Lo que cuenta un redondel. Entrega y descentramiento como condiciones para toda educación

 …todo jugar es un ser jugado. 

Hans Georg Gadamer 

Hace poco más de un mes me invitaron a dar un discurso de egreso en La Gleva, un pueblo muy pequeño de la provincia de Barcelona. Los destinatarios del discurso: un conjunto de adolescentes de dieciséis años que terminaban la Educación Secundaria Obligatoria española. Antes, nos habíamos reunido varias veces con sus profesores, en unas jornadas a las que llamamos ejercicios de agradecimiento porque consistieron en intentos de desnaturalizar —por medio de operaciones escolares bien concretas— lo extraordinario de la existencia y permanencia de la escuela pública, y de vitalizar al mismo tiempo una atmósfera pedagógica que se había vuelto irrespirable para unos profesores inquietos y enamorados de su profesión. 

Lo que les cuento a continuación es parte de lo que les conté ese día a unos adolescentes sonrientes a los que intentábamos proteger de las retóricas del logro individual que poco tienen que ver con la escuela. 

Lo que cuenta un redondel 

Antes de ir al liceo, me demoraba unos minutos en dibujar el sol todas las mañanas. Tenía por entonces quince años, y una curiosidad generalista por las cosas del mundo. Con los ojos apretados por la falta de sueño, me apostaba en la vereda de mi casa, mirando hacia el este, y dibujaba un redondel y un poste de luz, siempre parada en el mismo sitio, contando los pasos que me separaban de un viejo fresno al que había tomado como referencia espacial. 

Lo del dibujo del sol todas las mañanas a la misma hora, era un encargo de nuestro profesor de geografía, que una vez llegados al aula de clase, repasaba nuestros cuadernos y nos preguntaba qué veíamos. Y por días y días, desde el comienzo del curso, no vimos nada. Tampoco el profesor nos dijo qué teníamos que ver y así fueron pasando las semanas, y el dibujo del sol se transformó en algo más de la rutina escolar, como desayunar, preparar la mochila, o lavarse los dientes. Salía de casa, contaba los pasos que me separaban del árbol, miraba hacia el este, sacaba mi cuaderno y dibujaba el redondel y el poste de luz. 

Pasaron lentas las semanas y los meses, y el sol parecía seguir ahí, en su sitio, en su lugar estelar del cielo y en mi cuaderno de notas. Pero una mañana, ya avanzado el curso, el profesor nos hizo repasar en orden nuestros dibujos y con sorpresa vi cómo el redondel se había ido corriendo hacia la derecha del dibujo, y separándose más y más del poste de luz. Ese día aprendimos sobre la inclinación del eje de la tierra y su movimiento orbital alrededor del sol, aprendimos sobre las estaciones del año y su relación con los hemisferios. Pero sobre todas las cosas aprendimos a mirar. Todavía recuerdo con emoción el día siguiente al descubrimiento: a la hora indicada me paré a diez pasos del árbol y miré hacia el sol. Él estaba en su sitio, implacable, como había estado todos los días; pero yo lo miraba distinto, como si hubiera descubierto su secreto y ahora me hablara por primera vez. Nunca más he vuelto a mirar el sol de la misma manera. Incluso hoy, con más de treinta años, suelo buscar postes de luz para mirarlo, como si quisiera anticipar su corrimiento, como si esto me asegurara el poder seguir escuchando lo que tiene para decir.

Cuento esta historia porque esa experiencia fue central en mi pasaje por el liceo. De repente, guiada por los ejercicios de mis profesores, las cosas del mundo empezaron a hablar, y un universo complejo y absolutamente maravilloso se abrió para mí.  

A veces pienso que el liceo está para eso, para hacernos mirar, o más bien, para redireccionar nuestra mirada, para hacerla salir de nosotros mismos, de nuestros tiempos, de nuestras maneras de relacionarnos, y de nuestra manera de pensar y sentir el mundo que nos rodea. Lo más importante del ejercicio de mi profesor de geografía fue que me hizo levantar la mirada, y no sólo eso, sino que me hizo aplicarme a una tarea que yo no había elegido, a una tarea aparentemente sin sentido, lenta (otros podrían decir aburrida). Esta tarea requería de mí una entrega total, una disposición del espíritu que se dejara llevar por unas indicaciones impuestas externamente, y que, además, lo hiciera lo mejor posible. Tendríamos que atender aquí a la fuerza de las palabras y pensar en ese “me hizo”. Para que un profesor “me haga” hacer algo, yo tengo que dejarlo hacer, entregarme en cuerpo y alma a la imposición (aparentemente absurda) de sus ejercicios, confiando que esta sensación de absurdo se desvanecerá con el tiempo, y el sentido de lo hecho sobrevendrá en algún momento. 

A esta disposición del espíritu podríamos llamarla juego serio. Todos hemos asistido a la experiencia infantil de jugar algún juego en el que es necesario que todos los jugadores jueguen bien, porque de lo contrario el juego se arruina. Hace un tiempo me dediqué a seguirle los pasos a un filósofo alemán que se llama Hans Georg Gadamer y que me enseñó a desentrañar esa forma particular de disposición del espíritu que toma forma cuando un ser humano se relaciona —por ejemplo— con una obra de arte. Andaba ya yo dándole vueltas a las formas del descentramiento, y qué mejor que empezar por el provocado por la belleza. 

Gadamer nos explica que en un juego el comportamiento de los jugadores se encuentra restringido en la relación que se establece entre ellos. No se puede hacer cualquier cosa, sino aquellas cosas que demanda el terreno y las reglas de juego. Para jugar bien es necesaria la seriedad (aunque parezca contradecir el sentido común que asocia la esencia lúdica con la levedad y la diversión permanente). Esta seriedad no implica aburrimiento, o pesadez, sino más bien gravedad. Algo grave es puesto en cuestión, algo que encanta a los jugadores, que los atrae, que los magnetiza de alguna forma. Sólo en la gravedad del juego puede tener lugar el acto formativo. Sólo en la gravedad del juego educativo se puede aprender alguna cosa. Todos los profesores sabemos de las dificultades crecientes para hacer “entrar en el juego” a nuestros estudiantes, y todos los estudiantes saben también de la gracia de cuando uno juega bien, y de la estupidez de hacerle trampas al juego (que es un poco también hacerse trampas a sí mismo). 

Cuando uno juega bien la estructura lúdica toma para sí la experiencia, y exige de los jugadores una forma particular de ver, de entender, y de sumirse a las reglas de juego. Una forma especial de comprender las relaciones que allí ocurren, una manera propia de validar lo que acontece en el marco del juego. Uno no sólo juega, sino que es jugado, dice Gadamer.  Si alguien, en algún momento del tiempo en el que el juego tiene lugar, osa desconfiar, no creer en él, o ponerlo en cuestión, el juego pierde su fuerza, se desencanta, pierde la gracia, se desestructura. Automáticamente el papel que se le ha conferido a los jugadores con tanta solemnidad parece un disfraz de fantasía sin sentido, un disfraz bizarro y patético, para un espectáculo triste que ha perdido su función significante. De ahí la seriedad. La necesidad de la seriedad. 

Escribo esto porque me parece que uno de los problemas más importantes de nuestro tiempo tiene que ver con que ya no nos dejamos decir las cosas, que andamos por la vida desconfiando de la mayoría de los juegos que se nos proponen, y mucho más si estos vienen de la escuela. Es casi como si la nuestra fuera una cultura de la desconfianza, y el nuestro, un tiempo en el que todas las relaciones se midieran en clave de utilidad. “¿Esto para qué me sirve?” nos habremos preguntado muchas veces a lo largo de nuestra vida, y pareciera que esa pregunta así, lanzada en el aire, sirviera para desencantar todas las invitaciones a jugar seriamente que la vida nos hace. Recordemos que todas las cosas de la vida que son verdaderamente importantes no son útiles a priori, pero no por eso dejamos de hacerlas: enamorarse, tener hijos, leer una novela, cantar en un coro, conversar con nuestros padres, no son acciones cuya utilidad sea medible; pero qué triste y oscura sería la vida si no nos entregásemos a ellas sin preguntas ni reparos. 

Guías al alcance de la mano

Como vimos, la entrega de sí que requiere el juego, lo es a algo que no somos nosotros mismos ni nuestro ombligo sino que, podríamos decir, es a algo más grande e importante que nosotros. Sin duda, en primero de liceo, aún no entendía que la astronomía era mucho más grande que mis ganas de dormir un rato más y saltarme el dibujo del día. Pero no me preguntaba demasiado, hacía las cosas lo mejor que podía, y me entregaba al juego propuesto y a la guía, aparentemente arbitraria, de mi profesor. 

En un libro que se llama Los Bienaventurados, la filósofa española María Zambrano nos dice que muchas veces a las personas les cuesta trabajo salir de sí mismas, de sus circunstancias, de sus penas y alegrías, de sus problemas domésticos, y más aún, les cuesta trabajo hallar sentido en ello, trascender la pura vivencia para transformarla en pensamiento, poner su propia vida y sus propias impresiones personales a distancia para que le digan algo de un sentido mayor o general de las cosas. Para eso es necesaria la ayuda de un guía. “El guía —dice Zambrano—, esclarece las circunstancias y las hace transitables. Llega a iluminarlas de tanto hacerlas desvanecerse en esa su luz. Entonces, por el momento se las ve en toda su magnitud, en sistema […] El modo pleno de ver las circunstancias, el que haría innecesario hacer sobre ellas lo que se llama pensar, o lo que sería el resultado de pensar, que lo dejaría atrás, sería el verlas del otro lado, el darlas la vuelta invirtiendo así la situación entre ellas y el sujeto, que en vez de estar por ellas cercado, las rodearía él”. (p.60.)

Creo también que la secundaria está poblada de guías (claro, si uno los sabe ver y apreciar), está poblada de personas que nos invitan a rodear un tema que es parte de nuestra vida cotidiana, a practicar el extrañamiento con eso que está ahí con nosotros y para nosotros todos los días (llámese el sol, el proceso de fotosíntesis de los árboles que nos rodean, la evaporación del agua, los condicionamientos de nuestra propia historia o la condición angustiosa del ser humano). Eso, que compone lo que son nuestras circunstancias terrestres, históricas, espaciales, espirituales y temporales (con la mediación de un buen guía) pasa de estar en todos lados de manera informe a estar por un rato en el centro de las miradas. Pero claro, para que algo pueda tomar su centro, tenemos que salir nosotros mismos de él. Ese, sin duda, es el primer paso de toda educación.

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