Trabajo en lo visible y en lo cercano
—y no lo creas fácil—.
No quisiera ir más lejos. Todo esto
que palpo y veo
junto a mí, hora a hora
es rebelde y se resiste.
Circe Maia
Recuerdo un ejercicio que solía hacer con mis estudiantes de profesorado; lo había leído una vez en el P de Profesor de Jorge Larrosa, ese manual que tantas alegrías me dio para comenzar y cerrar mis clases, y en donde las palabras Curso o Estudiante daban el puntapié inicial para ciertas conversaciones inteligentes sobre el oficio de dar clases. En la entrada destinada a Violeta, Jorge cuenta el curso que compartió con la profesora Violeta Nuñez, y señala un ejercicio muy interesante que ella realizaba con sus estudiantes. El trabajo era muy simple: había que mirar el aula y elegir allí todas aquellas cosas que se consideraban no imprescindibles, es decir que sin ellas aún era posible el abc de toda dinámica pedagógica: salían por entonces del aula celulares y tablets, pizarrones inteligentes, proyectores y equipos de música, carteles coloridos, e incluso mesas, sillas, o escritorios. Quedaban poca cosa más que los cuerpos y la voz (si es que ésta no es también una proyección del cuerpo), de estudiantes y profesores, algún pizarrón, algunos libros (pocos) y algún elemento en el que tomar notas. Pareciera que la escuela no necesitara más que un compendio pobrísimo de elementos que puestos a jugar en la forma escolar, fueran suficientes para que la dinámica del enseñar y el aprender se pusiera en marcha.
Algunos de mis estudiantes querían ir aún más allá: desmontar paredes y techos, eliminar ventanas y puertas. Pero ahí sí que encontraban un poco de reticencia de mi parte: me parecían esenciales las paredes que separaban las escuelas de la realidad circundante, y también las puertas, aquellas que se pueden cerrar para proteger al profesor (y también a los estudiantes) de las demandas institucionales o de la época; de las miradas controladoras de superiores y colegas. Hay algo de mágico ritual en el cerrar la puerta, algo de la preservación de un espacio inviolable que es al mismo tiempo un espacio de intimidad de los que asisten a la clase, y de exposición pública de pareceres y de maneras.
Pues bien, la cosa consistía en quitar cosas, y nos pasábamos luego un rato reflexionando en relación a que si no habrá algo inherente a toda educación que pase por cierta pobreza (que no escasez) de medios, por cierta selección criteriosa de unos pocos objetos, de unos pocos temas, de unos pocos libros, y de unas pocas palabras que puestas a jugar despliegan un mundo, éste sí, infinitamente rico y absolutamente nutritivo para las almas allí expuestas.
Me pregunto si en esta época no habrá algo inherente a toda pedagogía que pase por la limitación autoimpuesta de medios y recursos, algo así como un ascetismo pedagógico que se haya vuelto cada vez más central y necesario frente a un mundo de posibilidades siempre abiertas, siempre sobreabundantes, siempre excesivas.
Los pedagogos hemos reflexionado siempre por la vía contraria, es decir, siempre hemos pensado en lo que tiene la educación de apertura de mundo y de exploración de posibilidades hasta entonces impensables. Es verdad que todo acto educativo consiste en abrir a lo nuevo, en mostrar caminos de razonamiento y de vida posibles donde todo es cerrazón y limitación. Es verdad que el camino pedagógico siempre ha consistido en provocar la abundancia o la vastedad allí donde los climas espirituales son áridos, restringidos o pobres. Pero si nos detenemos un minuto a pensar en nuestra actualidad, veremos que la abundancia y la vastedad ahora suelen estar ya instaladas en el espíritu de nuestros estudiantes; el mundo les dice permanentemente que cuanto más mejor: cuanto más dinero, seguidores, likes, viajes, parejas, experiencias, paisajes, y vidas hayan consumido, mejor les irá en la vida, serán más felices, o habrán experimentado la satisfacción de una vida lograda. La abundancia está ahí fuera, en el mundo. Ahí parecieran estar todos los libros, toda la música, todo el cine, todo el arte. Basta con deslizar el dedo por una pantalla de un teléfono celular. Todo está disponible.
Hace poco compartimos una conversación con Maximiliano López en el marco de unas jornadas organizadas por la Universidad Pedagógica Nacional de Argentina. Allí, el profesor y filósofo nos dijo que la lógica de la disponibilidad hace que las cosas pierdan realidad: que es en verdad cuando se nos resisten, cuando no están disponibles del todo cuando nos damos cuenta de su existencia. Un niño se da cuenta de que tiene una madre, cuando esta no se encuentra permanentemente disponible a sus demandas y llamados, nos damos cuenta de que existe tal libro cuando su alma se nos resiste, cuando no podemos devorarlo sin más, sino que su lectura implica una dificultad, un trabajo intelectual, una conjunción concreta de atención, y disposición del espíritu. Nos damos cuenta de que existe el cine (y el buen cine), cuando la película nos exige algo, y no solo nos proporciona un buen rato de escenas concatenadas y de música predecible. Nos damos cuenta de que existe algo así como la música cuando la desnaturalizamos del sonido ambiente y prestamos atención a sus costuras, a las dinámicas de su composición. Las cosas ganan realidad, entonces, cuando se nos resisten.
¿Son reales los miles y miles de libros y de discos, de canciones y de notas de prensa que vemos deslizarse por las pantallas de nuestros celulares? ¿Son de verdad reales las listas de elementos guardados que nunca más volvemos a mirar?
Hay algo en los ejercicios propiamente escolares, que, en este sentido, hace que las cosas ganen en realidad. Simplemente porque paran la lógica de la sobreabundancia y singularizan la materia. En clase no podemos estudiar todos los libros, tenemos que elegir este libro, incluso más, este párrafo concreto, este par de líneas. Y no sólo eso, sino que además tenemos que trabajar sobre ellos. Los ejercicios escolares no son otra cosa que dispositivos que generan artificialmente la resistencia necesaria para que las cosas se vuelvan reales. Los ejercicios gramaticales no son otra cosa que un dispositivo creado para que la lengua se nos resista, se desnaturalice, salga del uso cotidiano para que la veamos en todo su esplendor, para que podamos observar su funcionamiento, casi como si destripáramos una máquina para observar sus partes y ver cómo trabaja.
Es como si toda forma escolar, entonces, exigiera un voto de pobreza para que lo que sucede dentro de sus paredes ganase en realidad. Y he ahí, me parece, el valor fundamental de la escuela en nuestra época. ¿En qué otro lugar, si no, se para para leer, para pensar, para escribir lento, para borrar, para ejercitarse? ¿En qué otro lugar el mundo se nos resiste un poco?
En La desesperación o la enfermedad mortal, el filósofo danés Soren Kierkegaard dice que, ante la pérdida del sentido de trascendencia dada por el abandono del sentimiento religioso, el hombre no hace más que desesperar enfrentado al proyecto moderno de la autonomía. Todas las peripecias del existir humano dependen ahora de sí mismo, de su propio poder y conocimiento, pero también de sus propias limitaciones e impericias. La desesperación del existir (o la enfermedad mortal) puede venir -—entre otras—- por la vía de la carencia de necesidad o la carencia de posibilidad.
Cuando todo es posibilidad, o variándolo según nuestras reflexiones anteriores, cuando todo está disponible, “el yo sale en volandas a la grupa de la posibilidad, huyendo de sí mismo y sin que quede nada necesario a lo que retornar” (p.57). Consecuentemente, el yo se ve envuelto por un mundo de fantasmagorías y es incapaz de vigor y obediencia.
Si nos tomamos en serio las palabras de Kierkegaard podemos decir que vivimos en una época herida de muerte, con las consecuencias nefastas que esto tiene para los espíritus (el filósofo nombra algunas: el deseo desmedido y la nostalgia, la melancolía imaginativa, el temor y la angustia). ¿No son los síntomas de esta enfermedad, fácilmente identificables en nuestro mundo sobremedicado, patologizado, narcotizado y modulado químicamente por los psicofármacos? Hay algo en la disponibilidad sin cotos que nos hiere de muerte, que nos hace girar en el vacío sin tener una cuota de realidad que nos haga de asidero.
Me gusta pensar la escuela como antídoto para el delirio provocado por la disponibilidad. La escuela de siempre, la que tiene pocas cosas, la que se basa en el arte de la repetición de lo mismo; la escuela de los rituales y de los actos donde se iza la bandera, la escuela del himno, del uniforme, y de la fecha del día escrita con buena letra en el pizarrón. Esa escuela (y no otra) es medicina para nuestro tiempo, porque se encarga de poner coto a los espíritus que andan en volandas, porque a esos espíritus les dice: “hoy toca leer esto en concreto”, “hoy toca aprender esta operación aritmética”, “hoy toca pensar qué nos quiso decir Platón en la alegoría de la caverna”. Y en ese gesto humilde y concreto, en ese gesto escolar por antonomasia nos salva de la debacle de las almas sin arraigo, esas cuya opinión pareciera formarse con videos efímeros de tres segundos que se suceden unos a otros sin descanso.
La escuela es, entonces, asidero y descanso, otorgadora de realidad, densificadora de la existencia. Y lo es generosa y exigentemente: generosa porque nos recibe a todos, exigente porque nos pone a trabajar con la materia vigorosa y obedientemente, nos pide que hagamos algo por ella, y no solo que la veamos deslizarse ante nuestros ojos.