Más allá del optimismo resignado

Las coberturas de campaña y los analistas lo dicen cada día: esta es una campaña aburrida, de baja intensidad, sin grandes propuestas ni discusiones de ideas, ni entusiasmo, ni nada.

Si en tantos lugares del mundo la política tomó el tono de la estridencia del fascismo, una campaña aburrida no está del todo mal. Más aún si las encuestas muestran, de forma consistente, al Frente Amplio con una intención de voto muy superior a la de la campaña pasada, en el entorno del 45%, muchas veces superando a todos los demás partidos juntos. Lo que hace que tenga buenas chances de ganar con mayoría parlamentaria. Después de cinco años soportando la mezquindad, la corrupción, la pérdida salarial y el retroceso de lo público que trajo este gobierno , la posibilidad de sacar a la derecha es bienvenida.

Cunde, así, el optimismo. Un extraño optimismo que convive con la ausencia de entusiasmo, de discusión y de expectativas de transformación. Un optimismo que se recorta contra un fondo de intranquilidad. Es que las cosas que se hacen para dar tranquilidad al electorado causan mucha intranquilidad en amplios sectores de la opinión, la militancia y la intelectualidad de izquierda: los dichos de Orsi sobre Palestina e Israel, y los de Oddone sobre la desindexación de los salarios, la idea de que hay que reformar nuestro "sistema de convivencia" porque frena el crecimiento, o la importancia de la obra de Vegh Villegas.

Podríamos decir, sin más, que posiciones como estas son inaceptables desde una posición de izquierda. Pero eso no alcanzaría para comprender por qué la mayor parte del Frente Amplio y de la opinión de izquierda acepta esto de forma más o menos resignada. Esta comprensión no puede limitarse a colocar el problema afuera y a acusar a quienes expresan el resultado del proceso. Es necesario que nos entendamos como parte de la historia que dio este resultado.

Muerte y resurrección del progresismo

El Frente Amplio llegó a las elecciones de 2019 después de un gobierno centrista, con un candidato centrista. El jingle “la ola esperanza” sonaba a frivolidad cuando nadie esperaba demasiado. La idea de una crisis del progresismo estaba en el aire.

En primera vuelta, el FA solo alcanzó el 39% de los votos (su peor votación desde 1994). Para el ballotage, gracias a una remontada protagonizada por una súbita activación de las militancias orgánicas y dispersas, logró llegar hasta un 49%, es decir que estuvo al borde de ganar. Aún en un pésimo momento, el FA era capaz de convocar un resultado electoral respetable. El jefe de campaña de esta remontada había sido Yamandú Orsi.

A pesar del susto, Lacalle ganó. A pocos días de que asumiera, la epidemia de coronavirus detuvo todo. El gobierno avanzó a toda velocidad con su agenda, aprobando en julio de 2020 una ley de urgente consideración (LUC) que cubría todo tipo de temas, en medio de la cuarentena. En setiembre fueron las elecciones departamentales, en las que el FA perdió tres de las seis intendencias que gobernaba: Paysandú, Rio Negro y Rocha, quedándose solo con Montevideo, Canelones y Salto. En diciembre de ese año murió Tabaré Vázquez. El primer año en la oposición no fue amable con el FA.

La izquierda se puso de pie con la juntada de firmas contra la LUC. Inicialmente, no todos estaban de acuerdo, ni en el Frente Amplio ni en el Pit-Cnt. El proceso fue controversial y no del todo bien resuelto, pero después de unos meses lentos tomó impulso y, a pesar de las restricciones a la movilidad y las reuniones, logró entregar, en julio de 2021, 800.000 firmas para forzar un referéndum, en un proceso en el que los comités de base del FA tuvieron un rol protagónico.

En octubre de ese año el FA organizó un Congreso para el balance y la autocrítica. El documento que surgió de ese Congreso fue contundente: allí el FA se autocriticó su renuncia a dar la batalla ideológica contra la meritocracia, el individualismo y el capitalismo; su falta de capacidad para frenar los procesos de despolitización y desideologización; la falta de contacto entre el gobierno y las bases; la incapacidad para generar entusiasmo entre los militantes; el debilitamiento de la orgánica de la fuerza política; la falta de protagonismo popular en las discusiones; los intentos de imponer una línea a los movimientos sociales y el abandono de los vínculos con éstos; la inconsistencia estratégica y la fragmentación en las políticas públicas; el excesivo privilegio de la idoneidad técnica frente a la orientación política; la falta de comprensión de la realidad por fuera del área metropolitana; y la dificultad para que la agenda de derechos resuene en “sectores culturalmente refractarios a nuestras propuestas”.

Dos meses después, en diciembre de ese año, el FA tuvo su elección interna. Fernando Pereira fue elegido presidente con el apoyo de la mayor parte de los sectores, alcanzando el 67% de los votos. Gonzalo Civila, secretario general del Partido Socialista, con el apoyo de Casa Grande y el PVP, obtuvo el 10% e Ivonne Passada el 5%. Pereira podía jugar para dos públicos: por venir de la presidencia del Pit-Cnt era un representante de los trabajadores organizados, por sus posiciones ideológicas y su pertenencia a la Vertiente Artiguista, era un representante del centro político. 

En marzo de 2022 fue el plebiscito sobre la LUC. El No a la derogación ganó por unas decenas de miles de votos. El oficialismo mantenía el apoyo con el que ganó en el ballotage del 19, pero la oposición se consolidaba convocando a la otra mitad del electorado. A partir de entonces, el FA comenzó a orientarse de cara a las elecciones de 2024. En este proceso, cuajó una nueva síntesis, distinta de la del Congreso de 2021. Si la autocrítica oficial había sido básicamente una crítica desde la izquierda, se asentaba ahora otra perspectiva: el FA debía evitar disputas ideológicas o culturales, desplegar una política de cercanía en el interior y no hacer olas.

En setiembre de 2022 estalló el caso Astesiano y, desde entonces, la agenda política está dominada por la corrupción del gobierno. El oficialismo se autodestruía y el FA, mirando siempre hacia 2024, se dedicaba a no interrumpirlo en esa tarea. El Partido Nacional entraba en una espiral de escándalos, renuncias y recriminaciones mutuas. Cabildo Abierto, que vio bloqueada la posibilidad de buscar una tercera posición por lo parejo del referéndum sobre la LUC, no logró encontrar su lugar. Los colorados estaban en caída libre. De todos modos, la economía estaba estable y la imagen del presidente se mantenía alta. Se configuró una extraña situación, en la que un alto nivel de aprobación al gobierno convivía con una también alta intención de voto a la oposición.

El Frente Amplio, mientras tanto, vivía un proceso de realineamiento interno. La izquierda se reagrupaba en torno a Izquierda y Libertad -una alianza entre el Partido Socialista, el PVP, Casa Grande y otras organizaciones más pequeñas- y al Partido Comunista, que venía creciendo y tonificando su músculo militante. Estos grupos, junto a algunos otros, se nuclearon eventualmente en torno a la precandidatura de Carolina Cosse, intendenta de Montevideo.

Del otro lado, la muerte de Danilo Astori en 2023 profundizó la pérdida de consistencia del espacio que se venía llamando “astorista” o “seregnista”. Hacia la interna de 2024, la candidatura de Mario Bergara no logró consolidarse, y el centrismo frenteamplista apoyó en bloque a la candidatura de Orsi, del MPP. Orsi desplegó una campaña extremadamente moderada, hablando en la interna como típicamente hablan los candidatos en las campañas de ballotage. El mensaje: no hay necesidad de salir a buscar votos de izquierda. 

Los resultados validaron la hipótesis de Orsi: su candidatura ganó con más de 20% de diferencia, en buena medida gracias a su capacidad de convencer a los frenteamplistas que su extremo centrismo era la única forma de derrotar a la derecha. De todos modos, no sabemos lo que hubiera pasado si la campaña tomaba la forma de una disputa ideológica, ya que Cosse decidió no disputar por izquierda, sino oponer propuestas concretas a la vaguedad de Orsi, al tiempo que evocaba la imagen de Tabaré Vázquez. Sin resolverse, la crisis del progresismo se había disipado.

El Frente Amplio llega a las elecciones con un programa que se lee como una lista de temas desarrollados de forma despareja, en la que se yuxtaponen medidas, consideraciones teóricas e intenciones vagas. Más de una vez, dirigentes frenteamplistas explicaron que el programa se había redactado de forma deliberadamente laxa para no condicionar a los candidatos (cosa extraña, siendo que los programas son justamente el mandato que el candidato debe ejecutar). De todos modos, algunas cosas son claras. El hilo conductor del programa es la idea de desarrollo sostenible, junto a toda la batería de conceptos que bajan desde las Naciones Unidas y las corrientes neodesarrollistas y neoinstitucionalistas en los estudios de políticas públicas: sistemas nacionales, políticas transversales, descentralización, diálogo social, etc. Pero en algunos lugares clave, aparecen posiciones de izquierda que hablan de redistribución, políticas universales, planificación y avance de lo público.

En la medida que la campaña avanzaba, ya con la fórmula Orsi-Cosse confirmada, el programa se fue “bajando a tierra”, primero en un Plan de gobierno, luego en un documento de prioridades. En la transición entre el Programa y el Plan de gobierno, desaparece la palabra “redistribución”. Si en el Programa se celebra la extensa matriz de protección social del Uruguay, en el documento de prioridades desaparece la palabra “universal” y se nombran solamente políticas focalizadas. En el documento de prioridades no aparecen medidas que den a entender un aumento relativo del peso de lo público en la economía.

La estrategia del FA, por lo menos desde 2022 y de forma más intensa desde la consolidación de la candidatura de Orsi, se basa en bajar al mínimo las expectativas y evitar toda idea que pueda producir discusión. Las encuestas respaldan este enfoque. Pero sería un error pensar que se trata de mero tacticismo electoral: esta estrategia es fruto de definiciones estratégicas que adelantan mucho sobre cómo la mayor parte de la dirigencia frenteamplista se imagina el próximo gobierno. No se trata solamente de señales a los indecisos, sino también a los empresarios y, sobre todo, a la izquierda.

A pesar de que el período entre la derrota de 2019 y la campaña de 2024 estuvo lleno de ambigüedades y empujes en diferentes direcciones, su resultado fue una consolidación de posiciones de extremo centro que hace pensar que el cuarto gobierno del FA va a ser más consevador que el tercero, lo que es mucho decir. Esto nos fuerza a preguntarnos por qué las posiciones de izquierda no lograron tener un mayor protagonismo en el proceso. Vayamos algunas décadas hacia atrás para pensar esto.

La larga y compleja relación entre el FA y la izquierda

Cuando el Frente Amplio se creó en 1971, no se definió como de izquierda. En sus documentos fundacionales no encontramos palabras como “socialismo” o “revolución”. Sí aparecen otras palabras como nacional, popular, progresista, democrático, así como el antifascismo y el antiimperialismo. 

Desde la crisis del batllismo en los años 50, se estaba desarrollando un intenso debate sobre qué proyecto colectivo lo sucedería. Aunque los uruguayos no querían perder “las libertades públicas” y “las seguridades sociales” legadas por el batllismo, era claro que su utopía iluminista se había agotado. El desarrollismo y el nacionalismo, lindantes con el liberalismo y el conservadurismo respectivamente, aparecían como alternativas posibles. A estas se sumaba el marxismo, que crecía a través de las organizaciones políticas que se definían de este modo y también como corriente intelectual, en un proceso que acompañaba a la unificación del movimiento obrero en la CNT. El Frente Amplio fue una síntesis entre la teoría de la dependencia (ala izquierda del desarrollismo), el nacionalismo popular (ala izquierda del nacionalismo) y el marxismo. Las nacionalizaciones, la reforma agraria y la oposición entre pueblo y oligarquía eran coherentes con esta síntesis, que enfatizaba en el discurso el elemento nacional-popular. Es decir, desenfatizaba el socialista. El problema del centro está ahí desde el principio.

Del mismo modo que no es exacto decir que el Frente Amplio nació como una fuerza de izquierda, también es importante notar que, desde el 71 para acá, en cada momento hubo izquierdas más o menos relevantes que estaban fuera del FA. Fue el caso inicialmente de tupamaros y anarquistas, pero también de izquierdas trotskistas, socialdemócratas, nacionalistas o contraculturales que se encontraban en otros lugares del sistema político, o fuera de él. 

Ciertamente, esto no quiere decir que la izquierda y el FA no tengan nada que ver. Desde su creación, la mayor parte de la izquierda está dentro del FA. Su aparición, además, tuvo el efecto de reorganizar la competencia política uruguaya: si en la mayor parte del siglo XX competían entre sí el Partido Nacional y el Partido Colorado, acumulando al interior de cada uno sus alas izquierdas y derechas, la irrupción del FA tuvo eventualmente el efecto de producir una competencia entre una coalición de izquierdas y una de derechas. Cosa que a su vez provocó que este eje ideológico sustituyera a la vieja disputa entre los partidos tradicionales.

En este punto, para agregar otra capa de complejidad al problema, es importante notar que hablar de “izquierda” o “centro” tiene siempre algo de equívoco. Después de todo, se trata de metáforas espaciales que nombran posiciones relativas. Al dar la imagen de un continuo, estas metáforas inducen a pensar que las posiciones “moderadas” y “radicales” responden al mismo proyecto sustantivo, aplicándolo los primeros de formas más gradualistas, y los segundos de formas más intransigentes. Esto es un error. Un neodesarrollista no es un comunista moderado, ni un comunista es un neodesarrollista radical. Incluso más: un socialdemócrata o un neodesarrollista quieren cosas muy distintas (unos la desmercantilización, otros la competitividad sistémica), aunque ambos sean de “centro-izquierda”. Del mismo modo que un anarquista y un comunista quieren cosas muy distintas, siendo ambos “radicales”. Aunque el eje izquierda-derecha tiene su utilidad, es importante mitigar los errores que éste induce, intentando hablar menos de posiciones relativas y más de posiciones sustantivas.

De todos modos, en el contexto de los 60 y los 70, no era necesario decir “izquierda” o “revolución” para que se entendiera lo que estaba en juego. Había un contexto revolucionario global, en el que se multiplicaban las luchas por la liberación nacional y el socialismo. Las políticas que estaban en el primer programa del FA involucraban un enfrentamiento directo con la clase capitalista y el imperialismo, y la apertura de un camino hacia la socialización.

A aquella ola revolucionaria mundial respondió un contragolpe reaccionario también de escala planetaria, que se propuso re-estabilizar el poder de la clase capitalista a través de la eliminación de las posiciones socialistas haciendo uso del terror, y de la puesta en práctica el proyecto que, desde los años 40, venían craneando los intelectuales neoliberales. La expresión uruguaya de ese proceso fue la dictadura militar. 

La resistencia de la izquierda contra la dictadura se entendió a sí misma como una lucha por la democracia. Cuando finalmente, con el pacto del Club Naval, se construyó un nuevo régimen democrático, este llevaba dentro suyo la amenaza del terror, y la marca de ser una democracia liberal. Esto implicaba claros límites a lo que la izquierda podría hacer dentro de ella. Esto, sin embargo, no produjo una transformación inmediata en el discurso de la izquierda. Hasta finales de los años 80, la izquierda uruguaya seguía hablando de forma muy parecida que en los 70, mientras se nutría de movimientos como el feminismo, el movimiento estudiantil y la contracultura.

El Frente Amplio que hoy conocemos se configura entre 1989 y 1992, con la derrota del voto verde, la entrada del MLN (y otros grupos de izquierda radical como el PVP) con la creación del MPP, la crisis del Partido Comunista y la emergencia de los liderazgos de Vázquez y Astori. El gran problema de ese momento era cómo adaptarse a una situación de hegemonía neoliberal. Por esto, Astori, un prestigioso economista que estaba evolucionando desde la teoría de la dependencia hacia el neoinstitucionalismo, fue elegido como delfín por Seregni. Tabaré Vázquez, desde la Intendencia de Montevideo, logró maniobrar y desplazar a Astori. En esos años, la línea de Astori (y Seregni) estaba abierta a pactos con los partidos tradicionales, mientras la de Vázquez era más populista, y se apoyaba en los sectores de izquierda: su Partido Socialista, el Partido Comunista y el MPP. Esto no quiere decir que Vázquez estuviera contra la política de “corrimiento al centro”. Al contrario, en 1994 creó el Encuentro Progresista, e insistió en una “renovación ideológica” hacia un humanismo indefinido. “Progresista”, así, es un buen nombre para la posición que el Frente Amplio adoptó en los años 90, influida por el neodesarrollismo de la CEPAL (síntesis entre desarrollismo y neoliberalismo cuyo lema era “crecimiento con inclusión”) y la socialdemocracia europea (que estaba desarrollando la “Tercera Vía”, también una rendición con condiciones frente al neoliberalismo). 

El famoso “corrimiento al centro” del FA son, en realidad, dos fenómenos distintos que van en la misma dirección: por un lado la transformación programática, y por otro, la estrategia electoral de devenir un partido catch-all para mejorar su desempeño electoral. No es lo mismo elaborar una posición político-intelectual para la gestión que asumir discursos ambiguos o conservadores para ganar elecciones, aunque las dos cosas sucedan al mismo tiempo. Esto se daba en un contexto en el que la crisis del marxismo hacía necesario un aumento del peso relativo del desarrollismo y el populismo en la izquierda.

También es importante notar que la acumulación política de la izquierda entre los 90 y la primera mitad de los 2000 no fue únicamente un efecto de los corrimientos al centro, sino también el resultado de los plebiscitos contra las privatizaciones, que demostraron la existencia de una mayoría social antineoliberal, que afirmaba el valor de lo público y del viejo legado de la polis batllista. Estos plebiscitos fueron promovidos por el movimiento sindical, y si bien eventualmente fueron apoyados por el FA, causaron mucha controversia interna. Durante los 90, también se desarrolló en el campo cultural y militante una cultura que buscó una alternativa al neoliberalismo, que estuvo fuertemente marcada por el levantamiento zapatista de 1994, la presencia pública de viejos intelectuales como Galeano, el movimiento estudiantil de 1996 y expresiones como la música de La Vela Puerca.

Para cuando el FA gana en 2004, estos procesos habían llegado a su punto culminante: la estrategia electoral del corrimiento al centro, la maduración de una élite tecnocrática y la deslegitimación del neoliberalismo. Esto último especialmente después de la crisis de 2002 y del impactante renacimiento de las izquierdas latinoamericanas en esos años. Es difícil dimensionar el nivel de expectativa y novedad que trajo la victoria frenteamplista de 2004.

Es sabido que el primer gobierno frenteamplista tuvo una agenda reformista intensa: reforma de la salud, impositiva, creación del MIDES, restauración de la negociación colectiva, etc. También hubo problemas por izquierda, que tuvieron sus momentos más agudos con la forma como se tramitaron los resultados del Congreso de Educación y con el veto de Vázquez a una ley que hubiera legalizado el aborto. También fue un período marcado por el conflicto por las papeleras, en el que el gobierno de Vázquez eligió defender a una multinacional en una zona franca, desoyendo las críticas ecologistas y profundizando un conflicto con Argentina que dificultaba la integración regional. Vázquez buscaba un tratado de libre comercio con Estados Unidos, y llegó a pedir ayuda militar a George W. Bush ante un eventual conflicto con Argentina. Cuando esto se supo en 2011, el escándalo fue de tal magnitud que Vázquez debió retirarse de la política. Durante este período, el FA tuvo un desprendimiento por izquierda, del que nació Asamblea Popular (luego Unidad Popular).

En 2004, el sector más votado del FA había sido el MPP. Lo sigue siendo hasta hoy. Este liderazgo fue ganado con el despliegue de un gran trabajo territorial, que era una continuidad del comenzado por el MLN en los 80. Durante los 90, el MPP vivió, a su modo, el proceso del corrimiento al centro, mutando desde posiciones guevaristas y autonomistas hacia un nacionalismo popular. Esto bajo el liderazgo emergente de José Mujica; símbolo de la épica tupamara, víctima de los horrores de la dictadura, genio de la comunicación con las clases populares y habilidoso negociador en los mundos de la élite.

Para las elecciones de 2009, el FA decidió ir a internas. Astori llegaba con el apoyo de Vázquez; Mujica con una alianza entre el MPP y el Partido Comunista. A pesar de las transformaciones, el MPP todavía era visto como una organización de la izquierda radical, por lo que había grandes expectativas de un giro a la izquierda. Efectivamente, fue un tiempo de importantes inversiones estatales y  de políticas económicas expansivas. Se habló de “protosocialismo”, y de un “gobierno en disputa”, lo que quería decir que el control astorista de la economía estaba en cuestión. Era el auge del giro a la izquierda latinoamericano.

Simultáneamente con las elecciones de 2009 se votó el plebiscito rosado, que buscaba anular la ley de caducidad. Impulsado por organizaciones sociales, no llegó al umbral necesario para ser exitoso. Esa derrota fue vivida como un quiebre por mucha gente de izquierda, lo que fue agravado por la percepción de que el Frente Amplio no había acompañado con suficiente fuerza la iniciativa. Este problema fue amplificado por la creciente alianza de figuras como el viejo tupamaro Fernández Huidobro (nada menos que ministro de defensa) con los militares.

Así, se abrió un período de relativa bifurcación entre el frenteamplismo en el gobierno y lo que se llamó la “izquierda social”. En el diálogo tenso entre ambos se desarrolló la “agenda de derechos”, con el protagonismo de movimientos como el de derechos humanos, el feminismo y la diversidad sexual sumadas a militancias (relativamente) juveniles conectadas con redes internacionales progresistas y socialdemócratas. Organizaciones como Cotidiano Mujer, Ovejas Negras y Proderechos acumularon éxitos legislativos, aprovechando las mayorías parlamentarias del FA y moviéndose en su marco de alianzas sociales, al mismo tiempo que nucleaban militancias que sentían cierta lejanía con los ámbitos partidarios.

Era el tiempo de las “revoluciones de twitter” y de la aparición de grandes movimientos de masas y nuevas izquierdas luego de la crisis financiera de 2008. En España, Grecia, Brasil y Chile, de estos movimientos aparecieron partidos nuevos. En Argentina y Gran Bretaña, radicalizaciones de los partidos viejos. En Uruguay, ninguna de las dos cosas. El momento más brillante de estas militancias fue la victoria de la campaña “No a la baja” contra un plebiscito punitivista impulsado por Pedro Bordaberry, que hizo pensar a algunos que de ahí podía venir una renovación “por izquierda”.

Pero la dirigencia del Frente Amplio tenía otras cosas en mente. Para las elecciones de 2014, dirigentes de los principales sectores fueron hasta la casa de Tabaré Vázquez para pedirle que saliera de su retiro para ser candidato a presidente, cosa que aceptó. Muchos militantes salieron a buscar una alternativa, apareciendo así la candidatura de Constanza Moreira, que fue acompañada por el PVP (viejo partido libertario curtido por la represión de la dictadura y la lucha por los derechos humanos), el Ir (agrupación de militantes asociados principalmente a la “agenda de derechos”) y otros grupos menores. Vázquez derrota a Moreira con luz (82% contra 18%), y luego el FA gana por tercera vez el gobierno, nuevamente con mayorías parlamentarias, haciendo una elección extraordinaria en el interior (el FA gana, por ejemplo, en Rivera y Cerro Largo).

De esas elecciones surge un co-gobierno entre Vázquez, Astori y Mujica, de orientación centrista, que debe tramitar un ajuste por el empeoramiento de las condiciones de los mercados internacionales, haciendo retroceder las inversiones públicas y suspendiendo la mayor parte del planificado sistema de cuidados. En su primer año de gestión, un conflicto presupuestal con las organizaciones de la educación escaló al punto que el gobierno decretó la esencialidad (es decir, la prohibición de los paros y las huelgas), llevando a un punto de quiebre los vínculos entre el frenteamplismo y amplias militancias de izquierda.

Florecen, en este período, militancias de izquierda no frenteamplista. Crecen las protestas ecologistas contra las megainversiones (nucleadas en la ANP), las minorías radicales en el sindicalismo y los grupos de intelectuales críticos. Pero lo más importante es la irrupción del feminismo como movimiento de masas, expresado en muchas organizaciones, la mayor parte ellas nucleadas en la Coordinadora de Feminismos. Estas militancias buscan autonomizarse de las redes de alianzas sociales del FA, al tiempo que las militancias de la “agenda de derechos” y los aliados del frenteamplismo en el movimiento estudiantil quedan aislados.

Dentro del Frente Amplio también hay movimientos. En el Partido Comunista surge la figura de Oscar Andrade, dirigente de los trabajadores de la construcción que logra la ley de responsabilidad penal empresarial. En el Partido Socialista, Gonzalo Civila, único parlamentario frenteamplista que objeta a la esencialidad decretada por Vázquez, es elegido en 2019 secretario general.

Mientras en Uruguay se procesan estas transformaciones, en toda América Latina las izquierdas están en problemas: Venezuela comienza su larga crisis después de la muerte de Chávez en 2013, Mauricio Macri vence al kirchnerismo en 2015, Dilma Rousseff es destituida en 2016. También en 2016 Trump gana las elecciones en Estados Unidos, seguido de Bolsonaro en Brasil en 2018, conformando una ola global de crecimiento de las extremas derechas. Si desde comienzos del siglo XXI las alternativas de izquierda al neoliberalismo habían protagonizado la escena política, a partir de mediados de la segunda década del siglo, el agotamiento de este ciclo daba lugar a alternativas ultraderechistas.

En Uruguay, la debilidad del Frente Amplio y de la situación económica abría la posibilidad de la victoria de la derecha. Fenómenos como el nucleamiento de los tecnócratas de la educación en torno a Eduy21 o el ruralismo de Un Solo Uruguay llevaban agua para este molino. La derecha ganó liderada por el heredero de la familia Herrera, apoyado en el neoliberalismo orgánico. La novedad de la elección fue Cabildo Abierto, un nuevo partido de ultraderecha. Que es inquietante no solo por esto, sino porque fue fundado por la persona designada por el gobierno del FA para ser jefe del ejército, y tuvo entre sus creadores a algunas personas que venían de militar o simpatizar con el FA. El vector que une el nacionalismo popular con la ultraderecha, latente e invisible tanto tiempo, producía una desagradable sorpresa.

El FA llegó a las elecciones de 2019 con una interna desarticulada. El Partido Comunista llevó, con Andrade, por primera vez a su propio candidato. El MPP presentó a Carolina Cosse, que luego fue candidata a senadora por la 1001. Mario Bergara intentó nuclear al astorismo, pero Astori no lo acompañó a él sino a Daniel Martínez, que también era apoyado por Constanza Moreira y un Partido Socialista que estaba procesando su cambio de orientación. Martínez buscaba encarnar  la renovación del FA, pero llegó a ser candidato en un mal momento. Su derrota fue la derrota de la tecnocracia neodesarrollista, y desencadenó una discusión sobre las insuficiencias del progresismo.

Los primeros años del gobierno de derecha estuvieron marcados por la pandemia, y los efectos de ésta se confunden con los de la ofensiva ideológica derechista, el ajuste y el aumento de la represión. Todavía no tenemos procesado lo que pasó entre 2020 y 2022. Fueron momentos de mucho miedo y mucha muerte, en los que la política de masas estaba seriamente limitada e internet organizó buena parte de la vida política. La interacción virtual, la dificultad para encontrarse, la desorganización de la vida y la traslación a la política de la dinámica de los nichos de internet llegaron para quedarse.

La pandemia también fue un tiempo de mucha creatividad militante. Se multiplicaron las iniciativas solidarias, especialmente las ollas populares. Las grandes marchas que no pudieron hacerse dieron pasos a militancias territoriales que llenaron la ciudad de símbolos y pequeños grupos del feminismo y los derechos humanos. Se desplegaron batallas micropolíticas con efectos profundos, como la ola de escraches, las discusiones sobre el amor libre o la multiplicación fractal de la política de identidad. Fue también el tiempo de la aparición de unas posiciones políticas raras, nucleadas en torno a la crítica de las políticas contra el covid, agrupando a gente que venía de la izquierda con bizarreadas new age y ultraderechismo cultural anti-woke yanqui. En estos procesos aparecían vectores posibles para la superación del progresismo. Esto también sucedía en el Frente Amplio. En su congreso de 2022, el PS aprobó un documento titulado “¿Después del progresismo, qué?”.

Lo cierto es que, como vimos en el apartado anterior, la crisis del progresismo se disipó, y ninguna de las alternativas de izquierda logró ocupar un lugar central. En la post-pandemia, el FA se corrió más aún hacia el centro (es decir, relativamente, hacia la derecha). Y, lo que es más preocupante, el ecologismo, el feminismo y la intelectualidad crítica parecen haberse dispersado y perdido densidad organizativa. Cabe preguntarse cómo mundos militantes tan dinámicos se desmoronaron tan rápidamente. 

Una parte de la explicación puede ponerse a cuenta del agotamiento acumulado durante la pandemia y la post-pandemia. Otra parte a problemas ideológicos, como la tendencia a la atomización de ciertas formas de horizontalismo radical y de identitarianismo. Otra, al fracaso de todos los intentos de superar “por izquierda” a las centro-izquierdas que venían de los 80: Syriza, Podemos, Corbyn, Sanders, a lo que se suma la vuelta de Lula aliado de la derecha tradicional brasileña. La derrota de la constituyente chilena, que marcó el desmoronamiento de una revuelta que era vista como la apertura de un camino nuevo, quizás tuvo el efecto más destructivo. La peste, la guerra y la fascistización terminaron de matar las expectativas de futuro. No es raro que haya una crisis de militancia.

La forma como el frenteamplismo social operó en este período también tuvo efectos en esta dirección. La desarticulación de la “Intersocial grande”, en la que había organizaciones de todo tipo, tamaño y orientación política para pasar a una “Intersocial chica” en la que estaban solamente el Pit-Cnt, la FEUU y FUCVAM es un buen ejemplo de como se “ordenó” la militancia social. La forma como se condujeron las negociaciones sobre si ir por una derogación total o parcial de la LUC tampoco ayudó.

Quizás como eco de las discusiones en la interna peronista en Argentina, la idea de “crisis del progresismo” volvió a aprecer, pero habiendo sufrido una mutación. Ahora, criticar al progresismo implicaba sumarse a ataques más o menos antiintelectuales al feminismo, las contraculturas y todo lo que vagamente pudiera asociarse con lo posmoderno. Esto fue favorable a la re-legitimación de la tecnocracia centrista, simultánea a una re-creación de la alianza entre el astorismo y el MPP, ahora hegemonizada por este último. El electorado frenteamplista, además, hacía muchos años que, cada vez que tenía que definir entre una opción más de centro y una más de izquierda, elegía la de centro. Se establecía así una realimentación en la que la dirigencia se hacía más posibilista y conservadora, argumentando que era la gente la que iba en esa dirección, haciendo que mucha gente, siguiendo a sus dirigentes, hiciera lo mismo.

Para el escenario electoral de 2024, este Frente Amplio de extremo centro llega con ventaja. La derecha liberal está débil: el PN lame las heridas de los escándalos de corrupción, el Partido Colorado, después de una elección interna calamitosa, apuesta todo a la nada de Ojeda. Y la ultraderecha no logra, todavía, montar un fenómeno político: Cabildo Abierto no repunta, los imitadores de Milei no llegaron ni siquiera a los 500 votos que le permitían presentarse, y sólo el conspiracionismo de Salle muestra señas de dinamismo en ese costado.

En medio de esta chatura electoral, se destaca la intensa discusión sobre la seguridad social. Un plebiscito impulsado por el movimiento sindical se propone revertir la reforma impuesta por la derecha, fijar la edad mínima de jubilación en 60 años, la jubilación mínima en el salario mínimo y eliminar las AFAP. Se trata de una reforma muy ambiciosa, que divide a la izquierda y unifica contra ella a la mayor parte del sistema político y los ambientes tecnocráticos. Sus apoyos también son trasversales: muestran simpatía con la reforma las personas de clase trabajadora tanto de izquierda como de derecha. Mucho de la relación de fuerzas y los problemas de los próximos años se juega en el resultado y el nivel de apoyo de esta iniciativa.

De este repaso, podemos observar, por lo menos, dos cosas: por un lado, que hubo muchos intentos, muy distintos entre sí, de reactivar la izquierda y de revertir el largo corrimiento al centro; por otro, que ninguno de ellos lo logró… todavía. Se hace necesaria una elaboración de estos fracasos y derrotas, que no caiga en el moralismo, en los prejuicios o en echar la culpa a otro. Y que no reniegue de todas las cosas que sí se lograron y se construyeron en el camino. En fin, que aprenda algo y logre pararse en lo que hay para construir algo nuevo.

Las tareas

Es muy importante que el Frente Amplio gane las elecciones. Aunque solo sea para sacar a la derecha del gobierno. Si no se frenan las reformas neoliberales, estas pueden producir efectos irreversibles en zonas claves de la sociedad, el estado y la economía uruguayas. Cada militante, intelectual o ciudadano puede aportar para construir esta victoria.

La militancia de izquierda tiene un desafío particular, ya que la estrategia de la conducción del Frente Amplio se basa en bajar las expectativas y desactivar el entusiasmo militante. La racionalidad de esta estrategia se basa en la búsqueda de un electorado de centro y despolitizado. Podríamos decirlo así: como se asume (con o sin razón) que las cosas que entusiasmarían a la izquierda asustan al electorado, la falta de entusiasmo de la izquierda es un indicador de la probabilidad de la victoria, y, paradójicamente, del optimismo (resignado) de la propia izquierda.

El problema con esto es que se corre el riesgo de que esa misma falta de entusiasmo produzca una desmobilización que inhiba el despliegue militante necesario para ganar la elección. Si la campaña de Orsi se pasó de rosca de centrismo e indefinición, la militancia de izquierda va a tener que salvar, como en 2019, al Frente Amplio de si mismo. Si desde arriba se busca desactivar su entusiasmo, tendrá que entusiasmarse a sí misma.

Será necesario caminar por una línea fina: la izquierda necesita entusiasmarse sin ilusionarse. No soportamos otra desilusión. Es ridículo pensar que si gana el Frente Amplio todo va a estar bien, o que vamos a volver a la normalidad. Pasaron demasiadas cosas, y los problemas no se van a ir a ningún lado. Ganar las elecciones es solo un primer paso, que por si mismo garantiza muy poco.

La realidad es que un gobierno frenteamplista de orientación neodesarrollista y nacionalista no va a resolver ninguno de los problemas que tenemos delante. Es más, los problemas van a seguir creciendo, y probablemente algunos de los impulsos del reformismo neodesarrollista sean activamente contraproducentes. La desesperación por relanzar el crecimiento económico y atraer inversiones va a llevar a asumir mayores costos ambientales, y las reformas necesarias para llamar la atención del capital trasnacional van a herir la capacidad del estado para controlar la economía. Además, en medio de las turbulencias globales actuales, nada asegura que esta estrategia sea exitosa, y menos aún que pueda producir un círculo virtuoso de crecimiento económico y mejora de los indicadores sociales. 

De fondo, la cuestión es relativamente sencilla: los problemas que tenemos no se resuelven con más crecimiento económico, porque la forma como se ha dado el crecimiento económico en las últimas décadas es parte del problema. Necesitamos una transformación radical de la relación del ser humano con la naturaleza, y eso necesita revolucionar las relaciones sociales. Esto no se va a hacer de un día para el otro, pero hay que tener claro el rumbo para no dar pasos hacia atrás creyendo que son pasos hacia adelante. Y ese adelante solo puede ser un socialismo basado en una planificación ecológica y democrática. El problema con el neodesarrollismo no es que sea demasiado pragmático y despolitizado, es que no es suficiente realista, y que no es capaz de enfrentar los problemas.

Peor aún. Los legados de la vieja polis, del viejo estatismo económico, del viejo estado de bienestar batllista, de la educación pública, pueden correr peligro si una administración frenteamplista muy convencida decide ir a fondo con una reforma neodesarrollista que subordine al conjunto del estado y la sociedad a una estrategia de competitivdad. Esto es grave en sí mismo, pero también por sus consecuencias a futuro, porque las cosas que se hagan para ganar competitividad hoy pueden producir retrocesos inmensos en las capacidades de construir capacidad de planificación y democtratización de la economía mañana. La izquierda va a necesitar desplegar una estrategia defensiva capaz de frenar eventuales reformas educativas tecnocráticas, construcciones de institucionalidades pseudo-estatales (fideicomisos, tercerizaciones, pps, etc.), tratados comerciales, zonas francas, etc.

Es decir, la necesidad de desplegar estrategias defensivas contra el avance neoliberal no termina con una eventual victoria del FA. Para eso va a ser clave el poder que tengan, dentro del gobierno y del FA, las posiciones de izquierda. Entre las personas que van a asumir cargos relevantes en caso de que el FA gane las elecciones van a haber muchas personas (de todos los sectores) que no son neodesarrollistas puros: hay socialdemócratas, dependentistas, feministas, ecologistas, batllistas, marxistas, etc. También será importante la capacidad de movilización y articulación de los movimientos sociales. Especialmente importantes serán la relación de fuerzas en el movimiento sindical, la capacidad de renacer que tenga el ecologismo y la densificación de las militancias territoriales. Pero lo más necesario va a ser cultivar mucha inteligencia para para navegar las complejas relaciones entre el centro y la izquierda frenteamplistas, y entre la izquierda frenteamplista y la no frenteamplista. 

La mala noticia es que si estas estrategias defensivas son exitosas, estas implican el riesgo de llevar al gobierno del FA a la parálisis y la inconsistencia estratégica. Es necesario que todas las partes estén preparadas para este problema. Sobre todo porque esto no es causado porque haya gente de centro y de izquierda, o gente buena y mala, sino por la tensión entre las exigencias del capital (y su capacidad de escarmiento en caso de que no se cumplan) y los intereses de las bases sociales del Frente Amplio.

Todo esto no significa que nada bueno pueda pasar en los próximos años. No hay que cerrarse a la posibilidad de que se abran oportunidades. Según la forma como se definan los cargos y, más adelante, las disputas presupuestales, va a haber oportunidades de desplegar en algunas áreas políticas públicas interesantes, incluso en colaboración con la tecnocracia neodesarrollista. También, si el FA tuviera mayoría parlamentaria, van a existir canales por los que avanzar en el terreno legislativo. Que en la campaña no haya cosas interesantes en agenda no quiere decir que estas no puedan suceder durante el período de gobierno. Incluso, no podemos descartar que Orsi y Oddone se revelen como políticos más creativos y flexibles de lo que se han mostrado hasta ahora, o que las situaciones que vengan los fuercen a buscar nuevas ideas.

A estas tareas defensivas y estas eventuales posibilidades de avanzar, hay que agregar un conjunto de tareas que podríamos llamar de retaguardia, que son probablemente las más importantes para el período que viene. Estamos en medio de una crisis generalizada de la militancia, que es trasversal a todos los campos partidarios, sociales e intelectuales, y a todas las posturas políticas. Este es un problema enorme, porque es imposible hacer nada si no hay nadie para hacerlo. Por lo tanto, la primera tarea tiene que ser la reconstrucción de los mundos militantes. Hacer esto implica enfrentar el enorme desafío de las mutaciones micropolíticas de los últimos años, descubriendo los sujetos sociales y las formas organizativas que efectivamente serían, en las condiciones actuales, capaces de reproducirse y construir poder.

Esto necesita, a su vez, de una comprensión profunda de las formas y los efectos de la fragmentación de la clase trabajadora. Como esbozo grueso, podemos decir que esta se encuentra dividida en tres grupos: los trabajadores "clásicos" más o menos industriales, formales y sindicalizados; los trabajadores altamente calificados y globalizados, con tendencia a organizarse por causas y en pequeños grupos; y los trabajadores precarizados, pauperizados y tendientes a organizarse con lógicas territoriales y comunitarias. Si no entendemos que estas fracciones de clase tienden a producir culturas y formas organizativas distintas, y que están permeados de formas específicas por la ideología neoliberal, no vamos a ser capaces de plantear de forma correcta el problema de la unidad.

Tenemos que ser capaces de pensar las diferencias políticas no solamente como controversias ideológicas (o, peor aún, morales), sino como expresiones de tendencias estructurales y, mejor aún, como la posibilidad de una división del trabajo entre organizaciones y movimientos con diferentes capacidades que pueden construir, juntas, ecologías en las que se potencien entre sí en realimentaciones virtuosas.

Naturalmente, nada de esto es particularmente útil si no se sabe qué hacer. Parte de las tareas de retaguardia implican nada menos que construir las ideas para un proyecto alternativo. Esto necesita de mucho estudio, mucha discusión y mucha escritura. También de mucha militancia y experimentación. La izquierda está muy lejos de tener la densidad intelectual necesaria para plantear un proyecto capaz de disputar la hegemonía neodesarrollista. Lo primero es entender que nuestras limitaciones no son culpa de ellos. Para superarlas, tenemos que tomarnos en serio la construcción de nuevas ideas, que no se limitan a propuestas de política pública, sino que necesitan de sus fundamentos ideológicos, éticos, de sus narraciones históricas, de su articulación con las ciencias… Para desplegar un proceso de este tipo es necesario crear espacios adecuados para este trabajo, sabiendo que la academia, ensimismada en su burocratización, no está en condiciones de hacerse cargo de esta tarea.

El esfuerzo creativo para inventar un proyecto de esta escala es tan grande como el que desplegó la izquierda en los años 60 (y, otra vez, en los 80 y 90). Si en aquel momento fue necesaria más de una década, no hay razón para pensar que esta vez la cosa va a ser más rápida. Y si esos procesos necesitaron de intentos sucesivos, discusiones en diferentes planos, tranfosrmación de instituciones existentes y creación de nuevas, no deberíamos pensar que esto vaya a ser más ordenado.

La crisis y, por lo tanto, la superación del progresismo empezaron hace rato, pero están lejos de estar terminadas. Debemos recordar que el batllismo siguió siendo una fuerza electoral formidable 40 años después de su agotamiento. Y que, en 1962, se proclamó el “réquiem para la izquierda”, como si la incipiente izquierda de los 60 se hubiera abortado tempranamente, justo antes de que el proceso cuajara en la creación de la CNT, las jornadas del 68 y el Frente Amplio. Los procesos políticos son sinuosos, y momentos de resignación y atomización como el actual pueden ser la antesala de explosiones de creatividad. 

Como entonces, va a ser necesario redescubrir el arte de la discusión política franca y leal, y mucha inteligencia para encontrar alianzas inesperadas. Abrir el espacio para la discusión es una tarea fundamental, y esto implica, en un primer momento, una disputa contra el centrismo, que va a intentar cerrar toda discusión con la excusa de que las disputas internas favorecen a la derecha. Pero, en un segundo momento, va a ser necesario pensar también en las partes valiosas del desarrollismo y el nacionalismo popular, que si bien por sí solos llevan a callejones sin salida, articulados con perspectivas socialistas pueden llegar a ser parte de un proceso virtuoso. Un neodesarrollista, en el contexto adecuado, puede ser un cuadro para la construcción de una economía planificada, y un populista puede ser un excelente intérprete de una línea de masas y de la construcción de una autoconciencia colectiva. La izquierda no va a poder ser hegemónica si no es capaz de crear una narración en la que quepan sus aliados. Más aún porque estos aliados expresan, de algún modo, la fragmentación de la clase trabajadora.

Lo que la izquierda tiene que evitar por todos los medios es colocarse en el lugar de la “conciencia crítica” del centrismo. Esto es una pérdida de tiempo, en primer lugar porque para ser conciencia crítica de alguien, es necesario que ese alguien tenga algún respeto por uno.  Y en segundo lugar, porque esa actitud es autolimitante, y nos encierra en la negatividad, el moralismo y la amargura,  inhibiendo nuestra capacidad de desarrollar una visión propia.

En este momento tan resignado, es fundamental defenderse del cinismo. El realismo sobre la gravedad de la situación social, ecológica y geopolítica, y sobre las dificultades para la construcción de lo nuevo, no puede ser excusa para no intentar enfrentarlas. Lo que más quiere la derecha (y el centro) es que aceptemos que no podemos nada. El problema es que aceptar esto es también aceptar un futuro en el que cunde la mediocridad fascista, la vida colectiva colapsa y la Tierra se hace inhabitable.

Tenemos que entender que este es un momento extremadamente inestable, en el que va a haber muchas decepciones, derrotas y sufrimiento, pero también muchas oportunidades. La historia no es lineal, y muchas veces pequeños grupos que encuentran una buena idea o una forma organizativa eficaz pueden producir vuelcos en la situación. Las multitudes, lo hemos visto muchas veces en las últimas décadas, pasan súbitamente de la pasividad a la agresividad y descubren despliegues insólitos de deseo revolucionario. No podemos dejar que la frustración nos impida estar atentos a estas posibilidades. Al contrario, tenemos que usar nuestros fracasos como oportunidades para aprender. Solo entendiendo por qué pasó lo que pasó, la necesidad histórica de lo que nos trajo hasta acá y las potencias del presente podemos dar un paso hacia adelante.

Si la inercia lleva al colapso ambiental y la desintegración social, nuestro trabajo es encontrar y potenciar la autoconciencia y buscar contratendencias. Usar las contradicciones y las inestabilidades en favor de la emergencia de lo nuevo. No podemos renegar de lo que la historia nos ha dejado, y eso incluye al Frente Amplio y a muchos elementos del estado y de la cultura uruguaya. Además, por supuesto, de las militancias y organizaciones. Somos los que estamos, y nadie va a venir a resolvernos los problemas.

Contamos, además, con toda una tradición revolucionaria, naturalista, socialista, internacionalista y latinoamericanista, en la que podemos apoyarnos. Vienen situaciones muy difíciles, necesitamos madurar muy rápido las capacidades para enfrentarlas. Si lo logramos, tendremos un futuro.