El tuerto de la Republicana
Ladrón que roba a ladrón...
Proverbio muy antiguo
(como todo proverbio)
Távi está sentado en una hamaca de hierro, a la sombra del templo de su tío. Por la calle, detrás del cerco alambrado, ve pasar una rueda de bici girando en el aire, casi a la altura de sus ojos. La reconoce de inmediato. Es la Trek Supracaliber que hace un par de días le robaron a su amigo Lauro cuando regresaba del 24 horas en el que trabaja por las noches. Távi deja la hamaca pendulando sola y se precipita contra el tejido que marca el fin del terreiro. Desde allí, alcanza a ver a un niño haciendo wheelie calle abajo. El niño va sin remera, con una gorra roja apuntando al cielo. Távi lo ve perderse entrando en uno de los pasajes.
De inmediato corre hacia al templo y la figura de su tío Páte lo sorprende apareciendo entre las tiras verdirojas que cuelgan del arco de la entrada.
—¿Qué pasa, mijo?— dice el hombre sacudiendo el montón de aretes dorados que le cuelgan del antebrazo.
—Tío, la bici de Lauro— responde Távi atropellando las palabras —pasó uno con la bici de Lauro —.
—Bueno, cálmese mijo, cálmese que ahora vemos— le responde Páte devolviéndose al interior del templo.
—Lo ví tío —alcanza a decir Távi—; lo vi meterse al pasaje de los Qú.
Minutos más tarde, Páte sale del templo con talante serio, conservando la parsimonia que lo caracteriza. Távi reconoce la riñonera negra que le cruza el pecho bajo la camisa beige. El tío le exige algunos detalles. De esta altura, blanquito, gorra roja, bici azul. De ojos cerrados y respiración abierta, Páte apunta mentalmente las palabras de su sobrino. Perfecto, dice abriendo los ojos de golpe. Vos venís conmigo, pero te quedás callado y hacés lo que te digo. Vamos.
Caminan en silencio durante una cuadra. Al llegar a la entrada del pasaje, Páte detiene a su sobrino cruzándole un brazo por delante de los hombros. ¿Es aquella?, le pregunta con un movimiento de cuello señalando la zona en la que cuatro columnas de hormigón se levantan por encima de las casitas del pasaje y sostienen, en lo alto, un enorme tanque de agua. No hay dudas: marca Trek, azul metálico, camuflada entre las sombras de las altas columnas. Távi titubea. Teme lo que pueda desatarse. ¿Es esa o no?, le insiste Páte, haciendo sentir el peso de su mano derecha sobre la cabeza de Távi. Si tío, es esa, responde el muchacho con la voz apretada. Perfecto, esperame acá.
En menos de un minuto, Távi ve a su tío regresando con la bici a un costado, las dos manos envolviendo los puños del manubrio. Llegando a la entrada, un alarido irrumpe desde el fondo del pasaje. Es el niño de la gorra roja que acaba de salir del almacén de Maról. Se aproxima corriendo hacia ellos, gritando —eh viejo ¿que hacés? eh viejo, mi bici—. Páte le entrega la bici a Távi y se da media vuelta. Al reconocer a Páte, el niño de la gorra roja se frena en seco. El pasaje se entumece.
—¿A quién trata de viejo, mijo?— lo increpa Páte levantando el mentón y el arco de las cejas al mismo tiempo.
—Disculpe—, responde el niño con las manos en la cabeza acomodándose la gorra. Pero la bici es mía—, se anima a decir con la voz lastimada.
—¿Ah sí? ¿y dónde la compraste?— interviene Távi por primera vez apareciendo detrás de la figura de su tío.
—Mijo, usté sabe bien que la bici no es suya, acota Páte queriendo concluir rápido el asunto.
En ese momento, desde un recorte de ventana sobre el almacén de Maról, alguien grita el nombre de religión de Páte.
—¿Quién anda ahí?—, replica éste acomodándose la riñonera bajo el hueco de la camisa.
—Acá, el Aku, ¿qué ruido Páte?— responden desde la ventana.
—Aku, nada, la bici del sobrino. Sabés cómo es—, contesta Páte.
A lo que Aku, el mayor de los Qú, con los codos encuadrados en el hueco de la ventana, revira; —somos grande Páte, vos también sabés como es—.
—Sé. Por eso me la llevo—, concluye Páte entregando la bici a su sobrino y saliendo del pasaje.
De regreso al templo, Távi pregunta a su tío si más tarde no habrá lío con los Qú. A familia protexe mijo, lo tranquiliza su tío. Ahora tomá, dice estirándole un teléfono celular; llamá a tu amigo y contále.
Távi vuelve a sentarse en la hamaca de hierro del costado del templo y marca el número de la casa de Lauro. Atiende Laura, la hermana mayor. Le dice que Lauro no está, que Lauro se fue, que Lauro se escapa de su vida y que no se ría que es en serio, que hace días que no lo ve y que para qué lo quiere a ese gil. Távi, un poco atolondrado, le responde que le rescató la bici, que en un rato se la lleva. ¿De qué bici hablás?, le pregunta Laura un tanto molesta. La que le robaron los otros días, responde Távi. Ah, dice ella dejando flotar un breve silencio. Y retoma: ¿sabés que? quedatela, a ver si aprende de una vez y se deja de comprar robado, remata la hermana de su amigo. Y corta.
Távi se queda unos segundos con el teléfono en la mano.
Corre a contarle a su tío.
Páte reacciona levantando los brazos en V hacia el techo. Los aretes dorados se sacuden en la muñeca y se contraen a la altura de los codos.
—Bueno, ahora vas y llevas la bici y se la dejas al Aku de los Qú. Escuchame bien, al Aku de los Qú, no al borrego—.
Távi sube a la bici y baja la vereda. Hace tanto calor que los bordes de la calle se hunden. Por un segundo fantasea que es el dueño. Se imagina a sí mismo desenrollando interminables wheelies por las calles del barrio. Le dura poco. Apenas da un par de pedaladas, cuando un patrullero de la Guardia Republicana dobla chirriando en diagonal a él y le cierra el paso, haciéndolo saltar contra la cerca de alambre. Quietito quietito, le grita la mujer que conduce el vehículo. Sin bajarse, la oficial Giménez le exige los papeles de la bici. Mientras, otro policía aparece rodeando el patrullero. Camina lento, el rostro cubierto por un pasamontañas, los pulgares calzados en las ranuras del chaleco antibalas. A Távi le tiritan las piernas cuando distingue la hendidura opaca en la cuenca del ojo. Todo el barrio conoce al tuerto de la Republicana. ¿Cuando viste macumbero con papeles?, le dice el tuerto a la Giménez. Y acercándose con la bici a la ventanilla del patrullero le pregunta qué le parece, pal gurí suyo, le insiste. Y... mal no viene, responde la Giménez con la cola de pelo castaño pincelando el aire. Va va, métase pa dentro o lo tuerzo a patadas, le ordena el tuerto de la Republicana a Távi, que se contrae cada vez más contra la cerca de alambre.
Con las ventanas traseras abiertas a tope y la mitad de la bici sobresaliendo, el patrullero se pone en marcha. La rueda, suspendida en el aire, gira lenta como un molino seco. Távi, rabioso, levanta un retazo de bloque del piso y lo arroja con toda su fuerza hacia la patrulla que se pierde calle abajo. Detrás del arco que dibuja la piedra al aventarla, Távi alcanza a ver, a lo alto, al niño de la gorra roja parado sobre el tanque de agua. Desde allí le sonríe, vengativo, gozoso, con las dos manos remarcando y sacudiéndose el bulto de la entrepierna de arriba a abajo.
Távi alcanza a devolverle el gesto mientras el pedazo de bloque termina su recorrido. Truena el bombazo a chapón y el chillido de la frenada raja la cuadra. Távi, sin pensarlo, echa a correr, en la dirección equivocada.