La Administración Nacional de la Tierra

Aunque no esté en la primera plana de la discusión política, en Uruguay empiezan a armarse algunas discusiones de fondo que pueden abrir nuevos caminos. Esto es importante porque el país tiene problemas económicos y sociales considerables que es improbable que el extremo centro que hoy domina la discusión sea capaz de resolver.

En una nota reciente en la diaria, el historiador Aldo Marchesi planteó de forma elocuente la necesidad de reabrir el debate sobre la redistribución, planteando la posibilidad de ir más allá de la postura que reduce toda redistribución al crecimiento. El economista Rodrigo Alonso, por su parte, viene sonando hace años la alarma sobre la vulnerabilidad del Uruguay a los ciclos de flujo de renta, y sobre cómo su forma de redistribuir a través del tipo de cambio en los períodos favorables después produce inevitablemente períodos de descomposición política y social. En su último congreso, el Pit-Cnt propuso la idea de un Estrategia Nacional de Desarrollo, que se proponga dirigir el conjunto del proceso económico del país para enfrentar problemas como este. A esto se debe sumar el coro de voces científicas y militantes que alertan hace años sobre la insostenibilidad ambiental del modelo económico del Uruguay.

Todas estas ideas son importantes para pensar el futuro, y hay mucho trabajo para hacer para que estas discusiones tomen la centralidad que merecen. Además, no pueden darse por separado: es difícil plantear una distribución sostenible sin pensar en la organización de la producción, y es suicida pensar en cómo mejorar la producción sin partir de las restricciones ambientales. A su vez, pensar en estas cuestiones requiere imaginar el tipo de instituciones que serían capaces de marcar rumbos estratégicos y avanzar en esa dirección de forma planificada.

Se podría entrar en estos problemas desde muchos lugares (las plataformas digitales, la política exterior, la degradación de la vida colectiva), pero seguramente un buen lugar para empezar sea la tierra. Esto porque la tierra es el nudo de la economía del país, y por lo tanto de su capacidad para producir cohesión social y estabilidad política. Uruguay es un país de base agraria, que obtiene el grueso de sus divisas de la ganadería, la agricultura y la silvicultura. Por lo tanto, los problemas del campo (y del interior) son problemas del país.

En el interior no faltan problemas. Hay amplias zonas del país con graves problemas de empleo y de necesidades básicas insatisfechas, lo que fuerza a muchas personas a migrar hacia el área metropolitana y el este, y hace a la población vulnerable al clientelismo político.

Además, la degradación del medio ambiente en todo el país es alarmante, y se ha agravado con la intensificación del uso de la tierra durante el siglo XXI. Cunden los problemas de erosión, exceso de vertido de nutrientes y contaminación del agua, entre otros, lo que se agrava por la debilidad y la dispersión de las instituciones y las políticas ambientales y de ordenamiento territorial.

Por último, la falta de control político y democrático sobre la renta y las actividades que la producen priva al país de la capacidad de planificar y de hacer las inversiones que necesita para cambiar su lugar en la división internacional del trabajo y poder enfrentar de mejor manera sus problemas sociales y políticos.

Por esto, es necesario pensar en cómo crear capacidades para planificar el uso de la tierra con un criterio ecológico y social. Seguramente hay muchas formas de hacerlo, en este texto presento una idea entre las muchas posibles.

En Uruguay existe una larga tradición de discusiones y disputas en torno a la tierra, que tiene en el famoso reglamento artiguista de 1815 su mojón fundamental. En el batllismo se dieron múltiples discusiones e iniciativas, de las que nacieron tanto el germen de lo que hoy es el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA) como el Instituto Nacional de Colonización (INC). El plebiscito por el agua de 2004 es también un hito importante: fue, al mismo tiempo, el último mojón de la lucha contra las privatización y el lanzamiento de la lucha por el agua, uno de los elementos centrales del movimiento ecologista uruguayo. La lucha por la tierra, la defensa de lo público y la protección del medio ambiente están entrelazadas una historia que puede servirnos de inspiración.

En una nota reciente en Brecha, el ingeniero agrónomo Gabriel Oyhantçabal reflexionaba a partir de las polémicas de las últimas semanas en torno al Instituto Nacional de Colonización. Sobre el final de su texto, Oyhantçabal hace el siguiente planteo: «Si viene de ser un instrumento focalizado en la ampliación de la escala y el acceso a la tierra para la pequeña producción, quizás el horizonte estratégico del INC para el siglo XXI pase por pensarlo como un ente autónomo protagonista de las transiciones productivas, capaz de incidir en el conjunto de la actividad agropecuaria transversalizando rubros, escalas y tipos sociales, de modo de optimizar el aprovechamiento del suelo en términos productivos, ambientales y sociale».

Hace un par de años, el entonces senador y hoy secretario de presidencia Alejandro Sánchez planteaba la idea de crear una empresa pública dedicada a la biotecnología. Al ser consultado sobre si esta idea se superponía con la existencia del INIA, respondió que «capaz lo que hay que hacer es juntar alguna de esas instituciones, ver cómo se coordinan para ser mucho más potentes».

Estos dos ejemplos nos hablan de la idea de dar al estado un rol más robusto en la producción agraria, y que una forma de avanzar en esa dirección es potenciando y combinando las instituciones que ya existen. Podríamos imaginar un ente autónomo con una dirección colectiva, en el estilo del BPS o la Universidad, que combine las atribuciones y las capacidades de instituciones como el INC, el INIA y otros como la Dirección Nacional de Catastro, la Dirección Nacional de Ordenamiento Territorial y las Comisiones de Cuencas. Una institución de esta naturaleza podría tener la escala y las capacidades técnicas para hacer intervenciones relevantes en las áreas de la política agraria y la política ambiental, y ser una herramienta importante para los problemas que venimos planteando.

Se le podrían dar a esta institución, además, atribuciones recaudatorias (cobrar, por ejemplo, el canon por el uso del agua, o algún impuesto a las exportaciones agrícolas) para dotarlo de los recursos necesarios. Con estos recursos podría hacer inversiones en infraestructura o maquinaria que impacten positivamente en el sector, al mismo tiempo que su tamaño podría lograr economías de escala y ayudar a abrir mercados en el exterior. Al mismo tiempo, a través de su cartera de tierras y sus atribuciones regulatorias, podría intervenir en los procesos productivos y tomar decisiones estratégicas sobre el uso de la tierra. Y con sus capacidades de investigación podría construir una visión general de los diferentes sectores y desarrollar proyectos de investigación y desarrollo que mejoren la productividad, empezando con planes piloto de diferentes tecnologías y formas organizativas que luego puedan escalarse. Todo esto con un mandato de que se respeten los límites de la naturaleza, evitando matar la gallina de los huevos de oro y la posibilidad de este territorio de albergar nuestra vida, desintensificando el uso de la tierra allí donde sea necesario.

Estamos hablando de una gran institución pública, que contaría con recursos considerables y amplias atribuciones regulatorias, una cartera de tierras, conocimiento y un mandato ambiental. Para pensar en esto, hay que perderle el miedo a la palabra burocracia. La ANT tiene que ser una institución pesada, que esté en todo el país, que tenga espíritu de cuerpo, que tenga capacidad de producir conocimiento y formar cuadros técnicos y gerenciales con una visión autónoma. Esto implica rediscutir la forma como en los últimos años se han creado en Uruguay políticas e instituciones excesivamente precarias y carentes de accountability, que no tienen la capacidad de gobernar democráticamente las grandes cuestiones del país.

Esto es especialmente urgente para los problemas ambientales. Sin una visión general del territorio y las actividades que pueden desarrollarse en cada lugar, y una institución que sea capaz de instrumentarla, es improbable que se puedan enfrentar los cada vez más graves efectos de la actividad humana sobre la tierra. Para esto no alcanza con buenas intenciones o regulaciones que luego no hay herramientas para que se cumplan, es necesaria una institucionalidad capaz de planificar.

La ANT puede, además, tener un impacto positivo en el empleo en lugares que lo necesitan desesperadamente, y funcionar en sinergia con diferentes polos de desarrollo y con el sistema educativo. Así, no estamos hablando sólo de una política pública, sino de un actor político y social con peso en las relaciones de fuerza locales en muchos lugares del país.

Esta institución tendría que contar en su dirección con la representación de diferentes actores relevantes (colonos, científicos, funcionarios, trabajadores rurales, quizás representantes de sectores productivos, quizás representantes del ejecutivo, quizás directores elegidos con voto popular, quizás directorios regionales descentralizados), pero este diseño tiene que estar protegido de la posibilidad de una captura por parte de los terratenientes y el capital trasnacional, de modo que pueda tomar decisiones pensando en el interés general.

No se trata, sin embargo, de expropiar ni de sobrecargar al sector privado exportador (que sería otra forma de matar a la gallina de los huevos de oro), sino de orientarlo hacia formas más sustentables y más provechosas para el país, creando instituciones que efectivamente tengan la capacidad, la unidad en la toma de decisiones, el conocimiento técnico y la espalda para hacerlo.

No solo no se trata de perjudicar al sector exportador, sino que esta institución tiene que estar diseñada para funcionar bien y ser útil para la producción agraria. Tiene que tener capacidades como para que, cuando los diferentes actores del sector necesiten algo, se lo vayan a pedir, y que esas negociaciones sean también una herramienta para orientar la política.

Esta idea puede sonar radical, y en algún sentido hablar de planificación en el contexto ideológico actual lo es. Pero no hay que olvidar que estas capacidades en buena medida ya existen, solo que en instituciones dispersas, con poco presupuesto, sin suficiente incidencia ni músculo burocrático. Unirlas y potenciarlas puede hacer que tantas leyes, regulaciones y planes que ya están vigentes dejen de ser letra muerta.

Seguramente en su máximo despliegue esta institución requiera de una reforma constitucional (que además, asegure que sus acciones no puedan ser acusadas de ser inconstitucionales), pero no hay que apurarse. Se pueden dar ya pasos legales, administrativos y políticos en esa dirección, con inteligencia y de una forma técnicamente consistente. Es posible que algunos sectores reaccionen contra esta idea, pero eso ya es un problema político que excede este texto, en el que apenas se plantea la idea. Que es una idea que de algún modo ya está en el aire, necesitada de ser explicitada, discutida y mejorada.

Los grandes problemas económicos, sociales, políticos y ambientales del país necesitan de instituciones que estén a la altura de enfrentarlos.

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NdeA: Agradezco al grupo de estudios sobre ecosocialismo por las conversaciones que me permitieron elaborar y mejorar esta idea.

 

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