1.
Hace unos días vino a vernos Marta Venceslao, una de las pocas amigas que me quedan en mi antigua facultad. Nos mostró una imagen que había circulado en las redes en septiembre de 2024, al comienzo del curso escolar en Gaza, un año después del comienzo del genocidio. Apenas 55 segundos de grabación.
Al principio del video, un nutrido grupo de niños de diferentes edades, bien aseados y peinados, ocupan la totalidad del espacio. Están sentados ordenadamente en el suelo. Los más pequeños en las primeras hileras, los mayores en las últimas. Cuadernos y lápices en sus regazos. Mochilitas de colores en el suelo. La maestra está de pie, en uno de los extremos, con una pizarra improvisada a su espalda. Improvisada es también la estructura de madera y las paredes de lona, al igual que el techo que da forma a esta escuela. La maestra inicia la clase con una canción que los alumnos entonan vivamente. A continuación, da unas indicaciones, tal vez para la realización de algún ejercicio. Los alumnos abren sus cuadernos y comienzan a escribir. Parecen concentrados en la tarea. Poco después, la profesora pronuncia algunas frases que se repiten a coro en lo que parecería un ejercicio de memorización. Mientras la clase transcurre, la cámara, probablemente de un teléfono móvil, se detiene en los rostros de algunas niñas que sonríen desde la primera fila. Después, se asoma entre las lonas para filmar el exterior. Bajo el cielo azul, escombros, escombros y más escombros. Ni un solo edificio en pie. Solo ruinas y destrucción. El último plano está tomado desde el exterior de la construcción con la distancia suficiente como para poder observar lo excepcional: en medio del horror, una escuela…
Marta nos dijo que, cuando ese video se grabó, la mayoría de los edificios escolares habían sido destruidos. Nos contó que, desde entonces, por inverosímil que parezca, esas imágenes casi milagrosas se repitieron durante toda la ocupación; que las maestras y los maestros palestinos continuaron quitando escombros e improvisando escuelas; y que esas escuelas volvían a ser destruidas, una y otra vez.
Y nos dijo que lo que había visto en ese video le había hecho recordar otra escuela que también fue pura interrupción, aquella cuya existencia había contado yo en el último capítulo de mi libro Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de profesor, titulado “El hueco que deja el diablo”.
2.
A inicios de 1944, algunos de los jóvenes prisioneros del bloque de las familias del campo de exterminio de Auschwitz organizaron una escuela. Los materiales: una biblioteca con siete libros, superficies variadas para escribir y lápices hechos con puntas de madera carbonizada. Los maestros enseñaban filosofía, matemáticas, historia, hacían juegos de memoria y organizaban concursos de redacciones. A pesar de tener la certeza de que iban a morir, o acaso por ello, no dejaron de despertarlos y asearlos cada mañana para que aprendieran a leer y a escribir, a confeccionar mapas o recitar poemas. Nueve meses más tarde, la escuela fue desmantelada y la mayoría de sus miembros gaseados.
3.
Marta nos habló del paralelismo entre la escuela de Gaza y la de Auschwitz, y de su intención de escribir algo sobre eso, porque, según nos dijo, precisamente por su excepcionalidad extrema, por su carácter paradójico y sorprendente, ese paralelismo plantea algunas preguntas esenciales sobre la naturaleza de la escuela. La más obvia: si incluso en las inmediaciones de la muerte vale la pena importunar a los niños con algo tan alejado de su vida y de sus urgentísimas preocupaciones cotidianas como la geografía o el álgebra. ¿Acaso no hay tareas más prioritarias en una situación tan extrema? ¿Qué sentido tiene esforzarse en retirar los escombros, adecentar el espacio para una escuela y llamar a los niños para que lleguen puntuales?
Lo que ocurre es que, tanto en Auschwitz como en Gaza, la escuela sustrae a los niños de un entorno hecho de horror, de amenaza de muerte, para darles otro tiempo y otro espacio, otras ocupaciones que no sean las de la necesidad y la supervivencia. El tiempo escolar, con sus rituales y rutinas, su pizarra y sus cuadernos y, por supuesto, con sus maestras, permite una forma de estar juntos en relación con algo del mundo, de la cultura, en la cual los niños y las niñas son interpelados como estudiantes, y no como víctimas, aunque esta condición no sea completamente ignorada.
Las escuelas de Gaza y de Auschwitz muestran su capacidad para crear un tiempo y un espacio en el que no sólo se conjura el espanto, sino que se hace posible eso que Hannah Arendt denominó tiempo para el mundo, para conocerlo, compartirlo y cuidarlo. Sólo así la escuela consigue suspender, mientras dura, la maquinaria de la muerte. Y aunque no protege a los niños de las bombas, ni de la cámara de gas, ni del hambre, la sed, la enfermedad o el dolor, les recuerda que, al menos durante un tiempo y mientras estén en ese espacio concreto, son precisamente eso, niños y niñas, y no animales, ni terroristas, ni víctimas, ni moribundos, ni despojos. Que son seres humanos capaces de experimentar la capacidad de participar en el mundo común, de pertenecer a él y de cuidarlo, junto a sus compañeros, sus maestras y sus maestros.
4.
Cuando Marta se fue, la conversación que habíamos tenido me hizo pensar en El nicho de la vergüenza, de Ismaíl Kadaré. A finales del siglo XIX, el sultán del Imperio Otomano envía un enorme ejército para aplastar la revuelta que se ha desatado en una minúscula provincia albanesa. Pero lo que se propone no es sólo acabar con la rebelión sino destruir el alma misma del pueblo rebelde y, para eso, no sólo envía soldados, sino también distintos funcionarios especializados en distintas tareas. Las fases de la destrucción son las siguientes: “la primera, la eliminación material de la rebelión; la segunda, la eliminación de la idea de rebelión; la tercera, la erradicación de la cultura, el arte y las costumbres; la cuarta, la extinción o mutilación de la lengua; y, la quinta, la extinción o debilitamiento de la memoria”. Algo como lo que estamos viendo en Gaza y en Cisjordania: el asesinato, no ya de un pueblo, sino del alma de un pueblo o, como también dice Kadaré, “la conversión de un país de ‘patria’ en ‘territorio’”.
¿Será por eso que Israel está arrasando escuelas, liceos, universidades, los lugares de cultura y de memoria, las bibliotecas, los libros? ¿Será por eso que asesinan profesores, que matan niños?
5.
La destrucción de una escuela es tan conmovedora porque no afecta sólo a la vida de un lugar, de una gente, sino a lo que podríamos llamar, tal vez, su dignidad, su humanidad, su alma. Como si tocase algo especialmente sensible y delicado, pero muy importante. Como si su destrucción supusiera no sólo una violencia, sino una humillación. Como si no tocara sólo a lo que sostiene la vida (como cuando en Gaza se destruyen casas, pozos, campos de cultivo o rebaños) sino a lo que la hace digna de ser vivida. Por eso, la escena de interrupción del genocidio en una escuela improvisada (la que sirvió de motivo en la conversación con Marta) debería complementarse con esa otra escena de la película No Other Land en la que un bulldozer derriba la escuela de una aldea en Cisjordania.
Porque antes de que se levantaran esas escuelas improbables de Gaza (o de Auschwitz), hubo quien las destruyó, quien las vació, quien las prohibió, quien, para convertir las patrias en territorios, tuvo que convertir también a los niños en supervivientes, en mera vida desnuda necesitada y amenazada. El relato de la perseverancia de las escuelas a pesar del genocidio debe comenzar con el arrasamiento anterior de las escuelas como parte del genocidio.
6.
En el asiento delantero de un coche van los dos directores de la película, Yuval Abraham y Basel Adra. En el asiento de atrás, con una gorra de visera, Odeh Hadalin, un activista palestino que ayudó en la película. Al ver el convoy militar acercándose a la aldea, cambian de dirección para acercarse y poder filmar lo que ocurre. Enseguida, asomados a las ventanas de un aula, a la puerta del edificio y a los muros del patio, los niños ven la llegada del ejército y de tres excavadoras. Están sentados en sus pupitres preguntándose qué va a pasar. En las paredes hay una pizarra y algunas láminas con letras y dibujos. Cuando los soldados, fuertemente armados, están muy cerca, empiezan a recoger los materiales en bolsas de plástico. Despacio, ordenadamente, con la ayuda de su profesor. Un soldado cierra la puerta y los niños tienen que salir por la ventana. Llega la gente de la aldea, pero se les impide el paso. Un niño llora y el maestro le dice que no tenga miedo. Una joven intenta atravesar la barrera diciendo que ella estudia allí. Los soldados empujan a la gente hacia atrás y las máquinas, enormes, empiezan la tarea. El derribo dura muy poco porque la escuela es muy frágil, muy fácil de derribar, apenas unos muros blanqueados, ni siquiera de ladrillos, y una techumbre de zinc. Los niños y los adultos amontonan como pueden los pupitres, las sillas, unos globos de colores. La caravana compuesta por maquinarias pesadas, carros blindados y camionetas enormes se aleja. Un niño muy pequeño, vestido de rojo, camina sobre los escombros.
La tristeza que se queda en el espectador después de esos pocos segundos de brutalidad es más triste aún porque ha visto una violencia gigantesca aplicada a algo tan delicado, tan frágil e importante para una comunidad como sus niños y su escuela. Además, los que vemos ahora la película sabemos que Odeh fue asesinado de varios disparos por un colono, durante el ataque a otra aldea Cisjordana, meses después de terminada la filmación. Parece que hay que acabar con las escuelas, pero también con los testigos del acabamiento de las escuelas. Para convertir una patria en un territorio hay que convertir una comunidad (o un pueblo) en una población, en mera contabilidad de individuos desarraigados que puedan vivir, si es que sobreviven, en cualquier parte.
7.
De todas las etapas de la destrucción, continúa Kadaré, “la más breve era la fase de eliminación física, que no consistía más que en la guerra, mientras que la más larga era la eliminación de la lengua”. Lo curioso es que en mi memoria había una sexta fase: el entristecimiento de las bodas. Tal vez porque estos días he leído en la Ciencia Nueva, de Giambattista Vico, que “todas las naciones humanas custodiaron tres costumbres: todas tienen alguna religión, todas contraen matrimonios solemnes, todas sepultan a sus muertos”. Templos, sepulturas y bodas hacen, según Vico, “la humanidad de las naciones”. ¿Seguirá habiendo bodas en Gaza? ¿Podrán ser bodas alegres, como tienen que ser las bodas?
8.
Para destruir el alma de los pueblos, dice Kadaré, se creaban distintas subsecciones: “para el arte, las tradiciones orales, la música, la pintura mural, los atavíos, los adornos en las construcciones, las bodas, los coros”. Seguramente había subsecciones también para los templos (que forman parte de la memoria, la cultura y las costumbres), aunque de los cementerios y de “sofocar el furor de los muertos, que era, sin lugar a dudas, el peor de los furores” se encargaba directamente el Grandísimo Cuervo en persona, el funcionario que dirigía las operaciones. Y seguramente también había funcionarios para destruir las escuelas que fueran quedando, eliminar a los profesores y desanimar a los jóvenes con ganas de serlo.
Poco a poco iban desapareciendo los colores, se iba reduciendo la altura de los edificios, se iba esfumando todo atisbo de belleza, las canciones se adelgazaban, las danzas se embotaban “hasta el extremo que parecía que los danzarines llevaban cadenas en los pies” y, finalmente, se abolía la escritura. Entonces comenzaba otro proceso, aún más largo, el de la eliminación de la lengua oral, que se iba haciendo cada vez más simple, más escuálida, menos capaz de relato y argumento, “hasta que se sofocaba en sus últimos islotes: las mujeres, sobre todo las que habían tenido hijos", y las ancianas que “como las antiguas urnas, mantenían las cenizas de sus últimos despojos”.
9.
El ejército israelí bombardeó casi todas las escuelas que había en la Franja, tanto las del gobierno como las de distintas ONGs, incluidas las de la UNRWA, y se dedicó también a eliminar sistemáticamente esas escuelas que se improvisaban en medio de la nada y se transportan de un lugar a otro en cada huida, en cada deportación, esos refugios, esas islas, esos milagros erigidos en medio de los campos de desplazados. Pero enseguida se montaban otras, cada vez menos, cada vez más precarias, apenas unas lonas y unos palos y, si hay suerte, unas tiendas de campaña pegadas entre sí; con niños cada vez más cansados, más desnutridos, más sucios, con más problemas de atención, más atemorizados.
Los palestinos continuaron enviando imágenes en las que aparecen niños, profesores, cuadernos, pizarrones. En las que jóvenes voluntarios enseñan gramática, matemáticas, algunas canciones, el gusto por la lectura, un poco de inglés. Además, a pesar del hambre y de los continuos desplazamientos, se montaron lugares desde donde los estudiantes de secundaria pueden seguir sus clases a distancia e, incluso, examinarse de las pruebas de acceso a la universidad.
En Gaza casi no había analfabetos, sólo un 2% de los mayores de 15 años, uno de los porcentajes más bajos entre los países árabes. Los jóvenes palestinos eran de los más educados y cultos de su entorno. ¿Por qué ese encarnizamiento?
Sin duda, como en la novela de Kadaré, lo que está en juego es la destrucción del alma de un pueblo, del pueblo palestino en este caso. No sólo su vida, sino también su alma o, como decía Vico, su humanidad. Pero ¿y el alma del pueblo judío? Porque sólo un pueblo desalmado (deshumanizado) puede desalmar (deshumanizar) a otro pueblo. O, dicho de otro modo, no hay genocidio sin genocidas.
10.
Con el pretexto de una novela histórica, Kadaré mostraba el funcionamiento de la máquina de destrucción de las almas en los regímenes estalinistas. ¿Quién le pondrá palabras a la máquina que las destruye en un régimen criminal que dispone de las técnicas y los procedimientos más modernos del siglo XXI? ¿Quién contará cómo funciona el sistema genocida más poderoso y avanzado del mundo? ¿Quién nos dirá cómo son y cómo se forman, no sólo sus soldados, sino también sus funcionarios, sus colaboradores y sus cómplices? ¿Quién nos dará el relato de la destrucción del alma de los genocidas, y de los hijos de los genocidas?
¿Qué está haciendo el Estado de Israel (y los judíos que lo jalean o lo justifican en todo el mundo) con el espíritu de sus niños? ¿Quién contará el arrasamiento del alma de esos muchachos y muchachas convertidos en soldados que derriban escuelas? ¿O en técnicos de las industrias de punta en los negocios del control, de la represión y de la guerra? ¿O en jóvenes colonos que salen en grupos a amedrentar a la gente, a quemar olivos y a humillar (y disparar) a los que los defienden? ¿O en funcionarios que sostienen, legitiman y se lucran con ese estado de cosas? ¿No se está destruyendo también su humanidad, aunque en Israel siga habiendo escuelas, bibliotecas, universidades, templos, tumbas y casamientos?
¿Dónde reside ahora la humanidad de las naciones? ¿Dónde el espíritu de los pueblos?