1. Los problemas de la oposición entre liberalismo y populismo
En los últimos años, en muchos países, la política se presenta como una disputa entre liberalismo y populismo. Muchas dimensiones de la política parecen organizarse según este eje: los defensores del orden liberal global contra los nacionalistas que defienden la soberanía de los países; los partidarios del libre mercado y del individuo contra los estatistas y los comunitaristas; quienes tienen una sensibilidad progresista contra quienes defienden ideas tradicionales de lo popular; el Atlántico Norte u Occidente contra el ascenso del resto del mundo; la democracia liberal pluralista contra un autoritarismo centralizador.
Para los liberales, lo que estamos viendo es una gran lucha entre la democracia y el autoritarismo, en la que el autoritarismo “iliberal” está venciendo. Los liberales ven cómo sus grandes instituciones se tambalean. Del otro lado, los populistas (vagamente asociados al ascenso de la ultraderecha) se ven a sí mismos como los grandes intérpretes de la época. Celebran la vuelta del estado y la nación contra el globalismo, y entienden al presente como una lucha o un concierto entre grandes potencias.
Muchos analistas y políticos dan por obvio este marco para pensar el presente, a pesar de que tiene muchos problemas. El primero, y más evidente, es que la oposición entre estas posiciones es mucho más entreverada que la que este esquema permite ver. Quizás el ejemplo más visible son los llamados libertarians, como el presidente argentino y varios personajes en el entorno del estadounidense: en este último, el iliberalismo populista y el liberalismo parecen funcionar juntos perfectamente bien: los liberales de más alto perfil en el mundo desprecian las instituciones internacionales, al progresismo, incluso a ideas elementales de libertad individual o pluralismo, como el derecho a la protesta o la variedad de formas de vida. Al mismo tiempo, el significado de la palabra “populista” es altamente ambiguo, y se usa tanto para nombrar a posiciones posfascistas como a movimientos democráticos e igualitarios.
Relacionado a esto, aparece otro problema: no es evidente dónde entra, en esta oposición, la izquierda. Según la sensibilidad y la historia de cada quien, la izquierda puede estar para algunos del lado de lo democrático y lo progresista; mientras que para otros está del lado de lo popular, lo comunitario, el multipolarismo y el estado. Pero ambas opciones tienen problemas. El primero de ellos es que, en el discurso de la izquierda del siglo XX, no solo no hay oposición entre lo popular y lo progresista, sino que estas palabras podían nombrar dimensiones no especialmente controversiales de un proyecto emancipador.
Podemos decir, entonces, que hay izquierda de ambos lados de esta oposición, pero que la izquierda no está, como tal, subsumida bajo ninguno de ellos. El problema es que, en la medida que la política se piensa y opera efectivamente según esta oposición, la izquierda es anulada como posición autónoma, y tiene que definirse o trasladar a su interior la disputa entre estas posiciones, desgarrándose. Pensar la política como una disputa entre liberalismo y populismo borra a la izquierda de la escena. Cosa que sin duda, resulta muy conveniente para liberales y ultraderechistas.
Esto no es un problema solo para una parte u otra de la izquierda. Vale para la revolucionaria, pero también para la reformista; para la occidental, pero también en el resto del mundo; para la posmoderna, pero también para la materialista. Incluso para las posiciones de izquierda que tengan fuertes simpatías por formas de un progresismo liberal-demócrata o por formas del nacionalismo popular, es conveniente meditar lo que se pierde al aceptar sin reservas una oposición entre liberalismo y populismo, y también estar atentos a las compañías en las que quedan los izquierdistas que se definen por una de estas dos posiciones.
2. Formas de visualizar la disputa política
Si la forma en que está planteada una discusión no nos rinde analíticamente o no nos sirve políticamente, conviene buscar alternativas. Existen muchos esquemas para entender y visualizar la disputa política. Si un problema de pensar la política como una disputa entre liberales y populistas es que anula a la izquierda, la alternativa evidente es la que entiende la política como una disputa entre la izquierda y la derecha, existiendo entre ellas posiciones intermedias.
La idea de una izquierda y una derecha, como se sabe, viene de la Revolución Francesa, por los lugares donde se sentaban los diputados revolucionarios y los monárquicos en la Asamblea Nacional, haciendo que, a partir de entonces, se llamara izquierda a las posiciones igualitarias y derecha a las más jerárquicas. La idea de que entre estas posiciones existe un espectro viene de los modelos espaciales de la ciencia política cuantitativa, a la que representar la ideología con valores numéricos le permite hacer operaciones estadísticas. Más allá de sus usos científicos, una virtud de este eje es que está instalado en el sentido común: todos tenemos una idea intuitiva de qué quieren decir expresiones como centro-izquierda o ultra-derecha.
Sin embargo, esta comprensión intuitiva tiene límites a la hora de usar estos conceptos. Es que “izquierda” y “derecha” no son conceptos políticos o ideológicos propiamente dichos, sino metáforas espaciales que nos permiten entender posiciones relativas: alguien puede estar “más a la izquierda” o “más a la derecha” que alguien más, pero no siempre es fácil entender cuál es el contenido sustantivo de estas posiciones.
De hecho, lo que se ubica en cada lado varía en el tiempo y el espacio. Para complicar aún más las cosas, en Estados Unidos suelen ubicar, en el lado izquierdo del espectro, a los liberals. Esto, porque en Estados Unidos la palabra “liberal” se suele asociar a posiciones a favor de la regulación de la economía, de la protección social y la tolerancia hacia los diferentes modos de vida. Cuando el sentido estadounidense de esta palabra se exporta, esto genera todo tipo de confusiones en los países en los que la palabra “liberal” está tradicionalmente asociada a posiciones favorables a la desigualdad, el libre mercado e incluso el autoritarismo.
Esta confusión, de hecho, está en el origen de la imposición de la actual centralidad de la oposición entre liberalismo y populismo. Como en Estados Unidos la izquierda socialista es históricamente marginal, se considera al liberalismo progresista como el límite al que puede llegar la izquierda. A su vez, las transformaciones de la derecha en los últimos años hacia un nacionalismo más crispado, una crítica a las instituciones republicanas y un proteccionismo económico, hicieron que se hablara menos de conservative y más de populist para nombrar a la derecha. Hoy, en todos lados se adopta esa forma de entender la política, aunque no encaje con la realidad de otros lugares.
La oposición entre liberalismo y populismo tiene en Argentina, por ejemplo, un significado exactamente opuesto al que tiene en Estados Unidos. Es que ni todos los liberales son de izquierda, ni todos los populistas son de derecha. El eje izquierda – derecha, así, no encaja del todo con la oposición liberalismo – populismo. A los liberales y los nacionalistas, de hecho, no les gusta hablar de izquierda y derecha, a las que ven como categorías quizás válidas para otros tiempos y lugares, si no directamente inválidas. Es que este eje les hace a ellos lo mismo que la oposición entre ellos le hace a la izquierda: los divide entre populistas o liberales de izquierda y de derecha, y los borra como posturas políticas específicas. Esto es un defecto del eje izquierda – derecha como herramienta analítica, porque no es conveniente perder esta especificidad.
En Uruguay, al igual que en buena parte de los países europeos, el eje izquierda – derecha funciona ubicando a las posiciones revolucionarias (comunistas, anarquistas, etc.) en la extrema izquierda y a las más jerárquicas (fascistas, monárquicos, etc.) en la extrema derecha, quedando de este modo las posiciones socialdemócratas en la centro-izquierda, las conservadoras en la centro-derecha y las liberales en el centro.
Esto último también es un problema, porque borra al liberalismo como ideología específica, al ubicarlo simplemente como una expresión del punto medio, la moderación y la ecuanimidad. Un caso extremo de esto es el esquema de la herradura, que es una versión modificada del eje izquierda – derecha, que se tuerce para que la extrema izquierda y la extrema derecha queden cerca, ilustrando así la vieja idea de que “los extremos se tocan”.
En la medida que el liberalismo es la posición que se suele ubicar en el centro, este esquema transmite la conocida idea de que todos los que no son liberales son básicamente lo mismo: autoritarios. Esta idea resuena porque refiere a hechos reales. Es cierto que los movimientos revolucionarios tienen momentos en los que la violencia, la centralización y la disciplina juegan un rol importante en el quiebre de jerarquías sociales y la imposición de la igualdad. También es cierto que, históricamente, existen zonas de fronteras entre la izquierda y la derecha radical: es sabido que Mussolini fue socialista o que la tradición de la izquierda nacional rioplatense tomó en los 50 elementos producidos por los intelectuales del “nacionalismo oligárquico” filo-fascista de los años 30. Pero este esquema, al iluminar esta realidad, disimula otra: que también existe una zona de frontera (por cierto, mucho más transitada) entre el liberalismo y la ultraderecha: en la Italia fascista y las dictaduras sudamericanas, liberales y fascistas colaboraron estrechamente para aplastar a los demás.
En buena medida, el esquema de la herradura existe para transmitir la idea de que la izquierda, especialmente las izquierdas socialistas o revolucionarias son necesariamente autoritarias, pavimentando el camino para instalar la extraña idea de que los nazis, en realidad, son de izquierda. Esto, además de ser un disparate histórico y teórico, tiene un defecto analítico considerable: borra la diferencia entre una revolución y una contrarrevolución.
De todos modos, el esquema de la herradura es interesante por ser un ejemplo de los intentos de dar cuenta de cosas que el eje izquierda – derecha no comunica. Otro ejemplo, más célebre, es el esquema de Nolan, que toma su nombre de su creador, David Nolan. En este esquema, el eje izquierda – derecha queda en el eje de las x, cruzado, en el eje de las y, por un eje libertarianismo – autoritarismo. Quedan definidos así cuatro cuadrantes: en el I queda la derecha autoritaria, en el II la izquierda autoritaria, en el III la izquierda libertaria y en el IV la derecha libertaria.
Este esquema es muy popular, especialmente en las redes sociales. Funciona porque permite ubicar en el espacio diferencias políticas relativamente sutiles, en dimensiones que no son reducibles de forma inmediata a un eje izquierda – derecha. Es importante, de todos modos, notar que David Nolan era un dirigente político del Partido Libertario estadounidense, uno de los núcleos donde se elaboró la ideología que hoy inspira a Javier Milei. En su formulación original, el eje izquierda – derecha está pensado como un gradiente de libertad económica, entendiendo a la libertad económica como libertad individual para disponer de la propiedad privada (no como libertad respecto de la penuria económica), representado por lo tanto la izquierda la menor libertad económica y la derecha la mayor. El eje libertario – autoritario era pensado por Nolan como un eje que va de la mayor a la menor libertad personal.
El esquema, así, está pensado para inducir al lector a pensar que la posición correcta es la que se ubica en el cuadrante IV, en el que se disfruta de ambas libertades. El problema es que, mal que le pese a Nolan, no existen posiciones políticas reales que se ubiquen allí. En los hechos, la imposición de una máxima libertad económica entendida como minimización de la protección social y maximización de la esfera del mercado y la propiedad privada implica necesariamente altos niveles de violencia y autoritarismo. Así lo ilustran la forma como gobiernan Milei o Elon Musk, y el pensamiento de los intelectuales que los inspiran: Peter Thiel, Murray Rothbard y Hans-Herman Hoppe.
Este esquema tiene un problema adicional, algo más sutil, y es que divide a la izquierda entre autoritaria y libertaria. Esta división, que tiene una tradición respetable (especialmente en el anarquismo) no se sostiene teóricamente. Es que el horizonte político de las distintas posturas revolucionarias es básicamente el mismo: una sociedad sin clases, propiedad privada de los medios de producción ni estado. El sujeto político al que se refieren estas posiciones también es el mismo: la clase trabajadora o, en un sentido más amplio, los sectores subalternos. Existen, sin duda, grandes diferencias estratégicas, históricas, estéticas y de política de alianzas entre las izquierdas, pero estas diferencias no necesariamente son ilustradas de la mejor manera por el esquema de Nolan.
De todos modos, este esquema tiene la virtud de pasar de un eje unidimensional a un plano, permitiendo visualizar una mayor gama de posiciones. Una alternativa debería mantener esta virtud, al mismo tiempo que evite sus problemas. Es importante, además, que esa alternativa nos permita pensar la política desde posiciones sustantivas, y no solo desde posiciones relativas como la izquierda o la derecha, de modo de que se entienda bien de qué se está hablando.
3. Una propuesta: el triángulo
La alternativa que propongo es trazar un triángulo que tenga en sus vértices al liberalismo, al comunismo y al verticalismo, entendidos como tipos ideales altamente abstractos y estilizados.
Empecemos por explicar estos vértices.
Del liberalismo venimos hablando bastante. A los efectos de este esquema, lo entendemos como la posición política que propone una forma de organización social cuyo fundamento son los contratos entre personas libres. Bajo esa organización, todas las interacciones humanas son entendidas como transacciones entre individuos, en las que éstos esperan obtener un beneficio. Esta perspectiva lleva implícita una idea trascendente de derechos individuales incondicionales, considerados exteriores a la dinámica social, fundamentalmente la propiedad y la libre disposición de ésta. Los individuos, en el liberalismo, tienen iguales derechos, y si el resultado de sus transacciones produce desigualdad, ésta es considerada legítima sin importar su magnitud, y nadie tiene derecho a nada que no logre obtener en las transacciones dentro del mercado. Para el liberalismo, la soberanía política no es más que una forma particular de contrato entre particulares, llegando los liberales más radicales a especular sobre la posibilidad de que la seguridad y la administración de justicia se gestionen de forma privada.
En el vértice inferior izquierdo, hablamos de comunismo y no de izquierda para hablar de posiciones sustantivas, y no relativas. Elegimos la palabra comunismo (y no otras, como socialismo o anarquía) porque es la forma más precisa y directa de llamar el horizonte límite del conjunto de las posiciones de izquierda. Llamamos comunismo a la posición política que propone una forma de organización social en la que todo es tenido en común, es decir, no existe la propiedad privada ni las clases sociales. No existe tampoco una soberanía política externa a quienes producen en común. La gestión se lleva adelante de manera colectiva y democrática. Esta forma de organización no se fundamenta en ninguna autoridad ni derecho externo a las capacidades colectivas, por lo que compone mejor con ideas inmanentistas. En el comunismo, la organización social se fundamenta en las necesidades y las capacidades de quienes la componen como seres corpóreos, y no en mecanismos abstractos. Usualmente llamamos “socialistas” a posiciones que, sin llegar a pararse en el vértice, apuntan hacia él y se piensan como transiciones en esta dirección.
Por último, la palabra “verticalismo” es elegida para nombrar a un conjunto de posiciones autoritarias: fascismo, ultraderecha, tradicionalismo, monarquismo, etc. El verticalismo es la posición política que propone una forma de organización social que se fundamenta en el mando, siendo su interacción social típica la orden y su acatamiento. Por eso, es un orden jerárquico, en el que cada persona tiene un lugar en una gran pirámide y en el que, por lo tanto, la desigualdad es legítima y, de hecho, conceptualmente necesaria. Esta pirámide tiene en su vértice a una persona que ejerce la soberanía política de forma inapelable. Esta soberanía, a su vez, es justificada refiriendo a una autoridad trascendente que da al soberano el derecho a mandar. Quienes están por debajo del soberano son protegidos por éste y, más que derechos, gozan de privilegios y concesiones otorgadas por él . El soberano garantiza que quienes están por debajo suyo cumplan con sus obligaciones entre sí, y se relacionen de forma armónica.
Naturalmente, estas formas de organización social no existen en el mundo real. Son, como dijimos, tipos ideales. Tampoco existen muchas personas cuya posición política reivindique estas posiciones en el extremo, aunque algunas hay (el liberalismo puro sin duda está de moda). El interior del triángulo, justamente, muestra la posibilidad de un espectro de gradaciones y puntos intermedios. Razonando de este modo, cada uno de los tres lados del triángulo puede ser pensado como un eje entre dos de estos extremos, mostrando que existen posiciones intermedias entre todas las combinaciones. Juguemos un poco a esto para ilustrar este punto.
En el eje que va del comunismo al liberalismo podemos encontrar, cerca del primero, a posiciones socialdemócratas, en el centro a posiciones progresistas (keynesianas, social-liberales o lo que en Estados Unidos se llama radlibs) y, más cerca del liberalismo, a economías sociales de mercado con algún grado de protección social y regulación. En el eje que va del comunismo al verticalismo podemos encontrar, cerca del primero, al socialismo nacional, en el centro a los populismos (en el sentido latinoamericano, no estadounidense, de la palabra), y más cerca del verticalismo a totalitarismos socialistas o corporativismos verticales. En el eje que va del liberalismo al verticalismo podemos encontrar, cerca del primero, a posiciones que suelen llamarse “liberales clásicas”, que reivindican a un estado juez y gendarme; en el centro a posiciones liberal-conservadoras o neoliberales, que reivindican la importancia de la autoridad para imponer y organizar los mercados; y, más cerca del verticalismo, a autoritarismos liberales en los que el mercado y la jerarquía de clase son protegidos por un soberano absoluto. Podemos imaginar, en el centro del triángulo, a un centrismo perfecto. Alguna forma de democracia cristiana o de peronismo clásico en la que la economía de mercado, la igualdad y la autoridad estén perfectamente balanceadas.
Del mismo modo que los vértices del triángulo son tipos ideales, el triángulo mismo también lo es. Raramente participan, en las disputas políticas en un momento y lugar dado, posiciones ubicables en todas las zonas del triángulo. A menudo, alguna zona del triángulo está anulada y la relación de fuerza impide que sean viables las posiciones ubicadas allí.
Encuentro que este triángulo puede ofrecer un esquema simple, fácilmente comprensible y útil para pensar las posiciones políticas en disputa.
4. El triángulo en la historia
La principal virtud de este esquema, probablemente, es que permite ilustrar los diferentes momentos de la disputa política en la modernidad. Llevar este esquema al análisis de situaciones históricas implica entender que las posiciones concretas que ocupan cada vértice (o la posición más cercana a ese vértice) en un momento dado van cambiando en la medida que las condiciones históricas van mutando. Evidentemente no es lo mismo, por ejemplo, ser verticalista en 1750 que en 1940.
Los vértices de nuestro triángulo empiezan a ser claramente reconocibles hacia la segunda mitad del siglo XVIII. Ese es el momento en el que la Ilustración radical (concepto acuñado por el historiador Jonathan Israel), que hasta entonces era un movimiento semiclandestino de intelectuales, empieza a tener una expresión política, que convoca enormes masas populares para un movimiento revolucionario. La Ilustración radical tenía su principal referencia en las ideas de Baruj Spinoza (un óptico y filósofo holandés de origen judío portugués), bajo cuya influencia elaboró una postura filosófica naturalista, acompañada de una postura política republicana o democrática. Estas ideas son el resultado de largos procesos que venían de la forma como la Europa cristiana elaboraba ideas que le llegaban desde el Este (griego y asiático) y el Oeste (americano), así como procesos internos, como el republicanismo italiano, la Reforma y las revueltas campesinas. La Ilustración radical era crítica de la religión y de la monarquía. Y conectó, en el último tercio del siglo XVIII, con las multitudes revoltosas del mundo Atlántico: esclavos, piratas, pueblos sometidos y masas de artesanos, comerciantes e intelectuales encontraron en ella las ideas con las que proyectar un futuro. La revolución francesa y las independencias de las colonias americanas fueron el punto culminante de este proceso. Al avanzar el siglo XIX, esta tradición revolucionaria empieza a producir ideas socialistas, anarquistas y comunistas y encuentra como sujeto histórico al movimiento obrero. Esto es lo que Marx y Engels anuncian en 1848.
La Ilustración radical fue acompañada por un movimiento emparentado, al que se ha llamado Ilustración moderada. Este movimiento proponía alguna forma de compromiso entre el impulso crítico y transformador de la Ilustración radical y las instituciones e ideas del Antiguo Régimen. De diferentes modos, pensadores como Descartes, Locke, Montesquieu, Hume o Kant propusieron composiciones entre monarquía y democracia, y entre trascendentalismo e inmanentismo. Las ideas de derechos individuales trascendentes y de una arquitectura constitucional que limite tanto el poder del soberano como las aspiraciones de la multitud surgen de aquí, y es así como surge el liberalismo, palabra que se comienza a usar en su sentido moderno (según Immanuel Wallerstein) en 1810. El liberalismo expresaba la posición de la burguesía, de las clases propietarias que se dedicaban a los negocios, que necesitaban reformas que limitaran la arbitrariedad y el derroche de la nobleza, pero deteniendo el impulso revolucionario antes de que llegue a amenazar a la propiedad privada y la estructura de clases. Muchos liberales serán partidarios de monarquías constitucionales, o de repúblicas en las que el elemento democrático esté lo más diluido posible.
Si la Ilustración apareció básicamente como una crítica de los privilegios y los prejuicios del Antiguo Régimen, de la reacción contra esta es que surge la tradición política que se llama, por ello, reaccionaria. Los defensores del antiguo régimen ven con horror a la revolución, y montan una defensa, y un contraataque. Muchos (incluyendo muchos críticos del Antiguo Régimen que sin embargo desean un restablecimiento de la jerarquía) empiezan a buscar o bien nuevas formas de religar el orden político a la tradición (De Maistre) o bien de encontrar nuevos fundamentos para la soberanía, tomando elementos de las nuevas ideas (Hobbes después de la revolución inglesa, Burke después de la francesa). La idea de monarquía empieza a ser sustraída por la de dictadura (Donoso Cortés) y, cuando empieza a parecer evidente que no se puede ignorar al desafío inmanentista, la cuestión social y la democracia, algunos intelectuales buscan nuevas síntesis que salven lo que se pueda de la jerarquía y la línea vertical (Nietzsche, León XIII, Rodó). Incluso aparecen formas de verticalismos legitimadas por versiones deformadas de las ideas y los símbolos de la revolución, como narró Marx en su famoso análisis de Luis Napoleón Bonaparte.
Luego de la Restauración de 1814, las posiciones revolucionarias tuvieron problemas para ser protagonistas de la política europea, aunque se mantuvieron siempre latentes y peligrosas, capaces de estallidos como los de 1848 y la Comuna de París. En la gran política, el siglo XIX fue una larga lucha entre verticalistas y liberales, con ventaja para estos últimos, que eran la vanguardia del establecimiento de un mercado mundial bajo la Pax Britannica.
La Primera Guerra Mundial marcó el fin de este período de dominio liberal. El crecimiento de posiciones socialistas y revolucionarias en general, que tuvo su punto culminante (pero no final) en la Revolución Rusa; el crecimiento de movimientos de liberación nacional que amenazaban con derrumbar a los imperios, incluyendo al británico; la aparición del fascismo como reacción autoritaria al peligro revolucionario; y el crack financiero de 1929, que destruyó la legitimidad de la idea de una autorregulación del mercado, sumieron al liberalismo en una profunda crisis.
Ante esta situación, los liberales debían elegir. Una posibilidad era unirse con los fascistas para defender a la propiedad privada contra los movimientos revolucionarios, produciendo para ello ideas elitistas que permitieran una síntesis teórica con el fascismo (así lo narra Ishay Landa). La otra era unirse a los revolucionarios en defensa de la libertad, formando frentes antifascistas. Finalmente, los herederos de la Ilustración moderada y la radical unieron fuerzas contra los oscurantismos fascistas, y los Aliados vencieron al eje. De la fracción del liberalismo que entendió que debía abrazar definitivamente la democracia, imponer fuertes regulaciones y desplegar capacidades estatales para evitar nuevas crisis económicas y sociales, surgió una forma de liberalismo igualitario y tecnocrático cuyo principal exponente fue el economista británico Keynes, y que marcó la impronta en la posguerra de la nueva gran potencia mundial, Estados Unidos. Un grupo de intelectuales liberales disidentes, liderados por el economista Friederich Hayek, se negaron a elegir, y se pusieron a trabajar en una reconstrucción intelectual del liberalismo desde sus fundamentos teóricos: eran los primeros pasos del neoliberalismo.
En este período, los verticalistas se proponían superar la lucha de clases apelando a la soberanía del líder, la ideología nacionalista y una organización social corporativista. A esto lo llamaban “Tercera Posición”. Esta autodefinición nos es útil para remarcar que la política del siglo XX es básicamente una lucha de tres, un triángulo.
Desafortunadamente para ellos, y afortunadamente para la humanidad, la derrota de los fascismos en la Segunda Guerra fue tan completa que estos dejaron de ser una postura política viable en la posguerra. Al establecerse la bipolaridad de la Guerra Fría, los verticalistas de ese tiempo debieron elegir: o su rechazo al materialismo y el igualitarismo comunista los motivaba a devenir fuerzas de choque del liberalismo estadounidense; o su rechazo al individualismo utilitario del liberalismo los llevaba al encuentro de movimientos nacionales, aunque estos tuvieran elementos socialistas. Incluso la Iglesia Católica, pilar del Antiguo Régimen y reducto de la reacción, con el Concilio Vaticano II, se abría a los nuevos pensamientos y habilitaba la proliferación de teologías liberales y socialistas. En Argentina, Perón logra, en un extraordinario acto de creatividad, transmutar un nacionalismo oligárquico e integrista en un movimiento popular democrático y notablemente igualitario, que se mantiene sin embargo firmemente dentro de los límites del capitalismo. Algunos intelectuales verticalistas, sobre todo en Europa, haciendo base en la España franquista y saludando a sus gigantes intelectuales Heidegger y Schmitt, se negaron a hacer cosas como estas. Eran los primeros pasos de la Nueva Derecha.
La Unión Soviética emerge de la Segunda Guerra victoriosa, pero también profundamente marcada por décadas de guerra civil, desastres, purgas y el autoritarismo de Stalin. El campo socialista fue hegemonizado en la posguerra por una forma de estatismo autoritario que buscaba, con los rudimentarios medios técnicos de esa época, establecer una economía planificada y centralizada, logrando muchos éxitos notables. Dentro de los Partidos Comunistas, en este período hubo numerosos intentos de buscar líneas de fuga que introdujeran formas más democráticas o descentralizadas de socialismo. Los intentos abortados en Hungría y Checoslovaquia, la desestalinización de Kruchev, el socialismo autogestionario yugoeslavo, la Revolución Cultural de Mao y el trotskismo eran caminos en esta dirección, con devenires muy desparejos.
Del otro lado de la Cortina de Hierro, florecían todo tipo de movimientos revolucionarios. Desde la infinidad de movimientos de liberación nacional que adaptaban las estrategias y las ideas socialistas a las condiciones de Cuba, Argelia o Vietnam; hasta las vanguardias intelectuales y juveniles que buscaban nuevas formas de conciencia y de democracia radical, así como la liberación de eros; pasando por socialdemocracias que todavía se proponían un horizonte socialista, como la sueca o la de Allende en Chile; pululaban formas creativas de socialismos democráticos o incluso libertarios, cuyos ecos darían lugar a lo que se llamaría “Nueva Izquierda”.
Hacia los años 70, el capital estaba ahogado por las condiciones que ponían la presión comunista, los nacionalismos poscoloniales, las socialdemocracias y las regulaciones keynesianas. Era muy difícil, bajo esas condiciones, obtener rentabilidad y sostener la acumulación. Era necesario un contragolpe. La relación de fuerzas al interior del liberalismo empezó a moverse desde posiciones keynesianas hacia las neoliberales. Las élites intelectuales neoliberales lograron, gradualmente, apoderarse de los departamentos de economía de las universidades, los organismos internacionales de crédito y de algunos gobiernos nacionales clave. Las dictaduras sudamericanas, especialmente la de Pinochet en Chile, son la vanguardia de este proceso. Les siguen Thatcher y Reagan. Empieza la era neoliberal.
Hacia finales de los años 80, los intentos de reforma del sistema soviético fracasan, y las socialdemocracias y los nacionalismos populares ceden ante el poder de la clase capitalista y las ideas de los neoliberales. La caída del bloque socialista abre, en la década del 90, el camino al unipolarismo estadounidense, la estabilización de un régimen de libre comercio y movilidad de capitales y una hegemonía liberal mucho más completa que la de la Pax Britannica. Esta hegemonía logra disciplinar e incluso subsumir a las otras dos posiciones, forzándolas a existir dentro de sus límites. Los verticalistas no pueden pasar los límites de un conservadurismo domesticado que reivindica la democracia, y los socialistas tienen que limitarse a hacer pequeñas correcciones al mercado mientras persiguen estrategias de competitividad, como Tony Blair o Fernando Henrique Cardoso.
Los atentados del 11 de setiembre de 2001 (organizados por fundamentalistas religiosos que habían sido aliados de Estados Unidos contra el comunismo), la reaparición de las izquierdas en Chiapas, Seattle y, con mucha fuerza, en América del Sur, y las crisis financieras que culminan con el crack de 2008 fuerzan la crisis de esta hegemonía. En un primer momento, la iniciativa la tuvieron izquierdas que buscaron quebrar la hegemonía liberal y ampliar el espectro de lo posible: gobiernos progresistas y nacional-populares, intentos de integración regional, movimientos sociales, transformaciones micropolíticas, intelectualidades críticas, ocupaciones de plazas, estallidos sociales, nuevos partidos, nacionalizaciones de sectores económicos, intentos de reconstruir el estado de bienestar estuvieron, durante las primeras dos décadas del siglo XXI, en la agenda.
Hacia el año 2016, el viento cambia. Las nuevas izquierdas se quedan empantanadas, sin terminar de desplegar un proyecto socialista (ni que hablar de comunismo), sin haber podido quebrar el régimen internacional global, sin encontrar estrategias eficaces y plagadas de malas ideas y sueños rotos. Se gesta una enorme reacción autoritaria, racista, machista y nacionalista. Las nuevas derechas que se empezaron a gestar en los años 70, en las discusiones de los intelectuales posfascistas y la oscuridad de la represión anticomunista, daban sus frutos.
Que el régimen liberal global esté en crisis es sin dudas una buena noticia para la izquierda. Que quien esté dando la estocada final y se prepare para delinear la nueva situación sean los posfascistas, es un desastre. Si en los 90 proliferaron las izquierdas que se adaptaban al clima de época liberal, hoy proliferan las que se adaptan al clima reaccionario. Si en los 90 la izquierda estaba anulada por el shock de la caída del socialismo soviético, hoy lo está nuevamente por sus propios fracasos y limitaciones. Como le pasó antes al liberalismo y al fascismo, hoy la izquierda está derrotada, lo que la fuerza a desgarrarse internamente. Algunos izquierdistas se hacen liberales progresistas, otros se hacen rojipardos o conspiracionistas. El camino de Emmanuel Macron o el de Aleksandr Dugin. Que la política del presente sea básicamente una disputa entre liberales y populistas es el efecto de la irrelevancia de la izquierda socialista.
La inestabilidad global, luego de la pandemia y en medio de la crisis ecológica y la guerra, se multiplica, y con ella la necesidad de orden y la demanda de represión. En el eje que va desde el verticalismo posfascista hasta el neoliberalismo, aparece un nuevo centro. El liberalismo deviene crecientemente autoritario, y el verticalismo deviene crecientemente liberal. Es la era de Arabia Saudí. Si bien no existen regímenes fascistas, sí existen gobiernos fascistas (como existieron gobiernos socialistas pero no sociedades socialistas durante el auge del neoliberalismo). Los fascismos proliferan al interior de regímenes liberales, y muchas veces fusionados con neoliberalismos muy radicales. No hay una vuelta del corporativismo, aunque sí heterodoxias y desglobalización. La síntesis teórica del presente entre verticalismo y liberalismo produce un extraño tradicional-futurismo, en el que un optimismo tecnológico transhumanista se combina con un tradicionalismo esotérico. La dictadura e incluso la monarquía absoluta están en el orden del día. Se discute teóricamente la posibilidad de un gobierno completamente privado. En el siglo XXI, los fundamentos elementales de la Ilustración parecen venirse abajo.
5. La tarea
En semejante contexto, hay muchas tareas urgentes para la izquierda. Pero, sin ser exactamente urgente, esta situación nos señala una tarea importante: encontrar la forma de no dejarse subsumir por el liberalismo y el verticalismo, recuperando así la autonomía intelectual que permita a la izquierda pensar en sus propios términos.
Para esto, es importante sacarse de arriba el sueño de que la izquierda puede ser arropada por un liberalismo progresista internacional. No hay retorno a los tiempos en los que las instituciones liberales funcionaban normalmente. También hay que disipar el sueño de que el ascenso de potencias no occidentales y la desglobalización son, en sí mismas, favorables a proyectos transformadores. Conviene no olvidar que entre los “emergentes” hay verticalismos tan hostiles hacia la izquierda como entusiastas con los costados más carnívoros del capitalismo mundial.
No derramaremos una lágrima por la muerte del sueño liberal de los 90, pero tampoco vamos a celebrar lo que lo está sustituyendo. Tenemos el derecho y la obligación de construir nuestro propio futuro.
Recuperar la autonomía intelectual de una tradición socialista y revolucionaria necesita recrear su imaginación para la situación actual. Aprendamos de lo que hicieron liberales y verticalistas cuando se vieron derrotados y marginalizados. Los momentos de derrota pueden ser muy productivos intelectualmente para habilitar nuevos comienzos. La tarea, entonces, tiene dos partes, una negativa y una positiva. La negativa es emanciparnos de la colonización liberal y verticalista. La positiva es crear una visión propia para este momento.
El presente, por cierto, no deja de tener cosas interesantes. Hay, por lo menos, un elemento que no debemos olvidar: el telón de fondo de todo esto es la decadencia no sólo del orden liberal global, sino del dominio estadounidense sobre el mundo, cuya contraparte es el ascenso de Asia. Y allí, el socialismo está vivo. No es que no se haya adaptado al largo dominio liberal, ni que sea un emporio de democracia. Pero ahí está, nunca cayó.
Además, las crisis del presente nos dicen mucho sobre las tendencias hacia el futuro. Tenemos que poder leerlas. Diferentes izquierdas, intentando adelantarse, han pensado comunismos posibles para situaciones de colapso ambiental, de mutación tecnológica y de relevo geopolítico. Existen posibilidades mucho más interesantes y mucho más reales que los guiones que nos ofrecen liberales y verticalistas.
El triángulo es una herramienta para el análisis político e ideológico. Quizás, una buena herramienta. Sin embargo, sabemos que el análisis ideológico y la crítica de la ideología tienen sus límites. Si nos ponemos marxistas, es razonable pensar que lo que ocurre en el nivel de la ideología expresa cosas que están sucediendo en el nivel de las relaciones sociales de producción, esto es, en la lucha de clases. Por eso, detrás del triángulo de las posiciones políticas, está el triángulo de las clases sociales.
En la base del triángulo tenemos la contradicción principal en el capitalismo, entre la clase trabajadora y la clase capitalista. El interés de los trabajadores, tendencialmente, es a tener mayor poder colectivo, mayor protección y vivir en una economía menos sometida al poder de una minoría y al caos del mercado, que en su máximo despliegue implica una economía planificada democráticamente. El interés de los capitalistas es que nada se salga de las transacciones libres entre individuos particulares y que nunca se cuestione la inviolabilidad del derecho de propiedad.
En el vértice del triángulo encontramos a las élites de estado (políticas, militares, religiosas), que buscan imponer su soberanía y su cadena de mando, erigiéndose como árbitros de la lucha de clases. Muchas veces en este vértice se encuentran restos de viejas clases dominantes desplazadas, que rechazan el dominio del liberalismo sobre la política.
En las posiciones intermedias vemos a fracciones de clase que no son las que suelen ser protagonistas en los análisis marxistas más superficiales, pero que suelen ser muy importantes en la disputa política. A mitad de camino entre trabajadores y capitalistas encontramos a la “clase media”, que agrupa a capas superiores de la clase trabajadora, profesionales y parte de la pequeña burguesía. La clase media típicamente se expresa políticamente a través de posiciones liberal-progresistas, socialdemócratas o tecnócratas de mercado.
A mitad de camino entre capitalistas y élites de estado tenemos a los capitalistas monopólicos, es decir aquellos capitalistas que comandan sobre enormes conglomerados económicos entrelazados con el aparato del estado (Elon Musk, que se hizo rico con los subsidios a los autos eléctricos y las tercerizaciones del aparato científico-militar estadounidense, es un caso típico). Los capitalistas monopólicos producen posiciones políticas que defienden un elitismo empresarial, en el que el poder empresarial y el estatal se confunden.
Finalmente, a mitad de camino entre la clase trabajadora y las élites de estado encontramos a sectores subalternos dispersos que, al tener poca capacidad de autoorganizarse, tienden a gravitar hacia posiciones verticalistas que los organizan desde afuera. En el 18 Brumario de Luis Napoleón Bonaparte, Marx describe cómo el campesinado, el lumpen-proletariado y sectores de la pequeña burguesía que no se pueden representar a sí mismos se nuclearon en torno al sobrino de Napoleón. Hoy la composición de las clases subalternas no es idéntica a la de entonces, y la capacidad de organización de la clase trabajadora se ha reducido mucho en las últimas décadas. Sin embargo, el fenómeno de que las partes de los sectores subalternos con menos capacidad de organización autónoma tienden a posiciones verticalistas sigue siendo claramente reconocible.
Ver que detrás del triángulo están las clases nos permite formular hipótesis. Por ejemplo, que por detrás de la actual debilidad de la izquierda hay una debilidad de la clase trabajadora como sujeto histórico autónomo en la lucha de clases. Si profundizamos en el uso de este esquema para pensar al presente, podemos ver de otro modo lo que al principio de este artículo presentábamos como la disputa entre liberalismo y populismo (o, usando nuestra terminología, verticalismo). Lo que el triángulo nos permite ver es que lo que hay en realidad es una disputa entre clases medias liberal-progresistas hegemonizadas por la clase capitalista y sectores populares dispersos hegemonizados por élites de estado. En esta situación, el centro de gravedad político se ubica en el ultra-liberalismo del capital monopólico. La debilidad de la clase trabajadora y las posiciones socialistas hace que éstas se encuentren desgarradas entre la tendencia de los sectores populares dispersos hacia el verticalismo y la tendencia de la clase media al liberalismo.
Así, la tarea es reconstruir una posición socialista para desactivar este desgarramiento y mover el centro de gravedad político. Esto, sin embargo, no es un llamado a la pureza ideológica. Puede ser inteligente buscar políticas de alianzas y síntesis ideológicas amplias, o intentar apalancar al verticalismo y el liberalismo uno contra el otro, o buscar comerles sus bases en la clase media y los sectores populares dispersos.Si esto se hace en un marco de claridad teórica y estratégica, no debería ser pensado como una capitulación. Además, la eficacia del mercado y el mando vertical puede en algunas situaciones puede ser considerable, y construcción de alternativas planificadas y democráticas no es siempre algo fácil de desarrollar en las escalas necesarias. No vamos a llegar a la situación a la que quisiéramos de forma inmediata ni con un acto de voluntad.
A todo esto se suma un problema adicional: aún si este fuera un esquema útil, todavía falta explicar por qué la clase trabajadora y el socialismo se encuentran tan debilitados como actores políticos autónomos. Hay una parte de la explicación que se encuentra en la forma como la evolución económica y jurídica, así como la acción de liberales y verticalistas, tuvieron efectos sociológicos estructurales sobre la clase trabajadora. La libre movilidad del capital, las tercerizaciones y la precarización, la reconfiguración del estado de bienestar, la proliferación del emprendedurismo, la individualización de los consumos a través del smartphone operaron radicalizando la fuerza centrífuga que movió a amplios sectores de la clase trabajadora hacia posiciones que se parecen cada vez más a las de los sectores subalternos dispersos y a la clase media. En este plano, podrían pensarse estrategias de reconstrucción organizativa y de reforma que recompongan lo perdido. Muchas de ellas, de hecho, se han propuesto y puesto en práctica durante el ascenso de las izquierdas de principios del siglo XXI.
Si pensamos desde el marxismo, es de esperar que estas transformaciones, para bien o para mal, en el nivel de las relaciones sociales de producción tengan efectos sobre la ideología. Pero los fenómenos que suceden en el nivel de las relaciones sociales también necesitan explicación. Y es posible que soluciones razonables planteadas en ese nivel sean vulnerables a disrupciones que vengan de otras instancias.
Siguiendo un razonamiento marxista, las relaciones de producción tienen su base en las fuerzas productivas (esto es, en el conocimiento, la tecnología y las formas de organización de la producción), que a su vez tienen su base en el intercambio metabólico entre el ser humano y la naturaleza. Podemos especular, en este punto, que si estamos en una situación en la que la disputa en la superficie ideológica es muy dinámica y desordenada, esto es porque están sucediendo turbulencias y mares de fondo en la base. Las revoluciones tecnológicas y la crisis ecológica dejaron viejas las formas de conciencia de clase que la clase trabajadora y sus intelectuales orgánicos habían producido para momentos anteriores.
Para enfrentar este problema no alcanza con la crítica de la ideología. Esta crítica debe ser el primer paso que nos abra camino hacia la conciencia de lo que pasa en la base, para desde ahí plantear una transformación de las relaciones sociales que permita la construcción de una sociedad nueva, acorde a lo que está pasando en los niveles de la producción y la naturaleza. Enfrentar este problema implica desafíos intelectuales y organizativos inmensos, pero no necesariamente mayores que otros que se han hecho en circunstancias similares anteriores. Requiere, además, que seamos capaces de explicar que solo una forma de organización socialista es capaz de aprovechar de la mejor manera la revolución tecnológica y enfrentar de forma razonable la crisis ambiental.
Tenemos que escuchar las señales. El Panel Intergubernamental de Cambio Climático ha advertido, en más de una oportunidad, que enfrentar este problema ambiental requiere un cambio sistémico de una escala sin precedentes históricos. Sam Altman, uno de los jefes empresariales del desarrollo de la inteligencia artificial, dice que el desarrollo de esta tecnología va a forzar una renegociación completa del contrato social. Numerosos analistas señalan que el ascenso de Asia es un hecho mayor en la historia universal, terminando con 500 años de dominio occidental. Marx decía que las transformaciones en la base tenían el potencial de abrir una nueva era de revoluciones sociales. Muchos actores, no sospechosos de ser marxistas, nos están avisando que eso está a punto de suceder.