Las tres cuerdas de la trenza

Cualquier idea o movimiento político necesita que alguien lo encarne y lo lleve adelante. Por eso, las discusiones políticas suelen tener, por debajo, discusiones sobre el sujeto. El renacer del nacionalismo viene junto con la postulación de la nación, el pueblo o el estado como sujeto. El liberalismo proclama al individuo propietario como sujeto. El feminismo discute sobre qué quiere decir que su sujeto sea la mujer. Las políticas de identidad, sean raciales, sexuales u otras, plantean distintos grupos como sujeto central y plantean diferentes formas de alianza e interseccionalidad. Incluso hay propuestas más abstractas: aceleracionismos que ven al desarrollo de la inteligencia artificial como un sujeto en formación, humanismos universalistas que piensan desde el conjunto de la humanidad, incluso misticismos naturalistas que piensan desde el conjunto de la vida o la naturaleza.

El problema del sujeto rara vez aparece como el reclamo de un privilegio supremacista por parte de un grupo, sino más bien como una aspiración a la hegemonía: el tema es a qué grupo le corresponde el liderazgo intelectual y moral del resto, los intereses de qué grupo son identificados con los intereses del conjunto, el punto de vista de qué grupo se transforma en marco interpretativo de los demás. Esto no siempre es admitido, pero casi siempre opera.

Históricamente se ha considerado que la clase trabajadora es el sujeto histórico del socialismo. De una forma u otra, esto es explícito en infinidad de documentos de organizaciones socialistas de todos los pelos. Esto tiene razones históricas y teóricas profundas, pero también ha sido discutido desde diferentes posiciones.

1. La clase trabajadora como sujeto del socialismo, y su crisis

En el pensamiento político clásico, la clase social tiene una relación profunda con la organización política. Desde los griegos, se entiende que la democracia, el gobierno de los muchos, es el gobierno de los pobres, que siempre son más, mientras que la oligarquía o la aristocracia, el gobierno de los pocos, es el gobierno de los ricos. Maquiavelo entendía que que las repúblicas eran posibles por la capacidad de “los pequeños” de abrir disputas contra “los grandes”, forzando la creación de arreglos institucionales que contemplaran sus intereses. Así, la tradición republicana y democrática está asociada al poder de las clases subalternas y, luego, a una serie de movimientos asociados a la Ilustración radical que culminan con la Revolución Francesa.

En la modernidad, con la emergencia del capitalismo y con él, de la clase trabajadora asalariada como sujeto social de masas, aparece una serie de movimientos reformistas y revolucionarios que se entrelazan con el desarrollo del movimiento obrero. Si bien esta relación no es lineal ni idéntica en todos los casos, existe una poderosa tendencia a que sea entre las organizaciones, los dirigentes e intelectuales de la clase trabajadora en quienes se desarrollan y se enraizan las ideas que proponen organizar la producción como una libre asociación de productores, tendiente a una sociedad sin estado ni clases sociales. Anarquistas, comunistas, socialistas surgen de este movimiento, con diferentes formas de entender sus fines y sus medios. Es difícil imaginar qué sería el socialismo sin esta relación.

Hay una razón teórica para este vínculo, que es bastante sencilla. Si el socialismo es la propuesta de una forma de organizar la sociedad distinta del capitalismo y que, por lo tanto, se propone sustituir a este, a los socialistas les conviene, en primer lugar, apelar a quienes no se benefician del capitalismo y especialmente a quienes son subordinados y explotados por este. A su vez, estos sujetos subalternos, en la medida que desarrollen posiciones políticas autónomas, tenderán a buscar arreglos sociales que no los subordinen y exploten, produciendo así una afinidad electiva entre los militantes de la causa de la clase trabajadora y el socialismo como movimiento político-intelectual.

Existe una razón teórica quizás más profunda, que está en la forma como el marxismo entiende al concepto de trabajo. En el capítulo 5 de El Capital, Marx entiende al trabajo como el intercambio metabólico de materiales entre el ser humano y la naturaleza, que toma la forma de trabajo específicamente humano al ser mediado por la conciencia, la razón y la imaginación. El ser humano, fuerza natural que actúa sobre la naturaleza, al trabajar, proyecta la transformación que busca lograr en la naturaleza para cumplir sus necesidades y deseos. En el capitalismo, el trabajo está organizado de una forma irracional y explotadora, subordinada a las fuerzas caóticas del mercado y bajo el mando de una clase. El capital, de algún modo, es el déficit de conciencia del ser humano respecto de su propio trabajo, de sus creaciones y su relación con la naturaleza, al actuar como si no fuera posible decidir sobre lo que hacemos. El socialismo se propone, en cambio, organizar la producción de un modo racional, planificado y democrático. Es decir, lograr que nuestra existencia material se organice de forma consciente. Lo que implica que los principios que organizan la vida social sean los del trabajo (y por lo tanto los de la clase trabajadora) y no los de la acumulación irracional del capital (es decir, los de la clase capitalista).

Entre fines del siglo XIX y mediados del siglo XX, la política socialista trabajaba con el supuesto de que el devenir de la historia iba a hacer que las sociedades se polarizaran entre la clase trabajadora y la capitalista, disolviéndose las demás en una de esas dos. Eso permitía reducir la complejidad de la sociedad bajo una teleología que permitía no prestar mayor atención a fenómenos que de todos modos estaban en tren de desaparecer.

El problema es que mientras avanzaba el siglo XX esto no sucedió de forma lineal. La comodidad de una parte de la clase trabajadora europea bajo los estados de bienestar y la centralidad de la cuestión nacional en las luchas antiimperialistas hizo que las aspiraciones a la transformación socialista pasaran a posarse sobre sujetos como la juventud o los pueblos colonizados. A esto se suma la forma como los distintos socialismos tuvieron encuentros y desencuentros con otros movimientos, como el feminismo y el antirracismo. Por mucho tiempo, el marco más usual para estas relaciones era subsumir las aspiraciones de todos ellos bajo un universalismo igualitarista, pero esto dejó de ser viable en la medida que distintos movimientos ganaron consistencia teórica propia en diálogo con pensamientos no necesariamente socialistas ni siempre compatibles con un universalismo igualitarista.

Con el tiempo, fueron apareciendo más problemas. La ciencia ecológica mostró que existían límites al crecimiento económico, forzando a replantear las versiones más entusiastas del prometeísmo socialista. Además, distintas mutaciones económicas y culturales desdibujaban los límites de la clase trabajadora, apareciendo nuevas modalidades de organización del trabajo, así como grandes grupos de personas que quedaban excluidos del trabajo y las instituciones para su protección. Encima de esto, hacia los años 80 y 90 los movimientos socialistas y obreros del mundo sufrieron derrotas estratégicas en casi todas partes.

En ese contexto, muchos salieron a buscar nuevos caminos teóricos, que implicaron nuevas discusiones sobre la agencia y el sujeto. Algunos decidieron recostarse sobre el liberalismo, transformar al socialismo en un horizonte ético brumoso y entender como sujeto histórico a una vaga noción de ciudadanía democrática. Otros salieron al diálogo con diferentes zonas del pensamiento postestructuralista, criticando la noción de sujeto pero proponiendo nuevas teorías sobre cuál podría ser la agencia. Dos de las teorías más célebres son el pensamiento sobre el pueblo de Laclau y Mouffe y el pensamiento sobre la multitud de Hardt y Negri.

Para Laclau y Mouffe, el pensamiento sobre la estrategia socialista debía comenzar por dejar atrás al “esencialismo de clase”, y desligar al pensamiento político del análisis socioeconómico. La estrategia política debía partir de las demandas que emergieran de la vida social, trabajando en procesos de articulación de demandas que eventualmente cuajen en torno a un significante vacío que estabilice una agencia popular siempre contingente, capaz de establecer un antagonismo con un régimen que no da cuenta de sus demandas.

Para Hardt y Negri la cooperación social siempre tiene la iniciativa histórica, en la medida que todo lo productivo emerge de la multitud. Esto implica que siempre se debe buscar, incluso en los acontecimientos históricos que parecen venir “desde arriba”, un movimiento multitudinario previo. La multitud aparece así como un conjunto de movimientos multiformes que luchan permanentemente por no ser capturados y por producir nuevas formas de cooperación, de las que pueden emerger nuevas instituciones.

Estas posiciones fueron muy relevantes en las últimas décadas, y cumplieron una función importante al mantener vivas teorías y prácticas de la política de masas en un período histórico posterior a una derrota profunda. Sin embargo, también tuvieron sus problemas. El populismo lenguajecéntrico tuvo serios límites para pensar estratégicamente el problema de la economía y el horizontalismo autonomista desató lógicas de fragmentación y parálisis en amplios campos militantes. De todos modos, estos aportes teóricos dan centralidad e intentan resolver un problema que no es en absoluto menor: la inmensa diversidad y complejidad de los mundos populares y del trabajo contemporáneos.

2. Fracciones de clase

El pensamiento socialista y marxista tiene un gran repertorio para pensar la diversidad y la fragmentación sin abandonar la idea de clase social. Es que si bien en abstracto el marxismo piensa desde la oposición de las dos grandes clases, en el análisis de coyuntura aparecen una multitud de fracciones y subgrupos teñidos por compromisos políticos y características geográficas. Si leemos los textos de análisis de coyuntura de Marx, por ejemplo El 18 Brumario de Luis Napoleón Bonaparte o La lucha de clases en Francia, vemos que el barbudo, al mismo tiempo que mantiene un clasismo metodológico desde el que analiza la agencia de las clases, también reconoce la existencia de muchos grupos y subgrupos: grupos leales a distintas dinastías, terratenientes, burgueses industriales y financieros, campesinos, proletarios de París, pequeña burguesía republicana, lumpenproletarios, entre otros.

Podemos proponernos, entonces, pensar cuáles serían los personajes si nos pusiéramos a analizar nuestro presente de este modo. Seguramente diferentes agencias estatales e internacionales, ciertos movimientos sociales e incluso organizaciones político-intelectuales integrarían este reparto, siempre buscando entender su participación en la lucha de clases. Si nos enfocamos en cómo pensar la agencia de la clase trabajadora, conviene empezar por definirla en los términos que lo hacía Marx: a la clase trabajadora la componen las personas que sostienen su vida vendiendo su trabajo en el mercado, trabajo del cual el capital extrae plusvalía.

Históricamente, el pensamiento marxista ha producido una serie de conceptos para hablar de la estratificación interna de la clase trabajadora. Dos de los más célebres son la idea de la aristocracia obrera (aquellos trabajadores que por estar en sectores más dinámicos de la economía, o ligados a circuitos imperiales, o protegidos por sectores estatales específicos gozan de mejores condiciones de vida) y de ejército industrial de reserva (es decir, aquellos trabajadores que el capital no emplea y quedan fuera degradándose, sirviendo como amenaza de sustitución de los ya empleados y presionar así el salario a la baja). Estas fracciones, formando parte de la clase trabajadora, tienen formas de vida y de organización distintas a las de la clase trabajadora “propiamente dicha”. La idea de que la clase trabajadora puede entenderse como dividida en tres fracciones reaparece varias veces, bajo diferentes formas.

En 2009 se organizó en Londres una conferencia “Sobre la idea del comunismo”, que convocaba a algunos de los principales pensadores postmarixstas del momento para relanzar el pensamiento comunista luego de la derrota de los 80 y la crisis financiera de 2008. El organizador fue el filósofo esloveno Slavoj Žižek, que en el cierre de la conferencia (un texto que, dicho sea de paso, fue clave para que quien escribe este texto se acerque al marxismo) hizo la siguiente reflexión que vale la pena citar en extenso:

Es como si los tres componentes del proceso de producción —la programación intelectual y la comercialización, la producción material y la provisión de recursos materiales— fueran cada vez más autónomos y surgieran como tres esferas separadas. En sus consecuencias sociales, esta separación se presenta como “las tres clases principales” de las actuales sociedades desarrolladas, que son, no precisamente clases, sino tres fracciones de la clase trabajadora: los trabajadores intelectuales, la vieja clase de los trabajadores manuales y los proscritos (los desempleados, los que viven en barrios precarios y otros intersticios del espacio público). La clase trabajadora ha quedado pues escindida en tres partes, cada una de ellas con su propio “estilo de vida” y su propia ideología: (…) la política de identidad multicultural posmoderna en la clase intelectual, el fundamentalismo populista retrógrado en la clase obrera y los grupos semiilegales (bandas criminales, sectas religiosas) entre los excluidos. Lo que todos compartimos es la identidad particular como sustituto del espacio público universal. Por consiguiente, el proletariado ha quedado dividido en tres partes, cada una de las cuales se enfrenta a las otras dos: los trabajadores intelectuales, llenos de prejuicios culturales hacia los trabajadores reaccionarios que exhiben su odio populista contra los intelectuales y los excluidos, y estos últimos, en permanente antagonismo con la sociedad como tal. El viejo grito “¡Proletarios, uníos!” hoy adquiere más actualidad que nunca: en las nuevas condiciones del capitalismo “postindustrial”, la unidad de las tres fracciones es ya su victoria.

Aunque leyendo desde América Latina en 2025 no necesariamente formularíamos esto de la misma manera que en Londres en 2009, el problema que enfrentamos es similar. 

A la luz de la crisis económica de principios de los 2000, el pensador marxista argentino Juan Iñigo Carrera hacía una reflexión sobre la fragmentación de la subjetividad productiva de la clase trabajadora, que desde una zona del marxismo muy distinta a la de Zizek, llegaba de todos modos a conclusiones parecidas, viendo una separación de la clase trabajadora en tres partes: el trabajador simple, mecánico y repetitivo; el trabajador complejo e intelectual, que el capital necesita mejor formado y pagado; y la población obrera sobrante, privada de toda subjetividad productiva. Carrera estudia la forma como la evolución del capital a escala mundial (y sus expresiones nacionales) afecta los tamaños relativos, la distribución geográfica y la dinámica política de estas tres fracciones.

A estas tres fracciones debemos sumar la existencia de otras clases subalternas que forman parte de una idea ampliada de lo popular sin ser parte propiamente de la clase trabajadora. Un viejo esquema marxista diferencia las clases sociales con dos criterios: si posee algún capital o no, y si necesita trabajar o no, produciendo cuatro cuadrantes: (I) posee capital y no trabaja, la burguesía; (II) posee capital y trabaja, la pequeña burguesía; (III) ni posee capital ni trabaja, el lumpenproletariado; y (IV) trabaja y no posee capital, la clase trabajadora.

A estos grupos debemos agregar el campesinado, vieja clase subalterna de los modos de producción pre-capitalistas, desgarrada entre el intento de sostener sus viejos modos de vida frente al avance del capital en el campo, la posibilidad de devenir una pequeña burguesía rural o la necesidad de migrar a las periferias de las ciudades para ser parte del ejército industrial de reserva o el lumpenproletariado. La pequeña burguesía, el lumpenproletariado y el campesinado fueron desde el principio piedras en el zapato de la teoría y sobre todo la praxis marxista. Estos sectores son muy importantes y contradictorios, hasta el punto de que Marx encuentra en las dificultades y las trampas en la relación entre la clase trabajadora y las otras clases subalternas una de las causas de la derrota de la revolución de 1848 y la Comuna.

A estas clases subalternas debemos agregar a lo que el sociólogo marxista analítico Erik Ollin Wright llamaba posiciones de clase intermedias: en la intersección entre la burguesía y la clase trabajadora encontramos a los gerentes, que son al mismo tiempo asalariados y jefes; y en la intersección entre la pequeña burguesía y la clase trabajadora encontramos a los asalariados semiautónomos que, siendo asalariados, por la organización de ciertos sectores del mercado de trabajo, deben comportarse más bien como proveedores de empleadores que aparecen como clientes.

Y existe un último grupo más extraño aún, en el que podemos agrupar a los restos de viejas clases dominantes en decadencia, que producen sectores desplazados que se pueden mezclar con el mundo popular. Aparecen allí todo tipo de sujetos extraños: empresarios fundidos reclamando subsidios, élites intelectuales deslegitimadas que al no ser bienvenidas en la élite apelan al pueblo, terratenientes que se presentan como resistencia a la extranjerización de la tierra, sectores reaccionarios cercanos al deep state que hablan de la necesidad de la recuperación de la soberanía, lumpenburguesías más o menos mafiosas que se reclaman como auténticas intérpretes de lo popular, etc.

En esta complejidad, aparecen dos problemas gruesos: el de la política de alianzas (o de distancias) entre la clase trabajadora y otros sectores subalternos, populares y desplazados; y el de la unidad entre las fracciones de la clase trabajadora. En este texto vamos a profundizar sobre este último problema, que aparece como el problema de las relaciones entre tres fracciones: la clase obrera “clásica”, con empleo estable, mayormente sindicalizada; un precariado que vive en los márgenes; y un trabajo sofisticado con alto capital cultural.

El emblema del Pit-Cnt es, no casualmente, una trenza compuesta de tres cuerdas. Pero eso no debe llevarnos a pensar que el problema de la unidad entre estas tres fracciones se resuelve con la unidad del movimiento sindical tal como existe hoy, ya que no necesariamente las tres fracciones tienen la misma tendencia ni la misma capacidad de organizarse en sindicatos. Tampoco alcanza para resolver este problema con la unidad político-electoral de la izquierda.

3. La clase media

Lo primero que tenemos que entender cuando hablamos de clases sociales es que las clases sociales no son lo mismo que los niveles de ingreso o de riqueza. La clase es definida por el lugar en la producción (si se es dueño o no de medios de producción, si se es o no asalariado) y no por el ingreso. O sea, cuando escuchamos hablar de deciles y percentiles tenemos que entender que no se está hablando de clases sociales, aunque hablar de la oposición entre el 1% y el 99% nos ayude a entender la desigualdad.

Como estamos acostumbrados a pensar la clase como niveles de ingreso, esto produce resultados contraintuitivos, especialmente cuando se trata de trabajadores con ingresos medios, altos o muy altos. Es el famoso tema de la clase media, que no tiene nada que ver con los deciles medios. Si prestáramos atención a los deciles, veríamos que el decil 4 tiene un ingreso promedio de 21.000 pesos, y el decil 7 de 36.000 pesos. Aunque no es una diferencia menor, no son ingresos que impliquen una diferenciación respecto del conjunto de la clase trabajadora e incluso de la línea de pobreza (recién en el decil 10, el más rico, se superan los 100.000 pesos). Por eso, para pensar la clase media, conviene más bien pensar en las capas superiores de la clase trabajadora y las posiciones de clase intermedias de Ollin Wright, que seguramente no estarían en los deciles medios de ingreso, sino que se concentrarían en los deciles superiores.

A esto tenemos que sumar que en el capitalismo la clase social no es algo estático ni siempre heredado. Las posiciones de clase se pueden perder, reproducir o superar, y aunque estadísticamente el ascenso al tope de la pirámide no sea lo más usual, es muy importante en las aspiraciones y las trayectorias de muchas personas. Además, no siempre las trayectorias de los hijos son legibles desde las posiciones de los padres (pensemos, por ejemplo, en una persona de una familia burguesa que vive un devenir trans y es privada de su herencia, en un hijo de una familia obrera que con mucho sacrificio estudia y llega a un puesto gerencial o en un hijo de una familia de trabajadores que no entra en el mercado de trabajo y entra en algún submundo). Muchas veces se llama clase media a la aspiración a la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora.

Las zonas de frontera de la clase trabajadora “hacia arriba”, así, son muy importantes y muy diversas. Veamos varios ejemplos. Uno puede ser verdulero de barrio, que puede tener un origen obrero y un nivel de vida idéntico al de sus vecinos obreros, pero no vende su fuerza de trabajo en el mercado y puede incluso emplear trabajadores, a los que probablemente no tenga la capacidad de pagarles razonablemente con plenos derechos. Otro ejemplo es cuando algunos trabajadores logran algo de capacidad de ahorro y acceden a la propiedad de inmuebles, o a hacer microinversiones, o a fondos jubilatorios que acumulan a través de la bolsa, atando sus ingresos a las oscilaciones del capital. Otro ejemplo, trabajadores que son dueños de medios de trabajo como computadoras sofisticadas o autos, existiendo un límite difuso entre un trabajador que se tiene que costear sus propias herramientas y un pequeño burgués dueño de un modesto medio de producción. Un último ejemplo: Branko Milanovic llama la atención sobre los trabajadores de ingresos altísimos (gerentes e investigadores en grandes empresas, futbolistas), que reciben, además de por salario, ingresos por capital, y tienden a construir mundos sociales muy cerrados.

Sujetos como estos oscilan, teniendo a veces posiciones identificadas con las de la clase trabajadora y otras muy reaccionarias: si al verdulero le suben un poco los impuestos o los derechos de sus trabajadores, corre el riesgo de perder su posición de clase, y va a reaccionar. Si un profesional que es dueño de un apartamento que alquila ve que se van a regular los alquileres, va a ver amenazado el ingreso que le habilita su nivel de vida. Pero estos mismos sujetos, en otras circunstancias, pueden ser defensores de la educación pública, de distintas reformas progresistas, etc. 

La realidad siempre es más mezclada y sinuosa que las categorías abstractas. En geografía se habla del límite para hablar del lugar preciso donde termina un país y empieza el otro, y de frontera para hablar de la zona donde los dos países se mezclan. Es importante entender que las dos cosas existen. Así, la clase media existe como zona de frontera, y dentro suyo está el límite entre los trabajadores más calificados y la pequeña burguesía.

Iñigo Carrera reflexiona que el trabajador complejo, por su lugar relativamente privilegiado en el mercado laboral, muchas veces le cuesta verse a sí mismo como parte de la clase trabajadora. A menudo, la política interpela a estos sectores no como trabajadores, sino ofreciéndoles garantías de que no se van a tocar sus ingresos y (modestos) privilegios. Pero quizás sería posible apelar a otra potencia que alojan: la de ser una parte fundamental de la autoconciencia productiva de la sociedad, de la construcción de capacidades de planificación, de acercamiento a la punta tecnológica, de reorganización ecológica y de construcción de un pensamiento propio. 

Más aún, porque por su relativa comodidad y los rubros laborales que frecuentan, estos sectores producen muchos intelectuales y militantes. La historia de la política obrera está llena de ejemplos de personas provenientes de las capas más calificadas de la clase trabajadora o la pequeña burguesía (o incluso la burguesía) que asumieron posiciones políticas socialistas y solidarias con la clase obrera, transformándose en importantes militantes o dirigentes, empezando por Marx, Engels y Lenin.

4. Los pobres

Del mismo modo que la clase media es una de las caras de la clase trabajadora, los pobres son otra, al punto de que la lucha de clases puede ser entendida, sin más, como una lucha entre los ricos y los pobres. Lo que, como vimos más arriba, es gruesamente cierto, pero impreciso. Porque, igual que la clase media es una zona de frontera entre la clase trabajadora y otras clases, los pobres también lo son.

En el gran esquema de las cosas, la inmensa mayoría de los trabajadores son pobres en términos relativos si se los compara con los niveles de ingreso y riqueza que tiene el 1% donde se concentran los capitalistas, aunque ganen salarios que estén por encima de la media de ingresos y puedan vivir más o menos cómodamente. Pero las cosas pueden volverse confusas cuando introducimos la línea de pobreza, y el hecho de que la mayoría de los trabajadores están por encima de esta, lo que podría llevar al error de pensar que los pobres no son parte de la clase trabajadora, sino que están “por debajo” de esta.

La dinámica del mercado de trabajo estratifica a la clase trabajadora en un gradiente, induciéndole dos emociones muy marcadas: la aspiración de subir, incluso llegando a salir hacia clases superiores; y el miedo de bajar y quedar atrapado en un espiral de degradación económica que lleva luego a la moral y la física. Esta dinámica no es ajena a la vida de ninguno de nosotros, y entenderlo es fundamental para poder hablarle a la clase trabajadora. Pero entendiendo, al mismo tiempo, que pensar desde este gradiente y sus pasiones nos acerca a un pensamiento liberal y mercadocéntrico, que es justamente el que el socialismo aspira a romper al crear capacidades colectivas de la clase en su conjunto. 

De todos modos, sí existe una clase subalterna urbana degradada distinta de la clase trabajadora: el lumpenproletariado. Aunque la palabra esté pasada de moda, conviene precisarla, especialmente porque a menudo se la usa como un modo despectivo de llamar a la pobreza o la indigencia, cosa que no es precisa. Si uno lee la forma como Marx describe al lumpenproletariado en el 18 Brumario, se hace una imagen muy distinta a la que solemos hacernos: lumpen no son los trabajadores desempleados o que viven en las periferias, sino algo más específico, no totalmente asociado a la pobreza: matones y mafiosillos, bohemios que no se sabe de qué viven, alcahuetes del poder, etc.

Claro, en las zonas del mundo donde los movimientos del capital destruyen empleos y hacen crecer inmensas masas de población sobrante, se dan procesos de desintegración social y lumpenización masiva. En su estudio sobre la historia del concepto de lumpenproletariado en la teoría marxista, Clyde Barrow señala que el marxismo anticolonial de Mao o Fanon entendió que la revolución en países que no tenían grandes clases trabajadoras industriales (o que si las tenían eran pequeñas minorías con una relación privilegiada con el mercado mundial) la punta de lanza de la revolución seguramente fueran el campesinado y el lumpenproletariado urbano, la gran “clase peligrosa”.

Igual que “hacia arriba” con la pequeña burguesía, la frontera entre la clase trabajadora y el lumpenproletariado es un largo gradiente que incluye economías populares y comunitarias, pervivencias urbanas de la vida campesina, circuitos más o menos ilegales, comunidades de sujetos excluidos, trabajadores de sectores poco dinámicos que no tienen ingresos que les permitan reproducir la fuerza de trabajo, etc. Estas zonas no son en absoluto nuevas ni ajenas a la dinámica de la clase trabajadora. Recordemos que Marx en El Capital enfatiza las condiciones de vida insalubres de los trabajadores y se toma tiempo de profundizar sobre temas como el trabajo a destajo o el trabajo infantil.

La desesperación y la experiencia directa de la extrema injusticia social hacen de los sectores más pobres, que oscilan entre el ejército industrial de reserva y el lumpenproletariado, una olla a presión, que si bien es sobornable y reclutable por sectores reaccionarios y a menudo está inmovilizada por el inmenso esfuerzo que tiene que hacer para reproducir su vida, también puede, en ciertas circunstancias, lanzarse con gran audacia al combate. De hecho, uno de los argumentos más básicos del pensamiento marxista es que uno de los grandes motores del movimiento revolucionario es la forma como la competencia capitalista presiona a los salarios a la baja y hace miserable la vida de la clase trabajadora, impulsándola a la rebelión.

Pero esto no es todo: el mundo de los trabajadores pobres, de los márgenes, de la bohemia, goza de una inmensa creatividad cultural. Basta pensar en los orígenes de las músicas floklóricas (folklore es literalmente saber del pueblo), el tango, el candombe, el carnaval y la cumbia. Y en lo explícito de infinidad de letras de estos géneros en la tematización de la condición de los sectores populares. Hay ahí uno de los componentes insustituibles de la autoconciencia de la clase trabajadora.

5. Del sentido común al buen sentido

Todos tenemos herramientas intuitivas que nos sirven para hacernos mapas de las clases sociales. Que, aunque puedan ser muy útiles, también nos pueden jugar malas pasadas. Las intuiciones correctas pero vagas son valiosas y deben ser acompañadas para hacer el camino señalado por Gramsci, que va del sentido común al buen sentido.

Si el odio de clase es uno de los motores de la política revolucionaria, si no se clarifica teóricamente de quien estamos hablando, podemos terminar por producir formas políticas que en vez de unificar a la clase trabajadora contra la clase capitalista, profundicen las divisiones internas de la clase trabajadora. Después de todo, todos somos el cheto de alguien: desde Palermo a Carrasco, los chetos siempre empiezan cinco cuadras más al este. Del mismo modo que en la mayor parte de la ciudad los ñeris siempre empiezan cinco cuadras más al norte o al oeste. Una vez más, un largo gradiente.

Ideas como la de cheto o ñeri son el mapa espontáneo de las clases sociales del que disponemos, deduciendo la posición de cada quien por su vestimenta, su forma de hablar, el barrio donde vive o sus rasgos étnico-raciales. El problema es que el mapa que producen estas señas es (además de prejuicioso) altamente arbitrario y sesgado por la posición de cada quien. Un ejemplo: vemos como chetos a las personas más chetas que nos cruzamos en nuestra vida cotidiana, pero no a los que viven en barrios privados, que no vemos nunca. Pocitos puede ser un barrio de ingresos más bien altos, pero donde vive una importante población de asalariados. La palabra ñeri puede hablar de trabajadores pobres o lumpen, pero tiene también una evidente dimensión racial, y marca más bien una pertenencia cultural de la que participan personas de varias clases sociales. Estas percepciones viscosas nos dan información, pero también nos desorientan.

En un momento de auge de la política de identidad y el culturalismo, esto es especialmente delicado, en la medida que la clase trabajadora o los pobres puedan pensarse como una identidad, una cultura o, peor aún, una posición moral, desanclada de la producción. Si fuera eso, además, el socialismo sería indistinguible de las ultraderechas nacionalistas que reivindican al pueblo o la figura del trabajador contra el migrante, el intelectual o las disidencias culturales. El deseo revolucionario, el proyecto de transformación postcapitalista, no puede reducirse a la celebración identitaria de ciertas marcas culturales. Lo que no quiere decir que estas marcas culturales no sean pensadas como parte de un proceso de autoconciencia, ni que no sea necesario producir (contra) culturas para la política de la clase trabajadora.

Más aún: al determinar la clase buena parte del sufrimiento y la angustia en la vida cotidiana de las personas (no llegar a fin de mes, no poder consumir lo que se desea, ser humillado, sufrir el rigor de trabajos extenuantes, la alienación por el sinsentido del esfuerzo cotidiano, etc.), las relaciones de clase hacen circular inmensos flujos de resentimiento social. La clase media odia a los lumpen que roban, los precarizados odian a los que tienen derechos, los sectores más pauperizados cultivan un odio plebeyo a los intelectuales, las élites militantes e intelectuales desprecian al pueblo que no les da bola. A esto hay que sumar las divisiones de género, étnico-raciales y territoriales que cortan a estas fracciones: la racialización de los sectores más pobres, las diferencias en la organización de la familia en las diferentes fracciones, la asociación de las militancias identitarias con las clases medias, el desempleo crónico y las dificultades para formarse en el interior son son solo algunos ejemplos.

Si bien tienen un componente ideológico, estos resentimientos responden a experiencias vividas reales, y por lo tanto no pueden ser resueltas solo con medios ideológicos o culturales. En una sociedad más segura, más igualitaria, con servicios públicos universales, seguramente estos resentimientos amainarían, pero ese no es el caso de nuestra sociedad.

Esto es muy bien aprovechado por los sectores conservadores, que plantean un mapa en el que la contradicción principal es entre el auténtico pueblo (que sería conservador y rústico) y los intelectuales ilustrados; y por los neoliberales, para los que la contradicción principal es entre los que producen y los parásitos (empleados públicos, intelectuales, usuarios de servicios públicos y políticas sociales). Estos prejuicios, como todo prejuicio, tienen algo de verdadero, que debemos tener en cuenta para no cometer errores. Pero si la línea de demarcación está en quien come palta o lee libros, o quien estuvo preso o recibe un programa social, esa línea no separa clases sociales, sino que separa a la clase trabajadora de sí misma. A lo que hay que agregar que en ausencia de un proyecto de transformación orientado al futuro que invoque pasiones alegres, este resentimiento social no tiene otra opción que acumularse y volverse reaccionario.

A esto se suma un problema no menor, y es que las palabras que el marxismo usa para llamar las clases sociales no está incorporado en el habla corriente de buena parte de la población, corriendo el riesgo de transformarse en una jerga de militantes o académicos. Poca gente habla, en su vida cotidiana, de la burguesía, el proletariado, la pequeña burguesía, el campesinado o el lumpenproletariado; diciendo en su lugar empresarios, laburantes, emprendedores, pequeños productores y chorros, entre otras palabras. Estas equivalencias no son exactas, y muchas veces acarrean connotaciones jodidas y subterfugios ideológicos. 

Sin embargo, para comunicarnos socialmente, tenemos que ser capaces de hablar los dos idiomas, de modo de ayudar a que nuestro pensamiento pueda enraizarse mejor en la práctica de sectores más amplios. Por eso, cuando decimos “la clase media” o “los pobres” tenemos que saber que estamos usando expresiones muy ambiguas, que nombran zonas de la sociedad que incluyen personas que en rigor forman parte de distintas clases sociales.

Hablar de clase trabajadora es más preciso, pero puede evocar en quienes escuchan imágenes restrictivas, que pueden no incluir a algunas de las fracciones de las que venimos hablando. Trabajar la idea de que la clase trabajadora es una sola, pero con tres fracciones distintas (otros lo vienen haciendo hace un tiempo) es importante para avanzar en la autocomprensión de esta clase.

6. Organización, representación y estrategia

¿Cómo se expresan políticamente las clases sociales y sus fracciones? El principal vehículo de expresión de la clase trabajadora son sus sindicatos. La lucha sindical por salarios y condiciones de trabajo, el pensamiento estratégico del sindicalismo sobre el futuro del país y las discusiones programáticas de las diferentes corrientes sindicales son naturalmente el núcleo de la política de la clase trabajadora. Si el movimiento sindical perdiera consistencia, sería mucho más difícil pensar a la clase trabajadora como sujeto.

Sin embargo, como dijimos al principio, esto no agota el problema de la organización y la representación de la clase trabajadora, en la medida que no todas sus fracciones son igualmente propensas a organizarse en sindicatos. Y también en la medida que el sindicalismo, aunque es consciente de este problema, no ha sabido transformarse de modo de ampliar su radio de acción hacia las otras dos fracciones.

Esto no quiere decir que estas fracciones no se organicen. Los trabajadores cognitivos típicamente forman pequeños colectivos single-issue o discusiones entre nichos intelectuales, culturales y académicos, mientras los trabajadores precarizados típicamente se organizan a través de la política territorial. Quien se proponga representar y organizar a la clase trabajadora deberá entender que para ello tiene que ser capaz de construir narraciones ideológicas y formas organizativas adecuadas para las tres fracciones, y no solo a una de ellas. Solo con sus tres cuerdas la trenza va a poder tener la fuerza que necesita.

Por esto, no es razonable hacer un juicio sobre las formas organizativas de fracciones de clases que se organizan con los repertorios que traen de su vida cotidiana e incluso de su trabajo. Mientras los trabajadores atomizados del campo digital y cultural no tienen donde encontrarse con sus compañeros, ni el entrenamiento en la disciplina colectiva que puede tener un obrero fabril, pero sí tienen capacidades de crear redes y pequeños grupos; los trabajadores precarizados pueden no tener el hábito del pensamiento estratégico y orgánico, pero sí el de la solidaridad cotidiana. Muchos de los problemas de la militancia social y política de estos años pueden ser interpretados a través de este problema.

Como dijimos en otra ocasión, al tener fracciones de la clase trabajadora zonas de frontera con la pequeña burguesía y con sectores subalternos dispersos, esto produce que estas fracciones adopten las formas políticas de estos sectores, es decir el liberalismo y el verticalismo respectivamente. Esto es en alguna medida inevitable, pero se profundiza si la clase trabajadora no tiene un ancla poderosa en posiciones y organizaciones políticas propias, que puedan irradiar más allá de sus núcleos organizativos. Si esta ancla existe, puede darse el proceso contrario, en el que las zonas de frontera no sean vectores para la irradiación de ideologías de otras clases sobre la clase trabajadora, sino de la de esta sobre aquellas.

A nivel electoral, siendo gruesos, dentro del Frente Amplio los trabajadores cognitivos votan al astorismo y las “nuevas izquierdas”, los trabajadores sindicalizados al Partido Comunista y los precarizados al MPP (el Partido Socialista en distintos momentos tuvo patas más o menos fuertes en las tres fracciones). La actual fusión entre el MPP y el post-astorismo se expresa en el proyecto político de Oddone, que plantea la necesidad de una alianza entre los extremos superiores y los inferiores de la pirámide de ingresos contra contra los trabajadores del sector no transable y los usuarios del “sistema de protección social”, es decir, el grueso de la clase trabajadora. Si esta visión se desarrolla, es esperable que produzca muchos conflictos y haga necesario un replanteo del problema de la unidad de la clase trabajadora. 

Esto no es nada sencillo, porque los intereses de estas fracciones, aunque coincidentes en abstracto, en muchos temas específicos van en direcciones diferentes. Si los trabajadores mejor posicionados en el mercado laboral pueden salir a comprar lo que necesitan, no necesariamente les convienen en el corto plazo los procesos de desmercantilización. Si los sectores precarizados no tienen cobertura de seguridad social, no van a tener particular interés en financiarla, más aún si ven un juego de suma cero entre la financiación de esta y la de los programas sociales focalizados. Esto plantea todo tipo de desafíos en el campo de las políticas públicas y en la imaginación de posibles reformas que puedan hacerse para hacer más coincidentes estos intereses.

Esto, sin olvidar que los proyectos postcapitalistas no implican la celebración del trabajo o la clase trabajadora, sino la autonegación de esta como clase, al proponerse como horizonte la abolición del conjunto de la sociedad de clases. Lo que implica poder pensar desde formas de organización social socialistas viables (sea en términos tanto económicos como técnicos y ecológicos), y estrategias para acercarnos a ellas. Esto, que parece evidente para cualquier posición socialista, es a menudo olvidado por nosotros mismos cuando hacemos política, por ser una exigencia muy grande y difícil de traducir a la práctica concreta. Pero de eso se trata todo esto.

Podemos terminar, en este punto, con un conjunto de preguntas: ¿Cuáles son las partes más conscientes y dinámicas de la clase trabajadora actual, que puedan usarse de palanca para la organización del conjunto? ¿Cómo construir unidad y solidaridad entre experiencias vitales tan distintas? ¿Qué producción cultural se necesita para que la clase trabajadora sea capaz de reconocerse en sus muchas caras? ¿Qué ciudad y qué plataformas digitales podrían producir el tipo de espacio público y espacio virtual que ayude a la emergencia de una esfera pública proletaria? ¿Qué instituciones y políticas públicas pueden favorecer una tendencia a la unidad? ¿Qué sectores económicos deben promoverse para lograr qué transformaciones en la composición de esta clase? ¿Cómo tiene que relacionarse la clase trabajadora con los otros sectores subalternos? ¿Y con las diferentes fracciones de las clases dominantes y desplazadas? ¿Cómo enfrentar las divisiones de la clase trabajadora que no se expresan como fracciones de clase y que de hecho cortan las diferentes clases (raza, género, geografía, etc.)? ¿Qué formas organizativas son aptas para estas tareas? ¿Dónde se discuten estas cosas?

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