Nepal: fragilidad entre gigantes y la «revolución» de la generación Z

De Nepal solemos saber dos cosas: que está sobre la cordillera del Himalaya y que, tal vez, Buda nació allí. Este país encajonado entre India y China, con casi 30 millones de habitantes, rara vez aparece en los titulares internacionales, salvo por terremotos o noticias de alpinismo. Sin embargo, este mes Nepal pasó de ser un Estado en el “techo del mundo” al escenario de una “revolución” protagonizada por la llamada generación Z, es decir, los nacidos entre 1997 y 2012. El mundo entero vio las escenas de furia popular en las calles: edificios estatales incendiados, linchamientos de autoridades y una peculiar organización digital en respuesta a una represión sangrienta. 

Cierre de redes sociales: revuelta sangrienta y asamblea virtual 

La chispa fue la prohibición gubernamental de más de veinte redes sociales a principios de septiembre por incumplir una ley de registro, similar a la que Brasil impuso a X, la red social de Elon Musk. La medida fue interpretada como un acto de censura por una juventud urbana harta de la corrupción y de los privilegios de las élites, especialmente de parte de los “Nepo kids”. Este fenómeno no es ajeno al resto del mundo: la ostentación de las élites en redes sociales (y de quienes aspiran a imitarlas) no es simple vanidad, sino la evidencia de un capitalismo de abismos, donde la riqueza se hereda o se obtiene por conexiones políticas y económicas, no por mérito. 

Las protestas estallaron el 8 de septiembre en Katmandú. La violenta represión (más de 75 muertos confirmados al 17 de septiembre), sumada a acciones como la quema del parlamento y la liberación de presos, forzó la renuncia del primer ministro K.P. Sharma Oli y de todo su gabinete el 9 de septiembre. 

El control del espacio digital fue la chispa, pero el combustible era el profundo descontento con una clase política percibida como corrupta y desconectada. Ante el vacío de poder, el grupo Hami Nepal usó la plataforma Discord para organizar una asamblea virtual. Discord, nacida como red de gamers, se ha expandido como un foro global de chat y organización en tiempo real. Es utilizada sobre todo por jóvenes y comunidades en la diáspora para coordinar, jugar y debatir. Unas 10.000 personas —incluyendo a la diáspora— participaron en horas de debate y eligieron como líder interina a Sushila Karki, exjefa de la Corte Suprema, de 73 años. El 12 de septiembre, el presidente Ram Chandra Paudel formalizó su nombramiento, disolvió el parlamento y convocó elecciones para marzo de 2026. 

Frente al colapso total, emergió una “sociedad civil digital” que, mediante un mecanismo improvisado y de dudosa representatividad, buscó legitimidad fuera de los canales tradicionales, aunque terminó optando por una figura institucional ya conocida. 

El nuevo desorden: geopolítica, gobernanza y los límites del simbolismo 

La respuesta internacional expuso los intereses en juego. Estados Unidos y sus aliados no condenaron el derrocamiento “irregular” y recibieron con cautela a Karki, alineándose con su perfil pro-India y anticorrupción. China, fiel a su principio de no interferencia, se limitó a un comunicado formal en el que saludó a Karki y expresó su disposición a trabajar con el

nuevo gobierno, buscando preservar influencia económica sin importar quién gobierne. India, por su parte, ve con buenos ojos un posible rebalanceo alejado de la influencia china. 

Karki encarna un intento de simbolizar cierta integridad, pero su gobierno es interino y tiene un mandato mínimo: seis meses para garantizar elecciones libres en marzo de 2026. Sin parlamento, no se puede legislar. Sus desafíos inmediatos son restaurar el orden tras la violencia, reconstruir la economía (el turismo representa el 6,7% del PIB) y recuperar la confianza de los mercados. Todo esto mientras enfrenta las expectativas de un movimiento juvenil que exige transformaciones profundas que ni ella ni el Estado nepalí parecen estar en condiciones de satisfacer. Karki es apenas un parche frente a una hemorragia sistémica. 

Los cimientos del estallido 

Nepal arrastra una frágil transición desde la abolición de la monarquía en 2008. La implementación de la república federal ha estado marcada por inestabilidad crónica, sucesiones interminables de gobiernos y una incapacidad estructural para llevar adelante reformas sustanciales. La Constitución de 2015, aunque un hito, surgió de intensos debates y dejó demandas clave de grupos marginados sin respuesta, perpetuando fracturas sociales. 

En la práctica, el país aún no logra consolidar su soberanía. Su economía depende de tres pilares persistentes: Remesas, que representan entre el 25% y el 30% del PIB, y que  sostienen el consumo interno pero reflejan la emigración masiva de jóvenes. Turismo y agricultura; fuentes esenciales de divisas y empleo, pero extremadamente vulnerables a crisis políticas y desastres naturales (como el terremoto de 2015 o la pandemia de Covid-19). Desigualdad estructural; con tierras concentradas en pocas familias, castas y grupos étnicos que condicionan las oportunidades sociales y políticas. 

India y China se entrelazan en esta ecuación. Nueva Delhi ha sido históricamente la puerta de salida y abastecimiento de Nepal: alrededor del 70% del comercio nepalí pasa por esa frontera. Pekín, en cambio, aprovechó la desilusión con India para avanzar con proyectos de infraestructura en el marco de la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Esta doble dependencia convierte a Katmandú en un tablero de ajedrez en el que Washington también intenta mover sus fichas de control, a través de ayuda al desarrollo y ONGs, reforzando la sensación de que Nepal nunca alcanza una autonomía plena. 

Un reino montañoso a la sombra de los imperios 

Durante siglos, Nepal fue un reino relativamente aislado: el Himalaya lo protegía, pero también lo confinaba. La dinastía Shah, que unificó el territorio a fines del siglo XVIII bajo Prithvi Narayan Shah, ya lo concebía como un “yam entre dos piedras”: India y China, metáfora que aún define su fragilidad estratégica. 

Durante el siglo XIX, Nepal se mantuvo formalmente independiente frente al avance británico en el subcontinente, pero bajo el régimen autoritario de la dinastía Rana (1846–1951), que gobernó con un rígido sistema de castas y una fuerte dependencia económica de la India británica.

Tras la caída de los Rana en 1951, la monarquía restaurada intentó un proceso constitucional, pero en 1960 el rey Mahendra instauró el sistema Panchayat, una monarquía absoluta disfrazada de democracia participativa. Este modelo favoreció a las élites de castas altas de las colinas, mientras marginaba a comunidades madhesi, janajati y dalits, sembrando la exclusión estructural que aún persiste. 

En 1990, una revuelta popular forzó la restauración del multipartidismo. Pero los gobiernos de esa década estuvieron marcados por corrupción e inestabilidad. El malestar se transformó en insurgencia en 1996, con la guerra popular maoísta: diez años de conflicto, más de 15.000 muertos y la expresión de la frustración campesina y de minorías frente a un Estado percibido como feudal. 

La masacre real de 2001 —cuando el príncipe heredero asesinó al rey Birendra y gran parte de la familia real— profundizó la crisis de legitimidad. Tras un periodo de autoritarismo del rey Gyanendra y la presión internacional, los acuerdos de paz de 2006 llevaron al desarme maoísta y a la abolición de la monarquía en 2008. Sin embargo, la república naciente no resolvió los problemas de representación: la Constitución de 2015 fue rechazada por sectores madhesi y adivasi janajati, lo que derivó en protestas y en un bloqueo fronterizo impulsado desde India, recordando la vulnerabilidad del país frente a sus vecinos. 

¿Síntoma de una nueva era? 

La obsolescencia de las élites políticas tradicionales y el poder de movilización digital trae consigo un riesgo: que la legitimidad democrática quede secuestrada por minorías activistas en línea y actores externos dispuestos a instrumentalizarlas. Más que una revolución, lo de Nepal es un experimento político de alto riesgo. El veredicto final no lo dará Discord, sino la capacidad de un Estado frágil para construir instituciones que respondan a los nepalíes y no a los intereses de potencias extranjeras.

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