Musa, dime del hábil varón que en su largo extravío,
tras haber arrasado el alcázar sagrado de Troya,
conoció las ciudades y el genio de innúmeras gentes.
La Odisea
Hace unas cuantas mañanas leemos en mi casa La Odisea de Homero. Del momento en que Ulises llega a Ítaca tras veinte años de surcar los mares, del momento en que Penélope no lo reconoce y le exige al recién llegado una prueba, del momento en que Odiseo le describe el lecho nupcial, construido del tronco enrevesado de un olivo, de la forma en como Penélope —ante la prueba del reconocimiento— cae de rodillas y le besa el rostro a su amado. La prudente Penélope, el mañoso Odiseo, los pretendientes muertos, el joven Telémaco danzante en los palacios de Ítaca.
No sé si es algo en mi voz, o en el fraseo, algo en el tenor de unos versos que se dejan cantar tan fácilmente, como si hubieran nacido para el canto, y se hayan moldeado en las gargantas de cientos de generaciones que han seguido la odisea de Ulises a través de las aguas y a través de los siglos. No sé si es algo en las palabras (el Ulises mañoso y artero, la Penélope discreta y menesterosa, las armaduras broncíneas, o las islas de Eea y Ogigia), pero de repente, en una mañana de estas tengo dieciséis años, y ya no estoy en un piso del área metropolitana de Barcelona, sino en mi cuarto adolescente de un pueblo del norte del Río Negro. Veo las paredes rayadas con frases de Onetti, la ventana que da a la quinta y que se abre poco porque después no cierra. Veo la estantería donde hay un par de atlas, un diccionario y dos enciclopedias (las armas con las que atravieso el liceo, eso, y los cuadernos que he ido recolectando de mis vecinos que han hecho el liceo antes que yo), y me escucho a mí misma recitando esos mismos versos.
Pienso que me gustaría que esa fuera una experiencia que no se le privara a ninguno de los míos (y a veces los míos son los amigos más cercanos, pero otras, tienen la cara de cualquiera de los gurises nacidos en ese país a su vez tan mío). Que a nadie se le privara de esos versos y de esas emociones, que a nadie le estuviera vedado temblar con esas palabras, o enredarse en diccionarios para saber de qué se trata un peplo, una hecatombe.
Pienso también que me gustaría que a nadie se le privara del esfuerzo de lidiar con una lengua ajena, con palabras raras, con formas de sentir la divinidad y la vida, el amor y la muerte, concebidas a miles de kilómetros y a varios siglos de distancia. Que a nadie la pregunta del para qué le empobrezca tanto la vida como para que todas y cada una de sus opciones tenga que ver con qué voy a comer mañana, cuál va a ser mi trabajo, y de qué voy a vivir cuando termine todo esto. El liceo que tenemos, con su afán generalista todavía se permite suspender esa pregunta por unos cuantos años, regalarnos un tiempo que es de lujo, para que nos ocupemos, sin apuro, de entonar a Homero, tan lejos todavía de los trabajos y los días, tan cerca de ese mundo abierto y desplegado para nosotros en un pizarrón de clase.
Estos días he asistido a muchas conversaciones en las que siento que Uruguay sigue siendo una excepción: todavía no hay notas de corte para ingresar a la Universidad pública, cualquiera puede estudiar la carrera que elija a la edad que quiera, no sólo sin tener que pagar sino también —y muchas veces— recibiendo apoyos económicos que, aunque magros, permiten a miles de jóvenes dedicarse primordialmente al estudio el tiempo que duran sus carreras. La Universidad de la República no para de crecer y de extenderse territorialmente, y aunque sufre de dolores de crecimiento, todavía lo sigue haciendo lo mejor posible, comprometida con los territorios de los que forma parte, con muchos profesores que no sólo no usan la institución de una forma patrimonialista (para su beneficio personal y el de sus carreras académicas), sino que dedican muchas horas de su vida a hacer que la política universitaria no solo esté viva sino que sea un verdadero ejemplo de gobernabilidad.
Me han llamado la atención reiteradas conversaciones en las que padres preocupados observan de qué manera se les ha robado a sus hijos la posibilidad de cantar a Homero sin que ese canto se traduzca en rédito personal, en un punto en el currículum, en una experiencia contable, en una pequeña modulación de un destino prefigurado por una nota de corte, por una prueba de selectividad, por una asignación previa de repartos de reconocimiento y de beneficios económicos. Y aquello que en Uruguay nos preocupa (y nos ha preocupado siempre) sobre los miles y miles de gurises que quedan por fuera del liceo (y que por eso están ya condenados al cierre de una parte del mundo inteligible y sensible), aquí en España se da para todos. No importa si estás dentro o fuera del liceo, cada una de tus decisiones, de tus notas, de tus experiencias formativas —incluso las llamadas “de voluntariado”-- definirán a qué universidad irás, sí tendrás que pagarlas o no, si podrás elegir la carrera que te guste, si podrás demorarte o no en esa decisión. Y como siempre hay más estudiantes que plazas disponibles en los lugares de privilegio, resulta que campea la retórica de la competencia, la comparación permanente con los iguales en edad, la exaltación del éxito escolar (incluso en los medios de prensa, y en las conversaciones en el mercado), como si todo fuera un propedéutico diseñado milimétricamente a medida del gusto y la necesidad de las empresas.
A veces siento que en Uruguay hemos dado pasos ingenuos hacia este derrotero (la creditización de las carreras en aras de la supuesta navegabilidad es un ejemplo), pero que algo nos ha detenido; a veces azarosamente o por nuestra propia lentitud de respuesta ante los cambios, pero otras, por fuerza de colectivos visionarios que han puesto freno a los impulsos que desean —y saben muy bien por qué lo desean—, que a nuestro sistema de educación pública lo maneje una retórica y una mecánica de mercado.
Una adolescente de dieciséis años de un pueblo perdido del norte del Río Negro tiene el derecho de leer las vicisitudes de Odiseo a través de los mares, y tiene el derecho de leerlo ingenuamente, románticamente, e incluso dificultosamente. Tiene derecho también a que no le guste, a despreciarlo. Pero no puede y no debe leerlo especulativamente. Hacer que un adolescente se enfrente especulativamente a la literatura, a las matemáticas, al conocimiento del espacio y del fondo del mar, es corromperlo moralmente, es enseñarle una forma de mirar que si bien es propia de lo humano, no es lo mejor que los humanos nos hemos dado a nosotros mismos. Ya habrá tiempo para ese tipo de lectura. Y además, creo yo, que hay algo así como la felicidad en el hecho de que esa forma de relación con el mundo llegue lo más tarde posible, o incluso, que no llegue nunca.