Si saliéramos a la calle y prestáramos atención al suelo, como hacen los niños, pronto nos toparíamos con un camino de hormigas. Siguiéndolo, nos sorprendería lo lejos que va. Cada hormiga marcha hacia donde tiene que marchar. Cargando cosas que son varias veces más grandes y más pesadas que su propio cuerpo: una hojita para comer, un palito para construir, un pétalo, quién sabe para qué. A ellas no les asustan las escalas absurdas, van de a poco, de a muchas, sin parar. Si algún torrente de agua las dispersa, se vuelven a encontrar, rodean el agua y continúan.
Las hormigas no se complican mucho. Construyen con lo que tienen, sea barro, basura o semillas de mandarina. Aprovechan lo que queda de antes y se adaptan a lo que tienen alrededor. Siempre están ahí, construyendo, pase lo que pase. Si sus cuerpos y estrategias evolucionaron para adaptarse al campo de igual manera prosperan en la ciudad. Y cuando la ciudad se venga abajo, ahí van a estar. No es que las catástrofes no las afecten, pero tienen cosas que hacer. En cualquier situación que venga va a haber cosas para hacer.
Nos han pateado el hormiguero. Corremos para cualquier lado. Lo construido se vino abajo, no es la primera vez. Muchas murieron defendiendo lo que intentábamos construir. Rodeadas de lo perdido, conjeturamos lo que podría haber sido, recordamos a las caídas. Al no poder imaginar un futuro delante, apelamos a lo que quedó atrás. Nos sentimos diminutas frente a lo que se hizo antes: décadas después, nos seguimos apoyando en las ideas, las instituciones y los edificios de momentos que nos precedieron, que también son ruinas de fracasos anteriores. Quedamos muchas menos de las que éramos y todo se hace demasiado trabajoso. Nos enojamos con las que están en otra, y ellas se enojan con nosotras, cuando pesadeamos con nuestros reclamos. No nos terminamos de recuperar, y encima todo tuvo que parar por la peste. Cuando por fin salimos, todo estaba raro. Nuestras palabras ya no funcionaban.
Pareciera que nos hemos olvidado de cómo vivir juntas, de cómo resolver los problemas que tenemos por delante. Asistimos a una crisis ambiental y a una degradación social insoportable. Se normalizan las guerras y el autoritarismo crece. Las cosas van de mal en peor y sostener la vida cotidiana nos fuerza a hacer de cuenta que lo que pasa no pasa. Como si no quisiéramos verlo. Todo está muy quieto. El cinismo es parte de la cotidianidad, solo se habilitan discusiones y propuestas estériles y nulas soluciones a un mar de incendios. Pocos son los espacios donde se discuten ideas y se proponen transformaciones radicales.
Entonces corremos en cualquier dirección, intentando solucionar los temas del día, sin atrasarnos. Para después perder el tiempo mirando el celular. Claramente, los problemas son enormes: violencia, tecnología, cambio climático… Y nosotros tan diminutos. Uruguay está tan lejos de todo y es tan impotente que parece mejor preocuparse por nuestras cosas.
Pero en la enormidad del todo, las hormigas rojas, las del Río de la Plata, son una especie invasora en Europa y en Estados Unidos. Crean nuevos hormigueros por todas partes. Lo que funciona en nuestras praderas y ciudades, viajó de colado en algún container de soja, y funciona en todos lados. No hay razón para pensar que lo que hagamos acá sea necesariamente irrelevante. Hace un siglo era plausible pensar que aquí se estaba construyendo la utopía que iba ser ejemplo para el mundo entero. También, hace cincuenta años era razonable la idea de que en este rincón de América Latina se jugaba la posibilidad de desequilibrar el dominio imperial. Pareciera que las hormigas nunca estuvieran quietas. Hablamos de trabajo de hormiga cuando hablamos de algo que se hace con paciencia infinita, sin despreciar lo chiquito, confiando en que a nivel agregado sus efectos pueden ser grandes. Como lo hacen los militantes. Pero entre las hormigas, la hormiga roja se destaca no tanto por su constancia sino por su agresividad para picar y su capacidad de crear supercolonias por las que circulan hormigas de muchos hormigueros.
Si castiga la helada, las hormigas se quedan bajo tierra. Construyen túneles, hacen reparaciones, se juntan para conservar el calor. Sabiendo que cuando empiece a asomar el sol, habrá que salir a la superficie y construir nuevos senderos. Cuando parece que no está pasando nada, lo que pasa es que no vemos lo que pasa. Estamos seguras de que existen muchos más hormigueros de los que conocemos, y queremos encontrarnos, construir los túneles y los senderos, y que se sienta que el piso se mueve.
Decíamos que los militantes somos como las hormigas. Hormigas que hacen, pero también hablan y escriben. Inventan formas de hacer y de vivir. La militancia se continúa en la escritura y la escritura en la militancia. Queremos darle lugar a las cosas que se están pensando. Estamos mirando lo que nos pasa porque nos interesa intervenir. Somos una parte de la naturaleza que toma conciencia.
Como las hormigas, nos toca recorrer sin pedir permiso las discusiones que faltan, abrir los debates de las transformaciones radicales. Es necesario caminar entre el pasto, trepar los ladrillos y atravesar los muros. Queremos construir un hormiguero en el que todas aporten y se beneficien de ese trabajo. Somos concientes de que la tarea de recrear la vida es siempre colectiva. Como las supercolonias, si nos encontramos en los senderos la construcción de ese futuro va a crecer.