pasamos de progres”), o una reivindicación nostálgica y varonil de una especie de “peronismo verdadero”, junto con la reiteración obsesiva de las palabras “patria” y “doctrina”. La propia Cristina, duela a quien le duela, no es ajena a este proceso.

A ver, dentro del movimiento peronista siempre hubo izquierdas y derechas, esto no es una novedad para nadie. A ellos no les gusta llamarse así ahora, pero de John William Cooke a López Rega, si querés llamales izquierda nacional y nacionalismo católico conservador, o pensamiento revolucionario y anticomunismo, pero el propio peronismo siempre fue arena de disputa. Esta dualidad existió siempre, y aparece en las lecturas sobre su origen. Como buen pensamiento verticalista, en parte está hecho de la discusión sobre cuál es su esencia. El libro de Gabriel sirve para entender esto también. Algunos, entre ellos el propio Perón, sostienen que fue un movimiento organizado desde arriba por una élite dirigente, que supo conducir a las masas populares y concitó el apoyo de la clase trabajadora en alianza con la iglesia y el ejército. Otros, como el dirigente sindical Cipriano Reyes, lo interpretan como un fenómeno desde abajo, una construcción de organización obrera que encontró en Perón un líder propicio. También hay discursos de Perón que podrían sostener esta interpretación. La tarea frente a esta tensión, creo, no es resolverla, sino entender que el peronismo contiene esa ambivalencia, y que ese núcleo hace posible los altísimos grados de flexibilidad y pragmatismo —por no decir ambigüedad— de sus liderazgos y orientaciones en la historia. Las dos tendencias operan y no se pueden considerar linealmente dos fuerzas en un enfrentamiento de suma cero, sino en un juego de máscaras, cooptaciones y llaves de jiu jitsu. Fuerzas populares consiguiendo alianzas circunstanciales con fracciones de la burguesía nacional para conquistar derechos, estrategias de las clases dominantes para domesticar la potencia de la organización popular.

Estas mismas tensiones, siempre presentes, son las que se ponen en juego hoy, en la rearticulación poskirchnerista del peronismo. La clave de esa recomposición está en la lectura de lo que el kirchnerismo fue, y en función de eso, lo que el peronismo puede ser en el futuro. Ofelia Fernandez dijo algo una vez que me quedó muy marcado: estamos comprando la narrativa que ellos hacen de nosotros. En ese momento “ellos” eran los antiperonistas de siempre. Hoy esa narrativa está adentro. Por ahora, el sentido común reaccionario parece el único discurso disponible: si los tiempos son derechistas, el peronismo ha de adaptarse, y ante la crisis, volver al padre. Si la figura central de la iconografía kirchnerista fue Evita, ahora es Juan Domingo. La centralidad de las mujeres como sujetos políticos ya no es tal, no sólo en los debates y las mesas de stream, también en las boletas. En 2015 cinco provincias eran gobernadas por mujeres, hoy ninguna. Pero la recomposición patriarcal del peronismo no se agota en el rol de las mujeres. Es también la afirmación de la verticalidad, no sólo en la organización sino en el pensamiento. Es el retorno a las verdades de piedra, a la doctrina abstracta, y por supuesto, a la religión como ordenadora de la política. 

Combatir esa abstracción patriarcal es entender que la potencia de los mejores años kirchneristas no está en ninguna bandera ni en ninguna canción, ni en ningún conjuro de una tradición, sino en un proyecto político transformador, que se despliega y expande en todo lo anterior. Ese proyecto, que fue el progresismo latinoamericano, tuvo sus límites y necesita ser criticado, pero no justamente por sus avances sino por sus concesiones. El kirchnerismo tuvo su 17 de octubre, y fue el 20 de diciembre de 2001. La lectura retrospectiva tiene que recordar esas asambleas, y considerar en qué medida el juego de cooptación terminó por asfixiar esas fuerzas sociales. Igual, como dijimos, esas fuerzas no se agotan en la institucionalización, y los gobiernos de Néstor y Cristina no pueden ser leídos sólo desde arriba, ni sólo desde abajo. Pero lo que seguro no puede pasar, es que la lectura única de ese proceso la haga la derecha.

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