Algunas de mis escenas favoritas de Panchopepe son protagonizadas por robots. Robots que componen canciones o pintan retratos y atardeceres, personas que pintan robots, robots que pintan robots. Robots que critican arte: robots que construyen su propio juicio estético. Son, como dice el autor; graciosas porque son tristes porque son verdad. ¿Esa estética robótica está ya infiltrándose en nuestro ojo? ¿Terminará por colonizar nuestro inconsciente? ¿El lenguaje con el que nos entrenamos para hablar a las máquinas tiene una estética propia? ¿Constituye su propia poesía, una de la que, a la inversa de la humana, la metáfora está completamente desterrada?
La discusión sobre IA es súper vasta —eliminación de puestos de trabajo, creación de nuevos trabajos abyectos y precarios, impacto ambiental, extracción de datos personales o creados por personas, modelos de innovación tecnológica, especulación, etc. — y es muy necesario que la demos con seriedad. Les dejo este artículo en español, este otro en inglés y una cartografía que repasan estas cuestiones.
Entre estas discusiones y por detrás de las primeras alarmas, se asoman otras preguntas. ¿Cuál es la idea de inteligencia que flota alrededor del despegue de estas tecnologías? ¿Es posible la inteligencia sin deseo, miedo, incertidumbre, finitud, necesidad? ¿Sin inconsciente, sin soñar? ¿Sin experimentar el mundo? ¿Es decir, sin un cuerpo vivo? Ojo, contrario a la idea de una inteligencia etérea, que flota sin anclajes, las IA tienen un cuerpo bastante bien despachado. Se extienden por todo el planeta, conformadas por enormes datacenters y kilómetros de cables submarinos o terrestres. Y consumen muchos, muchos recursos. Las IA tienen un cuerpo angurriento, monstruoso, que crece exponencialmente, como todo en el paradigma capitalista.
Y además, como toda materia organizada, las máquinas también van a morir, van a acabar por sucumbir a la entropía en algún futuro más o menos distante. Si tienen cuerpo, finitud, y además, una memoria que todo lo abarca —mientras nosotros vamos abandonando todo esfuerzo por recordar—, ¿será que tienen esos afectos que mencioné antes? ¿Tenemos que contarlas como agentes? ¿Como personas? ¿Podemos aprender, conociéndolas, algo de cómo funciona nuestra propia inteligencia?
Hay algo de recibir al mundo en las dos dimensiones de la pantalla, sin textura, sin vibración, sin olor, que parece sintomático de la abstractización que se intensificó desde la pandemia. Nos vamos desentendiendo del mundo —seguimos adelante como si no estuvieran en peligro nuestras propias condiciones de vida en la tierra—; sustituimos la presencia de los cuerpos por transacciones virtuales —beboteo en instagram, clases por zoom—; confiamos en todo lo que nos digan nuestros sacerdotes, aunque se contradiga con nuestra experiencia. Unos invocan a las fuerzas del cielo y otros intentan una batalla cultural que se reduce a aferrarse a los restos del naufragio y al puro significante.
¿Estamos transitando una agudización del dualismo, de la concepción mente y cuerpo, espíritu y materia escindidos? A fin de cuentas, los lords de la IA son los mismos señores que pretenden «descargar» la conciencia a un disco duro, como si fuera una sustancia en sí misma, aparte del cuerpo. Y por supuesto, una cosa jerárquicamente superior. ¿Se puede construir algo desconfiando tanto de todo lo que es más humano: el cuerpo, el deseo, la duda, el conflicto, lo político?
Contra esta falibilidad del cuerpo, la IA generativa nos promete rellenar todos los vacíos. Las fotos que no sacamos, las cosas que no sabemos, los datos que olvidamos, sin tener que hacer el trabajo de aprendizaje: la pregunta, la especulación, la indagación. ¿La IA crea un mundo completamente externo, objetivable y cognoscible —y por lo tanto apropiable y explotable—, como lo quería cierta modernidad? Si la IA rellena todos los agujeros, usando todas las respuestas que hemos construido (nosotros, trabajando), y donde no sabe, inventa a la medida de nuestros sesgos, ¿de qué material está hecho ese mundo, y qué validez tiene nuestra relación —solitaria y descorporizada— con él?
Hay una continuidad entre la desconfianza en el cuerpo, en el deseo, y el abandono de la curiosidad —como modalidad particular del deseo—. El deseo precisa esos vacíos. Precisa la distancia, la diferencia, la incompletitud, la falta, para moverse hacia algún lugar. Levinas habla de la fenomenología de la caricia, ese contacto que no logra apresar ni dominar nada, que busca incesantemente algo que todo el tiempo se escapa, algo que no es aún.
La curiosidad necesita de un mundo que es siempre incompleto y no apropiable, donde siempre hay respuestas que no son aún. Si todas las respuestas están, ¿hay posibilidad de preguntar, de descubrir, de conocer, de crear?, si el mundo está completo, todo ocupado, ¿hay posibilidad de movimiento, de creación, hay posibilidad de vida genuina? ¿Es apenas otro nivel de la promesa que nos hace el capitalismo de la satisfacción permanente del deseo? Colonizando nuestro lenguaje, nuestras imágenes, adormeciendo nuestra curiosidad, ¿hay espacio para entrenar nuestra capacidad de invención, la capacidad de crear nuevas imágenes y nuevas formas de ordenar el mundo?
Bifo Berardi es fatalista y elocuente: «la intensificación del estímulo infoneural acelera la experiencia. La mente colectiva pierde elasticidad, libertad y posibilidad creativa». Esta forma de presentar el conocimiento, que aparece un gran cúmulo de respuestas, ahora accesibles sin ni siquiera solicitarlas explícitamente, envejece nuestro cerebro.
¿Es que no podemos bancarnos el vacío, o la duda, o el trabajo especulativo de ensayar respuestas y, sobre todo, el error? ¿Pero acaso se puede aprender sin el error? Una criatura que no erra, o que no ve cuando erra, ¿puede aprender algo, puede optimizar alguna tarea, puede madurar?
¿Se acuerdan de las manos monstruosas de 2022-2023? Las manos humanas son significativas. No por casualidad son de las primeras figuras que conocemos plasmadas en las cuevas. Las manos llevan muchísima carga simbólica, y son extremadamente humanas —por eso nos maravillan las perfectas manitos de los recién nacidos, o las manos animales con proporciones parecidas a las nuestras—. Nuestras manos median todas las tareas más humanas: fabrican, desarman, destruyen, expresan ideas y emociones, escriben y moldean, acarician y matan.
Hay un vínculo directo entre el uso de las manos y la evolución de nuestras habilidades cognitivas. En las tareas de fabricar cosas, modificar nuestro ambiente, descubrirlo, las manos son protagonistas. ¿Las manos son controladas por el cerebro o, más bien, una extensión directa de este? ¿Existe inteligencia sin hacer?
En su «Dialéctica de la naturaleza», Engels desarrolla esta relación entre el trabajo y la evolución humana. El desarrollo de herramientas sucesivamente más complejas para mediar nuestro metabolismo con el resto de la naturaleza se vuelve sobre nuestras propias capacidades, aumentando unas y disminuyendo otras. Desde ese entendido, ¿cómo evoluciona la humanidad a partir de tecnologías como la IA? ¿Podemos hacernos cargo colectivamente de esa evolución?
Además de vinculada al trabajo como operación, nuestros rasgos de inteligencia están vinculados a nuestra vida social, colectiva. Notoriamente el lenguaje —el medio en el que se manifiestan las máquinas— evoluciona por razones sociales: ¿para qué inventaría el lenguaje un bicho que no precisa de sus iguales para sobrevivir? ¿Tiene sentido una inteligencia símil humana que no se utiliza para el encuentro con el otro? ¿Existe inteligencia en solitario? Si la máquina no tiene ninguna noción de la experiencia del otro, de las consecuencias de su acción, de lo que «produce», ¿es inteligente?
No sé las respuestas a estas preguntas que fui dejando. Tampoco sé si las necesito: las preguntas son excusas para entablar conversaciones. Son razones para hacer, para inventar con qué rellenar provisoriamente esos huecos. Y las respuestas pueden tener muchísimas formas: tratados de filosofía, leyes, obras de arte, protestas. Esas cosas que hacemos los humanos.
Podemos constatar ciertas cosas bastante terribles, pero que hasta cierto punto no son más que la última edición de una serie de cosas horribles que definen a este modo de producción. El despojo, la deshumanización, la anulación del deseo, el borramiento de la diferencia son características que están desde su germen y por eso no nos gusta. Subirse al fatalismo al final alimenta los intereses del capital, la idea de que no hay nada que hacer nos desmoviliza. En cambio prefiero considerarme pesimista en unos términos que hace poco le escuché a Dolina: el pesimista es el que sabe que este mundo es mucho peor de lo que quisiera y por eso lo denuncia y se le resiste. Es decir, prefiero intentar hacer.
Si la IA no es verdaderamente inteligente, apenas sabe calcular probabilidades, y sin embargo, los puestos de trabajo que puede llegar a amenazar son los vinculados al conocimiento, eso es porque para la mayor parte de esos trabajos no estamos usando nuestra verdadera inteligencia humana: la sensibilidad, la duda, la especulación, la creatividad, el deseo (vaya sorpresa).
Mi querido William Morris dice por ahí: «quiero que la ciencia moderna se dirija hacia la invención de máquinas que realicen los trabajos que son repulsivos y destructivos del respeto propio de las personas que tienen que realizarlos». ¿Podemos imaginar una IA socialista? Más generalmente: ¿podemos imaginar un paradigma de desarrollo tecnológico radicalmente distinto al guiado por la mera acumulación?
¿Podemos imaginar un paradigma tecnológico que en lugar de incentivar el individualismo, cultive lo colectivo? ¿Que en lugar de abstraernos del mundo nos permita experimentarlo aún más y mejor? Eso implicaría imaginar nuevos usos y nuevas formas de interacción, diferentes a la reducción del agente a un «usuario» individual —que es a la vez consumidor y producto, pero ya no «prosumidor» como se quiso alguna vez— y de la concepción del dispositivo como prótesis personal permanente, la pantalla ubicua.
¿Qué herramientas precisamos para darle forma a ese desarrollo? ¿Qué espacios y acciones nos permiten abrir fugas a la completa abstracción de toda nuestra realidad, la pretendida desmaterialización de todo? Se me ocurren algunas pistas de por dónde empezar a tirar de la madeja: el arte, la enseñanza, los cuidados, la ciencia, entendidos en un sentido amplio. La plaza y el aula, como lugares físicos o como analogías útiles para el cultivo de la curiosidad y el deseo y la elaboración del conflicto: el encuentro de los cuerpos, el amor por aprender y descubrir, el disfrute de la pregunta.
A fin de cuentas, esos son posiblemente los trabajos más bellos: crear mundo, crearnos a nosotros, conocer. Y que el laburo lo hagan las máquinas, que nos asistan. ¿Realmente precisamos una «inteligencia artificial general» o de pretendido «nivel humano»? Quizá más bien modelos pequeños que asistan en tareas concretas, que sean transparentes y auditables, no dependientes de la explotación de recursos materiales y humanos. Que sirvan para facilitarnos tareas, no para sustituirnos.
Implica, obviamente, organización y metas definidas. La participación creciente del trabajo en los beneficios de la incorporación de tecnología; el control comunitario y estatal del desarrollo tecnológico; la educación generalizada respecto del uso y funcionamiento de estas tecnologías; la colaboración entre instituciones y países del Sur global. Hay tareas suficientes para los sindicatos y para las universidades y empresas públicas, por ejemplo. Se trata, como siempre, de socializar los medios de producción.
Es bien posible que la burbuja de la IA no sea mucho más que eso: un montón de aire rodeado de colores llamativos. Pero la pregunta por el desarrollo tecnológico es una que corresponde que nos sigamos haciendo: ninguna tecnología es verdaderamente neutral.
Con la grandilocuencia típica de Silicon Valley, Sam Altman dice en una conferencia que anticipa que «será necesario algún cambio al contrato social en vista de lo poderosa que esperamos que sea esta tecnología». No por las mismas razones, pero yo estoy de acuerdo con la urgencia de cambiar el contrato social. ¿Lo vamos a escribir nosotros, Sam Altman, o ChatGPT?