Hace unos meses, que parecen años, escribí un artículo en el que narraba las extraordinarias semanas que siguieron al inicio de una guerra comercial mundial por parte de Estados Unidos en abril. Por unos días, el conjunto del sistema internacional crujió, abriendo la posibilidad de que ocurrieran todo tipo de cosas extrañas y terribles.
En un primer momento, todo indicaba que la jugada había salido mal, desatando una turbulencia económica, el pánico de sus aliados y la sensación de que el declive de Estados Unidos como principal potencia mundial se estaba acelerando. Pero esa sensación se disipó luego para dar paso a una nueva: la de una estabilización del proyecto trumpista y su dominio de la situación internacional.
En abril decía: “Con lo que quede después del contraataque del trumpismo, quizás se pueda hacer algo mejor”. En medio de ese contraataque estamos. La situación mundial se apoya sobre una crisis sistémica que tiene tres impulsores interrelacionados: la crisis ambiental, la disrupción tecnológica y la disputa geopolítica. Este último elemento tiene como principal tendencia el ascenso de Asia, con China como nodo central, que vuelve al lugar protagónico en el sistema-mundo que tuvo antes del inicio del dominio occidental hace cinco siglos.
La contraparte de este ascenso de Asia es el declive relativo de Occidente, y su nodo central, Estados Unidos. El trumpismo es una expresión de este declive, y la propuesta de una nueva estrategia, basada en un repliegue que asegure un área de influencia, el abandono de las instituciones liberales y una mayor agresividad (anunciada en el renombramiento del Departamento de Defensa en Departamento de Guerra) para prevenir que se metan demasiado con ellos en un momento de debilidad. En abril Estados Unidos declaró su liberación del sistema internacional que él mismo había creado. En un primer momento de inestabilidad, el mundo se le vino encima, pero era posible prever que retomara la iniciativa y montara un contraataque. Unos meses después, podemos empezar a vislumbrar los resultados de ese contraataque, y pensar la nueva situación. Si en ese momento estallaba la tormenta al fin del Imperio, ahora estamos en el ojo de la tormenta. Si las cosas parecen más estables, eso no es tanto porque se hayan resuelto las tensiones, sino porque estamos exactamente en medio de ellas.
A priori parecería extraño decir que Estados Unidos se está replegando, siendo que está tan activo y agresivo. El hecho de que esa agresividad estuviera dirigida en buena medida a sus aliados nos habla de que lo que está pasando es un intento de pasar de hegemón del conjunto del mundo al dominador directo de un área de influencia. Si en abril Europa dio muestras de que podía plantarse como un actor autónomo, los meses siguientes demostraron que no tuvo ni la consistencia para actuar como un bloque ni la fuerza para evitar capitular a las demandas estadounidenses. Los amagues de que Japón y Corea podían refugiarse junto a China no pasaron de eso. Uno a uno, decenas de países aceptaron las condiciones de renegociación del comercio bilateral que imponía Estados Unidos o, como lo dijo Trump, le besaron el culo.
Aquí en América Latina, Estados Unidos decidió afirmar con particular intensidad su intención de dominar directamente su área de influencia. Especialmente espectacular fue el rescate al gobierno de Milei que, luego de perder en la Provincia de Buenos Aires por más de 10% y sufrir una corrida cambiaria sin fondo, no encontraba cómo salir del espiral de destrucción. Fueron necesarios los 40.000 millones de dólares que Estados Unidos puso arriba de la mesa para dar algo de estabilidad. Argentina se constituyó así en protectorado estadounidense, firmó un acuerdo comercial y Milei respira tranquilo. Del otro lado del continente, Estados Unidos desplegó una imponente armada en el Caribe frente a Venezuela, incluyendo miles de marines y el portaaviones más grande del mundo. Desde allí, disparan a lanchas en las que luego dicen que había narcotraficantes, matando ya a 83 personas. No es evidente cuánto el gobierno de Maduro, que ya venía con serios problemas económicos y de legitimidad, puede aguantar. No es menor, por cierto, que Trump hace contra el perfectamente democrático Petro, el presidente de Colombia, acusaciones similares a las que hace contra el autoritario Maduro, dejando claro que esto no se trata de eso. Así se ve un intento de establecer la dominación directa de una zona de influencia.
En toda la región se vive un retroceso de las izquierdas, los progresismos y los nacionalismos populares. A la victoria de Milei se sumaron victorias electorales de derecha en Bolivia y Chile y el insólito premio Nobel de la paz a María Corina Machado, que señala que la opinión liberal occidental está dispuesta a apoyar una guerra de agresión estadounidense en América del Sur. Nuestras sociedades viven procesos de degradación social y crecimiento de la violencia en los que narcotraficantes, paramilitares y otras figuras del estilo se hacen moneda corriente. Es cada vez más palpable el riesgo de que América del Sur sea el teatro de una guerra por proxy entre potencias.
El Brasil de Lula se mantiene en pie. Bolsonaro fue condenado por su intento de golpe de estado, a lo que Estados Unidos respondió con aranceles punitivos, que a su vez permitieron a Lula presentarse como un defensor de la soberanía y usar es envión para hacer algo de populismo económico. La justicia brasileña se mantuvo firme, y ahora Bolsonaro no solo está condenado, sino directamente preso, con una condena de 27 años. El misma justicia brasileña que hace pocos años derrocaba a Dilma y encarcelaba a Lula, ahora va con la misma intensidad en dirección contraria. Pareciera que la élite brasileña (los industriales, el Supremo Tribunal Federal, el centrão, la Globo, Itamaraty) entendieron que un retorno de la extrema derecha implica una subordinación total a Estados Unidos y la liquidación del proyecto de Brasil como una potencia regional capaz de jugar en el mundo.
Pero no es evidente que este delicado equilibrio se pueda mantener. Brasil, integrante del Brics, mantiene viva la disputa por la autonomía de América Latina, pero cada vez más solo. Si Brasil cae nuevamente en las garras de la extrema derecha, se habrá cerrado definitivamente el ciclo que se abrió con el “No al Alca”. En su libro del año pasado, nuestro ministro de economía reflexionaba sobre esto: decía que aunque el principal socio comercial de Uruguay sea China, debemos entender que somos parte del área de influencia de Estados Unidos, y las consideraciones económicas no pueden estar por arriba de esto. Esa idea, y la extrema agresividad de Estados Unidos, parecen orientar la política exterior uruguaya de rechazar la oferta de ingresar al Brics y hacer silencio sobre el genocidio israelí en Gaza. Si a eso sumamos los elogios de Orsi a los campos de concentración de Bukele y la celebración del Transpacífico, que obligaría a Uruguay a remodelar partes centrales del sector público, pareciera que Uruguay ya asumió la nueva situación de una América Latina conservadora y alineada con Trump.
Por algo nos dicen el patio trasero. Aunque la decadencia estadounidense sea un hecho, eso no hace que nos lo vayamos a sacar fácilmente de encima. Imaginemos que estamos, por ejemplo, en Siria en 1900. Que el Imperio Otomano esté hace más de un siglo en decadencia no hace que estemos menos dentro suyo. Si a Estados Unidos las demás potencias le reconocen América del Sur como área de influencia, tenemos para mucho. De todos modos, ni esta situación está definida, ni la lucha popular está totalmente ahogada. Así lo muestran las protestas en Perú y el resultado del referéndum de Ecuador, en el que el presidente derechista Álvaro Noboa puso a votación la posibilidad de instalar bases militares extranjeras y de reformar la constitución, y perdió de forma tan sorpresiva como contundente. Vemos que el avance de las derechas y el trumpismo, aunque palpable, se encuentra con considerables resistencias y ocasionales contragolpes. Pero si se abre un nuevo ciclo de izquierdas en América Latina, este no será un retorno del que está terminando.
Pasemos a Medio Oriente. Este año estuvo marcado por el genocidio israelí en Gaza que mató a decenas y quizás cientos de miles de personas. Esta situación tuvo múltiples derivaciones en la región, con una guerra en la que Israel e Irán intercambiaron misiles, poniendo a prueba el domo de hierro israelí y la capacidad de Irán de soportar ataques directos a su capital y asesinatos de sus mandos militares, a lo que se sumó la intervención estadounidense, con una megabomba sobre un complejo nuclear subterráneo de Irán. Israel también atacó a Siria y sigue atacando al Líbano, exigiendo un desarme de Hezbolá, lo que implicaría un cambio mayor en las relaciones de fuerza en la región. Atacó también a Qatar, asesinando a los negociadores con quienes supuestamente buscaba un acuerdo de paz. Ese plan finalmente llegó, pero no tanto por un acuerdo entre Israel y los palestinos, sino entre Israel y Estados Unidos. El plan pone a Gaza bajo el mando de una alianza de desarrolladores inmobiliarios con Tony Blair, uno de los carniceros de Bagdad, como virrey. La mayor parte de los países árabes, además del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, aprobó este plan, lo que asegura a Estados Unidos un pie en Oriente Medio como parte de su área de influencia. Este acuerdo no debe ser entendido como un camino hacia una imposible solución de dos estados, sino como un paso adelante en la política israelí de anexión y limpieza étnica, a la que la clase política y la población israelí no renunciaron, y que hoy están en mejor posición que llevar adelante que antes. Para el resto del mundo, una advertencia: el exterminio de la población es una forma aceptable de resolver un conflicto político.
Mirando el mapa de Eurasia, es impresionante que la otra guerra de este año suceda exactamente en el mismo meridiano: el 35º E. Esa línea parece ser el límite de las zonas de influencia, donde termina Occidente y empieza Asia. A pesar de que Ucrania intentó romper la inercia de la ofensiva rusa con su invasión de Kursk y sus ataques a refinerías y objetivos militares en el interior profundo de Rusia, eso no dio un vuelco a la guerra, que Rusia está ganando. En las últimas semanas, con la caída de ciudades como Pokrovsk y Siversk, más los avances cada vez más rápidos en varias zonas del frente, hacen pensar en que Ucrania ya no tiene capacidad de resistir, y que es inminente una resolución en la que se reconozcan las conquistas rusas, y se impongan limitaciones a la autonomía política y la capacidad militar de Ucrania. Europa se niega a este resultado, pero Estados Unidos, que busca un reconocimiento mutuo de zonas de influencia, lo promueve. Estados Unidos parece entender mejor que Europa la nueva realidad multipolar. Pero aunque en lo inmediato el resultado no vaya a ser presentado como una derrota estadounidense, sí muestra que Rusia, por muchos años tratada como una potencia en declive, es capaz de sostener una guerra convencional indefinida, aún si del otro lado hay un enemigo apoyado por la OTAN. Para el resto del mundo, otra advertencia: los países grandes pueden invadir a los más chicos y anexarse su territorio sin mayor ceremonia.
El cuadro se completa si vemos el Sahel, la otra frontera de la zona de influencia occidental. Allí, la expulsión de Francia y la formación de la Confederación del Sahel, además de la guerra civil en Sudán, muestran una confusa lucha entre intereses rusos, occidentales y árabes en la que milicias yihadistas (que están sitiando la capital de Mali) y ejércitos nacionales se disputan el control de la situación, con altísimos niveles de violencia. La lucha por la soberanía de África, en medio de la disputa entre potencias, también es incierta.
Vemos que la política de fuerza bruta e intimidación estadounidense dio resultado en la estabilización de su área de influencia y el disciplinamiento de sus aliados. Pero las turbulencias de abril mostraron lo frágil de esta estabilidad: por encima de cierto umbral de turbulencia, incluso aliados dóciles como Europa o Japón se muestran dispuestos a coquetear con China. Esto se agrava si prestamos atención a la inestabilidad de la situación interna de Estados Unidos.
Trump goza, en principio, de mayorías en las dos cámaras del Congreso y la Corte Suprema. Sus presiones sobre las universidades, los medios y los gobernadores y alcaldes opositores lograron ahogar muchas críticas y resistencias. El Proyecto 2025, que busca transformar a Estados Unidos en un autoritarismo electoral, está en marcha, con el apoyo de los Thiel, Karp y Yarvin, los reyes filósofos de Sillicon Valley. Sin embargo, la cosa no es tan tranquila. Los demócratas, mientras siguen lamiendo las heridas, aun estando en minoría, cerraron el gobierno federal por más de un mes al negarse a votar una ley de financiamiento. Además ganaron varias elecciones estatales y regionales, entre las que se destaca la victoria del socialdemócrata Mamdani en Nueva York. La Suprema Corte, mientras tanto, tomó una demanda en la que va a estar en juego si se le quita a Trump el poder de poner aranceles unilateralmente, es decir la principal herramienta de su estrategia internacional. El país vive además un clima enrarecido, en medio de enormes protestas, violencia política (destacándose los asesinatos al CEO de UnitedHealthcare por parte de Luigi Mangione y del mediático conservador Charlie Kirk) y la confirmación de la cercanía de Trump (junto a buena parte de la élite estadounidense) con la red de pedofilia dirigida por Jeffrey Epstein. Este cuadro no pinta a un país especialmente estable.
Pero quizás el punto crítico de la inestabilidad está en el terreno económico. Estados Unidos nunca terminó de recuperarse de las recesiones de 2008 y 2020, pero mantiene un crecimiento económico y un mercado laboral relativamente estables. El problema es que el principal impulsor del crecimiento son las inmensas valuaciones e inversiones de las “siete magníficas” (Aplhabet, Amazon, Apple, Meta, Microsoft, Nvidia y Tesla) por el boom de la inteligencia artificial. El juicio de los expertos está dividido sobre si esta es una tecnología que va a cambiar el mundo y desatar un nuevo ciclo de aumento de la productividad, o si es una burbuja que va a dejar a todo el mundo con el culo al aire. Las dos cosas, en realidad, pueden ser ciertas al mismo tiempo. Si la burbuja estallara, la política estadounidense sufriría un sacudón. Los empresarios del sector lo saben, y se comportan como too big to fail, especulando sobre un rescate estatal por razones de seguridad nacional en caso de una corrida bursátil.
Las especulaciones se han puesto un tanto delirantes, incluyendo predicciones apocalípticas de automatización total o fin del mundo. La realidad probablemente sea menos épica pero igual de horrible: la inteligencia artificial va a permitir más despidos, sofisticar la represión y profundizar la enmierdificación de la experiencia digital. La pregunta es si la IA va a poder relanzar la productividad y las ganancias, salvando al capitalismo mundial del estancamiento. O sea, si estas inversiones salen bien, Estados Unidos tiene una chance de ponerse nuevamente al frente de una reestructuración capitalista. Si salen mal, volvemos a un escenario de aceleración de la decadencia. Estos días, las bolsas y los medios financieros se tambalean en “la peor semana desde abril”... y ya sabemos lo que pasó en abril.
Si Trump fue exitoso en disciplinar a sus aliados, no lo fue tanto en su intento de intimidar y dispersar a los Brics. Intentó forzar a la India a dejar de comprar petróleo ruso con sanciones y aranceles, y no lo logró. Intentó forzar a Rusia a sentarse en la mesa de negociación en sus términos y, eventualmente, separarla de su alianza con China, y tampoco lo logró. Intentó que Brasil desistiera de perseguir los crímenes de Bolsonaro, y no lo logró. Intentó imponerle condiciones comerciales a China con la guerra comercial y, cuando China respondió prohibiendo la exportación de tierras raras a Estados Unidos, tuvo que firmar un acuerdo que fuera adecuado para los reclamos chinos, en una reunión en Corea del Sur en la que Trump intentaba hacer chistes y Xi ponía cara de piedra. Los intentos de aislar comercialmente a China fallaron, e incluso China fue el mercado que sustituyó a Estados Unidos en los períodos en los que los aranceles impedían comerciar con ellos. Mientras, construye (no tan rápido como se especulaba en abril, pero a paso firme) las instituciones y los medios técnicos para crear un sistema de pagos internacional por fuera del dólar y, por lo tanto, inmune a las sanciones occidentales.
China ha logrado mantener la guerra lejos de su vecindad inmediata: el meridiano 35 está a una prudente distancia de Beijing. China, además, hizo algunas demostraciones de fuerza diplomáticas. Mientras Estados Unidos intimidaba a los países de a uno, Xi hacía giras y grandes reuniones. Primero su gira por Vietnam, Camboya y Malasia. Luego la reunión de la Organización de Cooperación de Shangai, con la presencia de 24 jefes de estado y de gobierno. Y, finalmente, un impactante desfile militar en Beijing para celebrar el 80 aniversario de la victoria sobre Japón en la Segunda Guerra Mundial, con la participación de 26 mandatarios. Las tensiones en torno a Taiwán siguen ahí. Es de suponer que a nadie en Asia le conviene una guerra que reventaría a la economía mundial, a pesar de la escalada retórica entre China y Japón de las últimas semanas. Pero algún tipo de resolución es inevitable: China reclama a Taiwán como parte integral de su territorio (y la mayor parte del mundo, aunque haga de cuenta que no, se lo reconoce), pero Estados Unidos no va a permitir que esto se haga realidad. El tema fue tratado en una llamada telefónica reciente entre Trump y Xi, sin que quede claro hacia dónde se encaminan esas conversaciones. Cuando haya novedades en ese frente, vamos a saber que la relación de fuerzas entre las dos grandes potencias decantó en una dirección o en otra.
El contraste entre la actitud de estas potencias pudo verse en las negociaciones sobre cambio climático en la COP. Mientras Estados Unidos se desentendió, no enviando ni siquiera un equipo negociador (difícil ser un hegemón desentendido de los problemas del conjunto); se supo que China había sobrecumplido sus objetivos de emisiones, logrando mantener o reducir sus emisiones en los últimos 18 meses. Cosa que es verdaderamente notable para un país industrial, que tiene todavía millones de personas en la pobreza, genera electricidad con carbón y está bajo una intensa presión geopolítica. Esto resalta que algunos elementos del modelo chino, en el que el estado tiene una gran capacidad para imponer condiciones al capital y ejercer una planificación de las inversiones, pueden ser la clave para enfrentar algunos de nuestros problemas acuciantes. De todos modos, que el edificio donde se desarrollaron las negociaciones de la COP se prendiera fuego no es un buen augurio. Las resoluciones finales de la conferencia no ofrecen ningún resultado tangible que permita pensar que se va a hacer algo para evitar un calentamiento global catastrófico.
Estamos en medio de una crisis del metabolismo entre el ser humano y la naturaleza, al mismo tiempo que de una revolución de las fuerzas productivas (inteligencia artificial, pero también automatización, biotecnología, etc.). Esto, al mismo tiempo que se reorganiza el concierto de las potencias a nivel mundial, en medio de un cambio del centro de gravedad económico del mundo. Es de esperar que vivamos, en los próximos años, grandes cambios, incluso mayores que los que vivimos en las décadas que pasaron. El tiempo histórico está acelerado, y cada semana sucede algo que podría ser contado como un evento relevante en la historia universal.
Lo que, por lo menos, nos dice algo: las reglas de la política ya no son las de los pacíficos, liberales y centristas años 90. Tampoco las de los progresistas años 2000. Es un momento nuevo, en el que van a ser posibles cosas que hoy solo están enterradas en el fondo de nuestras pesadillas y nuestros sueños. El abril decía: “No estamos ante el fin del mundo, sino ante el fin de un mundo.(...) Respiremos un segundo. Es posible que lo peor esté por venir. Pero hay algo del otro lado. Es el momento de dejar atrás el pesimismo cómodo”.
Entonces traía a colación el hexagrama 51 del I Ching, llamado Chen, “la conmoción”. Este símbolo, compuesto de dos truenos, habla de un terrible shock. Una interpretación usual dice: “la Conmoción aterra a cien millas, y él no deja caer el cucharón sacrificial, ni el cáliz”. Se evoca la imagen de un sacerdote que es sorprendido por el borbollón en medio del ritual. Sin embargo, no pierde la calma ni la atención, y continúa su tarea.
