«Como son dueños de las bases de datos, nos pueden decir qué imagen del mundo vemos reflejada. Son como un espejo deformado. O como un espejo con manchas oscuras. Ellos saben que algunas veces lo que no se muestra puede ser más poderoso que lo que se muestra.»
(Z en Archivos de Radio Piedras, de Nicolás Jaar)
Quiero hablar de las imágenes, y de la imaginación, y de lo imaginario. Pero no de figuritas del mundial ni de animales mitológicos. Quiero hablar del futuro, pero no de cruceros por el espacio ni de autos voladores, ni del apocalipsis climático. ¿Pienso en las imágenes porque están por todos lados?
¿Ustedes piensan con imágenes o con palabras? ¿Ustedes sí se imaginan el futuro? Pero no Blade Runner, ni Madmax —ni mucho menos Waterworld, terrajas—. ¿Se imaginan un futuro que quieran? ¿Que les dé ganas, y que sea realmente imaginable? Porque no vale, para salir del paso, presentar una ilustración de la revista Atalaya, con leones y gacelas, blancos y negros, burgueses y proletarios, todos en ronda.
Pregunto por la imaginación nuestra. Claro, nosotrxs es mucho más difícil. Pero saquemos a los testigos de Jehová y a Ridley Scott, y a los que les sirve que todo siga como está, y a los tecnooptimistas que se van a ir a colonizar Marte cuando acá no se pueda extraer más plusvalor. Digo nosotrxs, quienes más o menos podemos acordar que estaría bueno organizarnos de una forma más acorde a la pública felicidad. Transemos ahí de momento. Nosotros, as, es, xs. ¿Deseamos algo, nosotrxs? ¿Se ve eso que deseamos? ¿Deseamos algo o nos alcanza con seguir sosteniendo (mal) la estantería?
Los dueños de las imágenes
Empiezo hablando de las imágenes que sí hay. Si nosotrxs no las tenemos, las tendrán otros. Hablo de imágenes porque un día me di cuenta de que me estaba peleando con una imagen. Fue hace tres años, y la había realizado la Intendencia de Montevideo. Nos mostraba lo maravillosa y soleada que sería la vida en la Ciudad Vieja cuando tuviéramos veredas más anchas. Se iba a multiplicar la población (joven, atlética y blanca, fundamentalmente); iba a haber más cafés y más galerías (y menos ferreterías y almacenes).
Es una época de oro de los renders. Tuvimos pirámides de cristal en el Dique Mauá, islas artificiales en Punta Gorda, ciudades novísimas en Colonia, Paysandú y Salto, monumentos a la pandemia, puentes gigantes sobre la rambla portuaria… Cualquier rincón de Uruguay, gobierne quien gobierne, fue o puede ser invadido por torres de decenas de pisos al sol, azoteas verdes que ni los jardines colgantes de Babilonia, semipeatonales y paseos lineales llenos de cafés, porque, claro: consuman o circulen.
Obviamente no me estaba peleando por lo estéticamente desagradables que me parecen los fotomontajes de este tipo, aunque eso tampoco ayuda. Me estaba peleando, y me peleo, nos peleamos, con lo que esas imágenes muestran, y lo que no muestran. Muestran muchísimas concesiones del Estado (¡con la nuestra!) a los especuladores inmobiliarios. Y ocultan a toda la gente que conozco, porque esa gente no corresponde en esos proyectos, ni en las ciudades deseables, ni en ningún lado, en verdad.
Nos peleamos también con la función que cumplen esas imágenes. Llenas de gente agradable y en armonía, la mayoría de las veces son el único argumento de sus productores. Ante la pregunta: ¿por qué van a destrozar y malvender nuestra ciudad?, la respuesta parece ser: ¡pero mirá qué lindo que se ve! Cuestión de gustos.
Cuestión de política, y de imaginación. Más allá de mis gustos personales en cuanto a fotomontajes y a política urbana, me preocupan otras cosas. En los fotomontajes arquitectónicos, en la publicidad, en los programas de gobierno, en cualquier frente que te asomes, la situación es la misma. Las imágenes de las ciudades, de las escuelas, de la salud, de las familias, la democracia del futuro (más cercano o lejano) son escasas, homogéneas, aburridas; en general, inviables o excluyentes. Y siempre, siempre, una extensión de lo que ya hay, pero sin las partes feas. Sin violencia, sin pobreza, sin hambre.
La percepción —nuestras formas de ver, de sentir, de entender, de tocar— es el producto histórico de las relaciones sociales y económicas. Cada régimen tiene sus propias formas de percepción, y sus formas de entrenarla. La forma de ver define lo visible: lo que podemos ver y lo que podemos imaginar. Cada tiempo político define zonas de atención, aquello de lo existente que podemos ver y cambiar.
El discurso dominante de nuestro tiempo político produce muchísimas imágenes de futuro, y estas imágenes pueden clasificarse en dos grupos. En el futuro todo puede salir mal. El agua se agota, las computadoras se rebelan, la humanidad se vuelve estéril, el autoritarismo campea. Muchas de estas imágenes ya existen en el presente, sale agua salada de las canillas, los policías gasean niñxs y patean jubilados en el piso, un pueblo entero es víctima de la extinción programada.
Del otro lado están las imágenes en las que sale todo bien. Va a haber sol y casas bonitas para todo el mundo, escuelas llenas de niñxs felices y bien alimentadxs, plazas repletas de gente variopinta llevándose bien. Pero ese «salir todo bien» es, por supuesto, dentro del mismo régimen político y económico. Este que produce lo contrario, o al menos (según ese mismo discurso), no ha sabido llegar a tal paraíso.
En ninguno de los dos casos existe escapatoria. Esa es la propuesta de futuro que subyace a ambas: resignarse a la destrucción o fingir demencia. La percepción y la creación son constitutivas del sujeto, el universo simbólico que nos vamos armando determina lo que podemos desear, y lo que podemos proyectar como nuestra acción en el mundo.
Pero no alcanza con producir las imágenes para constituir ese poder de lo visible. Es necesario controlar la producción y la circulación de imágenes. En un régimen que se basa en el intercambio de mercancías por parte de «productores libres», el secreto es lograr que las imágenes tomen la forma de imágenes-intercambio1, y la visión, la forma del mercado. Cada quien es un productor de imágenes que compiten todas a la par.
Esta forma se generaliza con las redes sociales, qué espacio más similar al mercado abstracto. Cada imagen es perfectamente intercambiable con todas las otras, sea el paso a paso de una receta con papas o la foto periodística de un niño amputado en Gaza, el registro amateur de la Amazonia en llamas, o el proceso de realizar una pintura al óleo (¡seis meses en 15 segundos!). Todas igualmente olvidables en el escroleo infinito.
Por mucho mantra de la innovación que se repita, el mercado premia lo conocido, no lo diferente. En el mercado de la imagen pasa lo mismo. Lo estrambótico y lo fuera de lugar parecen indicar lo contrario, pero son norma, desde que Duchamp pusiera un mingitorio en un pedestal y el mundo del arte, a la larga, le diera las gracias.
Todo el mundo tiene un celular con cámara e internet. Cada quien es libre de crear y poner en circulación todas las imágenes que quiera, siempre que estas puedan ser leídas por el algoritmo y procesadas por la inteligencia artificial. Homogeneización disfrazada de democratización de la producción.
Los magos de Silicon Valley nos regalaron el acceso al mercado y ahora democratizan la creación, inmediata: todxs podemos crear una foto o una pintura renacentista con solo escribir un comando. Solo se requiere poder pagar, saber escribir el comando, tener imaginación, y limitarse a lo que una empresa, propiedad de un puñado de millonarios, haya decidido que puede verse. Y estar dispuestxs a entregar nuestros datos a cambio para seguir alimentando al monstruo.
Del otro lado del mercado, el Estado, y nosotrxs, esa masa informe, a veces sociedad civil, a veces comunidad, a veces «las masas». Proyectos estatales, políticas públicas, todos iguales. Las propuestas de los progresismos del primer cuarto de este siglo no van mucho más allá de proponer un mantenimiento un poco más benigno de lo que hay, una propuesta, paradójicamente, cada vez menos realista, a medida que se agrava la crisis climática, la violencia y la desigualdad. No hay imaginación para ir a buscar en los gobiernos, sus funcionarios grises, sus cargos a dedo, sus tecnócratas ajenos a la realidad.
¿A dónde fueron nuestras imágenes?
El problema es que frente a la circulación controlada por la anarquía del mercado, que reproduce las imágenes de un capitalismo inescapable, nostálgico de cualquier pasado que pueda reducir a pura cobertura estética (así sea con hoces y martillos), no solo los gobiernos de «nuestro» bando se resignaron a la ilusión de un futuro de sol y balcones verdes, abundante por merced de la gestión, contra toda evidencia. Las organizaciones sociales, las bases partidarias, la militancia, parece que nos hemos quedado sin imágenes de futuro.
Ellos nos ofrecen un pésimo argumento, pero nosotrxs tampoco estamos creando imágenes que seduzcan. No hablo de cuestiones frívolas, publicidad o discursos vacíos. Hablo de elaborar respuestas que convenzan a mucha gente de que son mejores, más bellas, pero también imaginables, que sean imágenes deseables.
En la izquierda nos acostumbramos a andar disculpándonos de nuestro pasado, de los errores y también de los deseos, de las conquistas, incluso de las decisiones ajenas, antes de decir cualquier cosa, de plantear cualquier verdad o propuesta, como si tuviéramos que responder, cada quien, por toda la historia. Y como si fuéramos nosotrxs los causantes del sufrimiento generalizado.
Nos llegan imágenes de revoluciones acorraladas, de genocidios, de movilizaciones quizá masivas pero sin objetivos claros. En un tiempo así, en el que nos vemos desmovilizadxs, mientras se suceden personajes cada vez más absurdos encarnando las nuevas formas de fascismo, y de paso limpiando a las derechas civilizadas (pero igual de ultras), es verdad que resulta difícil ver en el pasado, más lejano o cercano, otra cosa que la derrota. Y cuando estamos fijándonos en las conquistas, en los momentos de movilización, de acumulación, cuesta verlas como algo más real que una alucinación.
La derrota circula en todas las bocas, en referencia a distintos procesos y momentos, diversos también en su gravedad, pero siempre proyectando una sombra oscura sobre el futuro. Nadie se anima a intentar ver más allá de la próxima elección por miedo a lo que pueda encontrar. Cargamos traumas del pasado mientras intentamos sortear un presente cada vez más precario, que nos obliga a bajar también la vara del deseo.
Sucumbimos al realismo capitalista que caracterizó Fisher. En un artículo de 20132, recuerda que el proceso de restauración pos-68 llevado adelante por la derecha neoliberal implicó «no solo la destrucción de formas particulares de sueños, sino la propia supresión de la función de soñar en la cultura popular». A garrote limpio nos sacaron la imaginación, el deseo, las utopías. Las democracias que nacieron a partir de los ochenta en este sur fueron paridas más desde el terror que del deseo.
Por su parte, Susan Buck-Morss3 traza esta pérdida de la experiencia ya en el siglo XIX. A la par que se desarrollaba la anestesia a través del uso de narcóticos como técnica médica, esta se conformaba como modelo para la experiencia (estética, aesthesis, lo que es percibido por los sentidos) social, concibiendo al cuerpo colectivo obrero como un paciente, un paciente irracional, impulsivo, que necesita sedación para su manejo.
Esta anestesia se produce a través de las fantasmagorías (o fetiches, ¿les suena?) que inundan de estímulos el aparato sensorial. En el siglo XIX fue la proliferación del ornamento, los paseos urbanos, las ferias universales, los panoramas; en el XX la burbuja turística, el parque temático, el centro comercial; y en este cuarto de siglo el cine 4D, la realidad virtual y aumentada, las redes sociales y el agujero de conejo del algoritmo.
La estética como posibilidad de conocimiento a través del sistema sensorial, interfaz que nos conecta con el mundo, se invierte y pasa a ser la forma de bloquear la realidad, destruyendo el poder político del organismo.
En palabras de Walter Benjamin, que resuenan tanto hoy, la meta del fascismo es:
«lograr que las masas alcancen su expresión (pero de ningún modo, por supuesto, su derecho). Las masas tienen ‘derecho’ a la transformación de las relaciones de propiedad; el fascismo intenta darles una ‘expresión’ que consista en la conservación de esas relaciones. Es por ello que el fascismo se dirige hacia una estetización de la vida política.»4
Benjamin, que escribía en un momento donde quizá la moneda todavía se encontraba en el aire, llamaba al comunismo a contraponer a esto la politización del arte. Hoy, con esta sensación de derrota y sin una alternativa clara, ¿con qué herramientas recuperamos nuestra participación en la producción de símbolos, una producción contrahegemónica que pueda saltar el cerco del mercado de imágenes generalizado y activar otros imaginarios?
Es necesario articular una crítica capaz de quebrar esa línea entre lo real existente y lo posible deseable, desde los rescoldos que nos quedan, superando el adormecimiento y los enlatados visuales del streaming. Es verdad que bastante trabajo tenemos en el presente. Y no es verdad que no tengamos ninguna imagen de futuro. Tenemos unas cuantas, aunque inconexas entre sí y con nuestro presente. ¿Cómo conectamos esas imágenes de futuro entre sí y con nosotrxs? ¿Cómo las construimos para que seduzcan?
Hace mil años, en 2019, parecía que en Chile iban a dar vuelta el mundo, es decir, a enderezarlo. Las imágenes eran súper potentes. Chile, el alumno ejemplar, dejaba ver las heridas de 50 años de disciplinamiento, y de paso mostraba los dientes. En tres años asfixiaron ese proceso y hoy la Plaza de la Dignidad vuelve a ser Baquedano, limpia. El idealismo de la pura revuelta, de los espacios autonómicos y prefigurativos es imprescindible pero insuficiente. Del otro lado, la imagen total de «los que saben» a dónde debemos ir nos deja sin tarea, o sea, nos desmoviliza. Precisamos lograr que la experiencia real y concreta, que convoca a la militancia porque en la tarea de remangarse y hacer se reconoce, trascienda en una propuesta sistémica de cambio, con horizontes de deseo concretos pero ambiciosos: imaginables.
Zurcir un imaginario de la transformación
Si el problema empieza en el anestesiamiento de la experiencia sensible, la primera tarea es desanestesiarnos, recuperar la percepción. Recuperar nuestro vínculo con el mundo, reconocer aquello que verdaderamente es, y las maneras en las que estamos directamente involucradxs en que sea así. Volver a conectar los estímulos externos, eso que nos pasa todos los días sin que reparemos en ello, con las imágenes internas: nuestra memoria y nuestro deseo.
Esta idea nos lleva a dos lugares, para empezar. Por un lado, desconfiar de lo «real» del «realismo capitalista». Este no se trata de un compromiso con la realidad tal cual es. Volvamos a Marx, desconfiemos de las apariencias con que las cosas se presentan. La realidad pregonada por el realismo capitalista no es otra cosa que hegemonía, una ficción propuesta por el poder y consensuada a través de múltiples medios.
Por detrás de los velos del fetiche, una realidad más real: el mundo se dirige al colapso socioambiental y para evitarlo es necesario tomar medidas drásticas —no lo digo yo, lo dice laciencia(™). La única forma sensata de estar en un mundo que se dirige al colapso es inventar otro, o sea, imaginarlo y construirlo, en la medida que podamos. Es decir, que si las imágenes tienen algún poder, es necesario y posible inventar imágenes de contrapoder que lo invaliden.
Por otro lado, supongo que se habrán dado cuenta de que todo esto de la estética y la percepción y los cuerpos y los estímulos está pidiendo otra palabra: goce. El goce es mucho más que la felicidad, que el simple disfrute, es más profundo que el placer. Dice la Federici5 que el goce «es una pasión activa y deseante, es movimiento (...), es transformación». No excluye el sufrimiento, lo incorpora, porque el goce es, justamente, la experiencia plena de la relación con el mundo, con la vida. Si queremos cambiar el mundo, es porque creemos que hay uno donde podemos gozar de todo lo vivido, sin padecerlo.
Esto tiene muchas ramificaciones, pero me voy a concentrar, de momento, en una que atañe a las imágenes en particular. Es necesario convocar, movilizar, seducir. Las imágenes pueden servir como puntapié para dar discusiones densas que son muchas veces inaccesibles de otro modo. Aun siendo construidas social e históricamente, las imágenes conservan cierto sentido de inmediatez, aquella primera percepción, ese fragmento de segundo anterior a la adjudicación de significado, que luego permanece en el aire. Las palabras y las imágenes se complementan, se continúan la una en la otra, lo visto (que incluye lo imaginado) requiere continuarse en la palabra para subsistir, así como lo escuchado requiere conformar imágenes.
Esta cualidad sensible de las imágenes (formas, objetos, configuraciones espaciales) abre la posibilidad de conmover el deseo. Nos sentimos convocadxs por aquello que entendemos deseable, y esto es algo que no se limita sólo al razonamiento. Por eso hablamos de seducción. Es el cuerpo que se mueve en la dirección de su voluntad. Las palabras que conmueven son aquellas que pintan un paisaje, en particular un paisaje en el que quienes leen o escuchan pueden verse, en el que desean estar.
Esta complementariedad se da porque en las imágenes puede reconocerse una apertura más allá de lo discursivo, es decir, existe aquello que no puede ser dicho pero puede ser imaginado. La relación entre palabras e imágenes no es de una traducción completa y cerrada, no coinciden cabalmente sino que se solapan, se rodean, contradicen, desbordan, completan. La imagen, por esta misma razón, es una parte esencial del lenguaje: «la metáfora no es una forma de decir que disfraza el sentido de las cosas, es la única forma de decir, en verdad, lo que las cosas son».6
Seducir quiere decir, en parte, crear nuevos deseos. Eso es lo que hace el capitalismo todo el tiempo, en general deseos destructivos de la comunidad, la psique y el ambiente, pero deseos al fin. Por nuestra parte, probemos a levantar deseos de emancipación, de articulación colectiva, de otras formas de vida. Pensemos históricamente. ¿Qué deseos habilitaron las imágenes de los barbudos de la Sierra Maestra entrando en La Habana y Santiago? Imaginémonos por un momento al comienzo del siglo XIX, cuando, acompañando la reconfiguración legal y económica, el proceso revolucionario de Haití modificaba el discurso y las imágenes que representaban al pueblo, a los héroes, al territorio. Imaginemos la conmoción (en un sentido) de los beneficiarios del trabajo esclavo y (en el sentido opuesto) de las personas esclavizadas y desplazadas.
Entonces, la imagen como hecho político puede ayudar a vislumbrar esos «futuros potenciales, pasados que podrían haber sido, presentes paralelos»,7 con los que construir hegemonías alternativas, contrapoderes. Imágenes que permitan reconfigurar el territorio de lo posible, incluidas las capacidades de acción, individuales y colectivas, rompiendo el orden dado por supuestamente ‘real’.
En la reflexión de Rancière,8 este es el trabajo de la ficción, no como la creación de un mundo opuesto al real sino como ese conjunto de acciones que rompen la línea que limita lo real como consenso hegemónico de lo perceptible. Romper esta línea de lo visible, lo enunciable, es lo que crea el disenso, modificando los modos de representación que vinculan apariencia y realidad. Hacer espacio a nuestras propias formas de vincular apariencias y realidad, es decir, hacer visibles nuestras realidades, en primer lugar para nosotrxs.
Más allá de la política como arte de lo posible, podemos habilitarnos a pensar los imposibles, que nos ubican en la derrota, como algo que nos mueve a actuar para que dejen de serlo. Contra la evidencia real-capitalista de la unidireccionalidad del tiempo (hacia el colapso), podemos rebelarnos para revelar otros recorridos, empezando por evidenciar los límites que es necesario quebrar entre el presente representable y lo deseable.
Para Ticio Escobar, las pistas de este vislumbramiento las podemos buscar en el arte popular, subalterno. Lejos de limitarlo a lo que alguna institución pueda calificar de antemano, Escobar plantea que lo que hace artístico a un objeto o acontecimiento es justamente esta capacidad posterior de vislumbramiento, que puede permanecer mucho tiempo latente hasta que una particular configuración de tiempos, personas, deseos, la active. Crear y buscar las imágenes, objetos y acontecimientos que nos seduzcan, que nos visibilicen, para multiplicar reservas de significado, que nos permitan enunciar esos mundos deseables.
Quiero reivindicar aquí el archivo y la memoria. Existen dos tipos de historia oficial, la del poder y la de la resistencia. Ambas son oficiales en el sentido de que narran un conjunto de grandes hechos hilados de una manera lineal y autocontenida, sin fisuras. ¿Sin fisuras? En los resquicios, entre esos ‘grandes hechos’, se cuelan los ‘hechitos’, la historia menuda de las pequeñas resistencias y construcciones, de los momentos en los que un montón de personas pequeñas se transformaron en colectivo y acontecimiento, propusieron un quiebre en el ‘natural fluir de las cosas’ para proponer otro itinerario.
El archivo y la memoria no se oponen al futuro, sino que lo iluminan. El pasado tiene la potencia de lo hecho, lo soñado, lo perdido, las promesas aún incumplidas, y las luchas que dimos. Los futuros que esos pasados prometían siguen siendo un compromiso hoy, si nos permitimos verlos y actualizarlos. Esos momentos de enorme efervescencia social, en los que muchísima gente creía en un mundo más bello y lo escribía y estampaba en banderas, pancartas y paredes, muestran una belleza que supimos ser, son un triunfo en sí, incluso si luego sobrevino la derrota. Derrota que también nos advierte para ponernos más pillxs la próxima.
Esa historia pequeña vive en infinidad de documentos (muchísimas imágenes) y en los recuerdos de personas comunes y corrientes que estuvieron ahí, o que escucharon el cuento. Historias de sindicatos, de cooperativas, de ollas populares, de colectivos barriales o estudiantiles que sólo circulan en la cortita. Son las historias de gente común y corriente que nunca llegó a ser un personaje de la Historia. Esa es, en parte, su potencia: para la mayor parte de la gente es más fácil reconocerse en un vecino que se cruza en el almacén que en una persona que solo vio en la tele o en el diario.
Esa potencia de las promesas y los agentes invisibilizados convierte al archivo en espacio privilegiado para germinar otros futuros. Rescatar esas manchas oscuras en el espejo de la realidad, construir ese archivo en nuestros términos, no como curiosidad académica sino, de nuevo, como reserva de significado, como potencia, es una tarea militante que nos puede convocar. La propia tarea, profundamente afectiva, construye nuevas imágenes: el mapa que trazan las trayectorias individuales y generacionales a través de la narración de la historia que solo puede crearse colectivamente.
Además de las imágenes de nosotrxs, precisamos visibilizar las imágenes de los otros. Los que nos cagan la vida, en buen criollo. Reconfigurar la vinculación entre apariencia y realidad es también mostrar que el rey está desnudo. Que los milmillonarios son varias veces más contaminantes que cualquier maestra o albañil se ha dicho hasta el hartazgo.
Pero a través del anestesiamiento, de la cortina luminosa de la pantalla omnipresente, podemos verles las caras (a algunos, no a todos ni a los más importantes) sin calcular cabalmente el daño que hacen. O, más bien, el daño que hace el régimen que ellos representan. Pensar nuevas maneras de realizar esa denuncia sin que la propia denuncia sea absorbida y banalizada por ese régimen es el anverso de soñar otro mundo posible. Porque solo visualizando ese mundo posible se hace insostenible y absurdo que exista el daño que la lógica del capital genera. En la utopía no hay lugar para Musks ni Bezos ni Finks.
De ninguna manera esto quiere decir que la denuncia no sea necesaria. Es una tarea complementaria, seguir visibilizando el nivel obsceno de intimidad que este régimen tiene con nuestros barrios, nuestros cuerpos y nuestras mentes, y cuánto los daña. No nos cansaremos de decir que «la culpa es del capitalismo», porque esa modesta fórmula encierra muchísima verdad y, capaz por insistencia, cuela en el momento y la persona menos pensada.
Y, después de los agentes del daño, queda el daño en sí. Las imágenes apocalípticas también deben alimentar este imaginario. Ya estamos viviendo un mundo de escasez, de penuria climática, de agua salada, de tormentas devastadoras, de desequilibrio mental, violencia, desigualdad. La historia de la especie humana es, mayormente, una historia de adaptaciones a la naturaleza que nos toca. Esta vez los cambios vienen siendo generados por nuestra propia acción. Las imágenes de cómo estamos frenando y podemos frenar el agravamiento de la catástrofe son tan importantes como las imágenes de cómo nos estamos adaptando a los cambios que ya están aquí.
Lo más relevante de todo este universo de imágenes no es que generen mensajes cerrados, que no lo hacen, sino que abran la posibilidad a un acontecimiento, esperado o temido, incierto, inminente: algo que ronda pero no se sabe cuándo ni si llega.9 El montaje es un modelo en el que todas estas imágenes pueden ponerse en relación. Tomar lo existente, desordenarlo y reconfigurarlo, ya abre nuevas posibilidades, al interrumpir la lógica progresiva del relato. No se trata, entonces, tanto de crear un universo simbólico cerrado y paralelo al existente (que solamente nos aislaría), sino de contaminar el real-capitalismo con nuestra presencia contrahegemónica: invadir los renders con mediotanques.
No es necesario buscar configuraciones completas y perfectas, todo puede (y hasta debe) ser provisional, múltiple, porque se trata, como dijimos, de interrumpir, de suspender el sentido de lo dado. Buscar nuevas formas de yuxtaponer y mezclar elementos, sin censura previa. No hay tampoco un único lenguaje al que limitarnos. Podemos poner el sueño, la memoria y el juego en diálogo con la investigación y el análisis.
Podemos poner también las redes sociales en diálogo con la calle, el video con la pegatina, siempre que nos aproximemos críticamente y con cautela a cada medio, para habitar el margen de indeterminación que el medio tiene. El objetivo de cada medio es hacerse invisible tras las imágenes que proyecta, y engullirlas todas para banalizarlas. Para contrarrestar eso, es necesario visibilizarlo a través de la dislocación y el trasvase de elementos.
La aproximación crítica implica la mirada atenta, creativa, la contemplación. Quiero ilustrar esta idea. El escroleo al que nos acostumbró el celular viene de scroll, ‘rollo’, que era la forma en la que se conservaba la palabra escrita en los papiros antiguos. Para leer un rollo es preciso desenrollarlo de un lado y enrollarlo del otro, se trata de una lectura lineal, unidireccional. Lo siguiente está oculto y lo anterior desaparece. Los códices, el formato que hoy conocemos de páginas unidas por cuadernillos, se terminó de imponer a inicios de la edad media, cuando el análisis comparado de textos religiosos, supuestamente, privilegió la lectura en múltiples sentidos —hacia atrás y adelante— y direcciones —de un texto a otro. Es decir, permite lecturas y relecturas paralelas, conjuntas, yuxtapuestas, salteadas. Esta imagen del códice, que requiere la mirada lenta y atenta, que habilita la multiplicidad, en la que la lectura se reactualiza todo el tiempo, en la que quien lee es tan dueño del significado como quien escribe, nos da una pista de a qué nos referimos con la contemplación.
Contemplar, hacerse tiempo para construir espacios comunes en los que cuestionar lo dado. Permite escapar, al menos momentáneamente, a la pura dominación. Contemplar se contrapone así a la anestesia, al escroleo como forma de circular por la vida, con las anteojeras puestas, a la circulación automática de las imágenes-intercambio.
Implica recuperar el tiempo y los ritmos que desobedecen el aparato anestésico. Contra el real-capitalismo que fantasea con un futuro que puede mantenerse igual, un realismo subvertido, que desde la observación de la realidad completa y de las temporalidades múltiples, de cuenta de un futuro realmente posible.
Estas temporalidades múltiples pueden encontrarse en la vida cotidiana, en el encuentro lento e ‘improductivo’ de la reunión de amigxs, en la charla imprevista en una esquina, en la asamblea, en el tiempo que las organizaciones se toman para reflexionar sobre aquello que las afecta, todos los ritmos que no responden a la temporalidad mercantil, burocrática, electoral. Recuperar el tiempo es, después de todo, uno de los mayores actos de disenso.
La imagen-intercambio es siempre completa, autocontenida. A través del régimen espectacular propone un deseo y lo satisface en el mismo momento, anticipando el desenlace desde incluso antes de ver la imagen. Reproduce esa incapacidad de sostener la insatisfacción, de buscar el disfrute más allá del principio del placer, la hedonia depresiva que caracteriza Fisher. De esta manera, a través de recursos impactantes, genera la ilusión de que pasa algo, hay un simulacro de la vida, pero en el mismo momento aplaca cualquier inquietud, lo explica todo, no deja preguntas pendientes.
Contra esto, las imágenes contemplables son incompletas, son las que se prestan a los significados abiertos y en conflicto, las que hacen preguntas o iluminan las manchas oscuras para ver qué hay o mejor, qué puede haber en esos huecos. Necesitan ser sostenidas en esa suspensión del mensaje cerrado, ponerse en diálogo con otras y en colectivo. Las imágenes contemplables son desbordantes, como lo es el cuerpo obrero que sale de la anestesia.
Nos podemos trazar unas cuantas tareas, que más que sumarse a otras, implican modos de aproximación, para desanestesiarnos y reencontrarnos con el mundo. Prestar atención a nuestras propias acciones sobre el mundo, y las imágenes que dibujan. Multiplicar la creación de imágenes. Narrar nuestras historias a través de todos los medios que tengamos a nuestra disposición. Crear nuevos medios. Jugar con las imágenes disponibles y con las formas de vincularnos a ellas. Pegar afiches. Grafitear. Historizarnos, generar archivo. Contar nuestras historias, las épicas y las mundanas. Volver a contemplar nuestro pasado. Imaginar colectivamente. Desordenar y reordenar. Habitar los tiempos, darle tiempo a la contemplación. Perder el tiempo. Comparar, poner en relación, armar constelaciones de imágenes. Todo es una fuente válida: los sueños, las películas, las redes, el hogar, la asamblea. Generar espacios para la creación, escribir utopías. Nunca actuar en automático: cuestionar todos los medios. Elegir a conciencia. Cuestionarlo todo, compartirlo todo, politizarlo todo.
- Este concepto lo tomo de Andrea Soto Calderón, Imaginación material, 2022. ↩︎
- www.e-flux.com/journal/46/60084/a-social-and-psychic-revolution-of-almost-inconceivable-magnitude-popular-culture-s-interrupted-accelerationist-dreams ↩︎
- Estética y anestésica: una reconsideración del ensayo sobre obra de arte, en Estética de la imagen, 2018. ↩︎
- Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, en Estética de la imagen, 2018. ↩︎
- Silvia Federici, Ir más allá de la piel, 2022. ↩︎
- Graciela Chamorro, Teología guaraní, citada en Ticio Escobar, Aura latente, 2021. ↩︎
- Ticio Escobar, Aura latente, 2021. ↩︎
- Jacques Rancière, El espectador emancipado, 2017 ↩︎
- Ticio Escobar, obra citada. ↩︎