1. Impotencia
El espectro de Mark Fisher recorre la impotencia política y la crisis anímica de la izquierda contemporánea. Como un fantasma que vive en el subsuelo de una vieja casona. Como una ausencia que se hace presente en todas partes. Por momentos irradiando audacia e inteligencia. Por otros dejando un aura trágica y derrotada. En cualquier caso, tanto la obra de Fisher como la intensidad con la que ha sido recibida son el síntoma de una complicidad en torno a una verdad compartida. Con su escritura, su capacidad de observar, de proponer conexiones inesperadas, de envolverte en un flujo torrencial, de pensar en movimiento, de arriesgarse, de comprometerse, de no dejar de buscar una salida, y encima haciendo todo eso con una insólita mezcla de rabia y ternura, Fisher tocó una fibra íntima de nuestro tiempo. Todo aquel que lo haya leído puede sentir cómo sus palabras van directo a la herida, aunque nadie sepa exactamente dónde está ni cómo curarla.
Mark Fisher fue, sobre todo, un crítico cultural con un talento impresionante para captar la textura afectiva y política de nuestra época. Lo hizo a través de una escritura vibrante que disecciona artefactos de la cultura de masas (sobre todo provenientes de la música, el cine y la televisión) y cava túneles por donde circulan interpretaciones políticas lúcidas y arriesgadas. A partir de su experiencia como profesor de educación terciaria, Fisher reveló la metástasis de procedimientos burocráticos ridículos y alienantes que agotan la energía de los trabajadores (cualquiera que trabaje en el sistema educativo lo sabe), y que son el núcleo no dicho de las «buenas prácticas» gerenciales, que supuestamente venían a hacernos la vida más fácil. A su vez, observó en sus estudiantes los efectos psicológicos y los signos de malestar provocados por la cultura neoliberal y su nihilismo inmovilizante, que no puede ofrecer un futuro distinto a la prolongación (cada vez más precaria y hostil) del presente. Advirtiendo la incapacidad de la izquierda para proponer una salida de ese pozo, puede decirse que los textos de Fisher componen una teoría de la impotencia política de la izquierda frente a las consecuencias del capitalismo neoliberal.
En buena medida, el éxito del diagnóstico de Fisher, su capacidad para capturar el clima de época y mostrarnos nuestra impotencia colectiva, puede reconocerse en la profunda resonancia que ha tenido su fórmula estrella. El «realismo capitalista», que hace años circula en textos de pensamiento crítico y espacios militantes, refiere a la creencia sólidamente instalada en la imaginación colectiva de que el capitalismo es el único sistema social posible y viable. Es la aceptación (resignada, entusiasta o simplemente indiferente, según cada quien) de que el capitalismo es el horizonte irrebasable de la humanidad. El efecto político, cognitivo y sensible del triunfo del capitalismo neoliberal a fines del siglo pasado. No es necesario explicarlo demasiado: si ha calado tan hondo es porque toca una creencia que todxs en algún punto compartimos. Hoy todxs tenemos un poco la impresión de que el capitalismo es tan poderoso que abarca no sólo la realidad, sino también la imaginación, y que en consecuencia cualquier alternativa es una fantasía imposible, un deseo insignificante frente a un poder tan grande y solidificado. De ahí que el estado de ánimo que caracteriza al realismo capitalista sea una sensación generalizada de malestar e impotencia.
Bien, sí, realismo capitalista. Fisher la pegó poniéndole nombre a nuestra sensación compartida. ¿Y entonces qué? Es una discusión interesante la de si el diagnóstico anímico-político de Fisher afecta el uso estratégico de su obra. Después de todo, al mostrarnos nuestra depresión colectiva, atrofia de la imaginación y crisis de las alternativas, ¿Fisher no termina reforzando ese estado de impotencia política? Su cruda teoría del desánimo, ¿no nos desanima aún más? Es una pregunta incómoda, pero no deja de ser válida. De hecho, es una objeción que muchas veces se le hace (con razón) a la teoría crítica: el hecho de que su sofisticada descripción de la dominación termina duplicando en la teoría lo que se quiere combatir en la práctica.
Hay al menos dos razones por las que esto no es así en el caso de Fisher. En primer lugar, es cierto que Fisher bucea en la impotencia viscosa que observa en todas partes, pero no para acomodarse en ella. Para entenderlo mejor, conviene aclarar algo: la impotencia no es la falta de potencia. Al contrario, tal como señaló Paolo Virno, la impotencia es una forma de potencia, aunque una forma especial: es potencia contenida, acumulada, que no sabe o no puede desplegarse.1 Es algo que se comprende bien desde la experiencia inmediata. Cuando alguien se siente impotente, difícilmente se sienta sin potencia. Muy al contrario, seguramente sienta mucha potencia, pero no sepa o no pueda hacer nada con ella. Con la impotencia política de la izquierda pasa algo similar. Si Fisher piensa la impotencia, lo hace porque reconoce que hay ahí una fuerza a desplegar, no una debilidad de la que lamentarse.
Y en segundo lugar, el mismo Fisher se encargó de dejar claro cuánto le molestaba el ensimismamiento melancólico y el apego por la derrota que veía en cierta cultura de izquierda. “Lo que debemos dejar atrás -escribe en Realismo capitalista- es un tipo de apego sentimental por el fracaso, la posición confortable de la marginalidad vencida.”2 Toda su obra está salpicada de sacudones como este, insistiendo en ideas como que la izquierda debe articular fuerzas tan globales y poderosas como el capital (y dirigirlas en su contra), o que tiene demasiada tolerancia al fracaso y tiene que animarse a ganar. Y no se refiere a hacer concesiones ni «actualizaciones ideológicas» supuestamente necesarias para ganar unas elecciones, sino a construir horizontes postcapitalistas concretos, a asumir sus deseos de transformación como proyectos realizables y no como consignas lindas que en el fondo se consideran imposibles.
2. Realismo
A pesar de lo que puede sugerir su ataque contra el realismo capitalista, Fisher no rechazó el realismo como un marco de la práctica política. Aunque no haya sido su prioridad reivindicarlo explícitamente, hay buenas razones para creer que su crítica no fue contra el realismo a secas, y que incluso hay una inquietud realista en su búsqueda de alternativas. Claro que, para él, el realismo no es el acto de adaptarse a la realidad existente y declararla la única posible (eso es el realismo capitalista), sino el hecho de asumir un compromiso con las posibilidades concretas de la transformación social. Una política anti y postcapitalista tiene que ser realista en el sentido de que tiene que hacerse cargo de que lo que desea es de algún modo realizable en la práctica.
Entonces, Fisher critica el realismo capitalista y al mismo tiempo insiste en que la transformación social tiene que proyectarse como algo posible y realizable. Esto me parece interesante: disputar el monopolio del realismo a la derecha y reclamarlo como un horizonte de la práctica política de la izquierda.
Por supuesto, hacer esto es delicado e incómodo. La cultura política de la izquierda radical es razonablemente antirrealista, porque el realismo está asociado al realismo capitalista, a aceptar las reglas del juego, donde la tarea de la política se limita a generar condiciones favorables para el capital, atraer inversiones, mejorar la competitividad e impulsar el crecimiento económico. Claramente no es ese el realismo al que apuesta Fisher. Su postura es que, frente a ese panorama, no sirve de nada atrincherarse en un radicalismo abstracto que termina por convertir su impotencia en una virtud de pureza ideológica.
En otras palabras, Fisher cree que renunciar a dar la disputa por los términos de lo posible y aferrarse a una especie de utopismo autocomplaciente es despotencializante, porque refuerza el marco del realismo capitalista según el que los deseos de la izquierda son fantasías imposibles. No es el ataque de un realista moderado a la irresponsabilidad o la inmadurez de la política radical. Todo lo contrario: es una apuesta por que la política radical confíe en su potencia y su capacidad de actuar.
Además, el realismo que le interesa a Fisher no tiene nada que ver con obedecer y repetir el sistema de realidad establecido; algo que comparten, paradójicamente, el realismo capitalista y el socialista. Lo que distingue al realismo radical de Fisher de estos sistemas de realidad impuesta es la relación con la conciencia. Para Fisher el realismo es un marco que refuerza el orden dominante cuando genera una reducción de la conciencia y un estrechamiento de las posibilidades. Y al contrario, se vuelve una categoría interesante cuando habilita una expansión de la conciencia que ensancha la realidad y revela su plasticidad, las diferentes formas que puede adoptar.
La expansión de la conciencia colectiva es un mérito que Fisher siempre le reconoció a la irrupción contracultural de los sesenta. Una percepción aumentada por el ácido y la cultura psicodélica, claro, pero también por la autoconciencia feminista, la experimentación sexual y una clase trabajadora que quiere disfrutar la vida, no vivir para trabajar. Todas expresiones de un realismo sensible que, en vez de solidificar la realidad, la ablanda y se anima a imaginarla diferente.
Por último, para rescatar al realismo de su forma capitalista y recuperarlo como un marco para la práctica política de la izquierda, también es necesario discutir la oposición entre realismo y cambio social. Una perspectiva realista no tiene por qué ser incompatible con una transformación profunda de las cosas. Muchas veces cambiar es un acto realista, mientras que continuar como si nada es un delirio. Si alguien va caminando por la calle y ve que un edificio va a derrumbarse y caérsele encima, es realista no aceptar las consecuencias de la realidad existente, que muy probablemente lo deje aplastado, y salir corriendo para intentar salvarse. Sin importar si al final el esfuerzo es suficiente o no, seguro es un acto más realista que quedarse quieto porque no hay nada que hacer, armarse una fantasía en la que el edificio está firme, o simplemente pensar «qué lindo sería un mundo en el que no existieran los edificios».
Algo así sucede con los debates en torno a la crisis ecológica. La transformación profunda de los patrones de producción y consumo, que es habitualmente considerada un escenario irreal, es en verdad una propuesta sensata si se aspira a la sostenibilidad de la vida humana. Al contrario, la fiesta del realismo capitalista, del crecimiento y el consumo sin límites, es un camino delirante en el que se van superando uno tras otro los límites biofísicos del planeta.
En un pasaje de los Grundrisse3, Marx señala que lo más exasperante del capitalismo no es tanto su condición injusta y violenta (por más que lo sea, claro), sino que es un sistema irracional y «loco», porque es un modo de organizar la vida en el que justamente la vida (humana y no humana), en lugar de ser un fin, es un medio para la acumulación ilimitada de una forma abstracta llamada valor. La necesidad de adoptar perspectivas ecológicas y modos de vida muy diferentes a los que estamos acostumbradxs es una buena oportunidad para poner al realismo del lado de la transformación social, y al mismo tiempo poner al realismo capitalista en el lugar que le corresponde, como una expresión especialmente cínica de la irracionalidad inherente al capitalismo.
3. Deseo
Quizás la inquietud teórica y política más recurrente en la obra de Fisher es el problema del deseo. Su búsqueda pasa por cómo podemos comprender, transformar y activar el deseo. Algo que él hizo, en primer lugar, con su escritura, una fuerza viva y contagiosa que nunca cedió a la trituradora sensible del estilo académico. Leer a Fisher es estimulante no sólo por los temas que aborda o por su talento como escritor, sino porque -insólitamente- es raro encontrarse con alguien que escribe sobre teoría, cultura y política en primera persona, exponiendo honestamente su deseo, en lugar de estrujarlo hasta hacerlo desaparecer. Lo más fascinante de la escritura de Fisher es que él siempre está presente detrás de sus palabras. Se hace cargo de su deseo. En ningún momento renuncia a su voz.
Ahora bien, como sucede con casi todos los objetos que lo atraen, a Fisher le interesa la fuerza política del deseo. En eso es radicalmente spinoziano: el deseo es la energía que mueve a lo humano. La política es una disputa por la capacidad de dar forma al deseo. Y ese es según Fisher el mayor triunfo del capitalismo: haber logrado construir un régimen de deseo en torno a los principios capitalistas de la reproducción social, haber logrado que los modos de vida basados en el trabajo, la mercancía y el dinero sean algo deseable para la mayoría de la gente. En una de sus clases, Fisher recoge un clásico argumento sobre la fuerza libidinal del capital: ¿y si nadie quiere una vida más allá del capitalismo? Puede que algunos reclamemos, éticamente, que queremos vivir en un mundo diferente, pero libidinalmente, a través del deseo, estamos enganchadxs a la vida capitalista actual.4
Esa es la razón por la que Fisher estaba tan interesado en el período de gran agitación e innovación cultural abierto en los sesenta. Para él los sesenta fueron el último momento de encuentro entre la izquierda y la contracultura, entre la lucha anticapitalista y nuevas configuraciones del deseo, donde la idea de la revolución y el comunismo se retroalimentaron con el rechazo de la estructura familiar tradicional, el cuestionamiento de la ética del trabajo y la experimentación psicodélica. Sus textos insisten en esos «futuros perdidos»: las promesas de buena vida abiertas por la expansión de la conciencia colectiva que fueron amputadas por la contrarrevolución neoliberal.
La pregunta es cómo desarmar la fuerza libidinal del capital. El primer paso, según Fisher, es abandonar esa ética de la amargura que a la izquierda le queda tan cómodo adoptar. Las atracciones libidinales capitalistas deben ser enfrentadas con una especie de contralibido popular; no con una deslibidinización depresiva que sólo refuerza la resignación y la autocomplacencia. Nuevamente se trata de un problema spinoziano: cómo producir un deseo más potente, con mayor capacidad para enganchar a los cuerpos, que el que produce el capital.
Fisher imagina esta reactivación del deseo como un proceso en el que se conserva algo de la infraestructura tecnológica y libidinal del capital, al tiempo que se lo desplaza como principio fundamental de la reproducción social. Lejos de pensar que el capitalismo es el único sistema capaz de ofrecer abundancia material y automatización tecnológica, los reclama como fundamentos de una vida postcapitalista, donde además serían organizados con un criterio democrático, no para producir milmillonarios y acumular basura electrónica.
El proyecto postcapitalista de Fisher es un comunismo de lujo, con máquinas encargadas de trabajos desgastantes, subsistencia material asegurada y mucho tiempo de vida liberado. El desafío es cómo inscribir esta abundancia roja en un escenario de crisis ecológica que exige al mismo tiempo imaginación política y austeridad material. Todo indica que no es posible detener el ecocidio sin revisar profundamente la pulsión expansiva de la modernidad y los modos de vida hiperconsumistas. Quizá esa es la tarea del momento para una contralibido postcapitalista: producir deseo en torno a la abundancia de tiempo más que de cosas. Libidinizar principios como la frugalidad, la cercanía y la interdependencia. Lograr que autogestionar un complejo público de vacaciones, juntarse con amigxs a hacer panqueques de dulce de leche o cortar la calle para un campeonato de fútbol vecinal sea tanto o más deseable de lo que es hoy ir a un all-inclusive, comprar porquerías por internet o vivir en un barrio privado.
4. Futuro
Mark Fisher se suicidó el 13 de enero de 2017. Para algunos, este acto personal empaña la potencia política de sus intervenciones. Después de todo -dicen-, Fisher se mató, ¿no? Perdió la batalla contra el realismo capitalista que agitó enérgicamente en sus textos. No pudo con la depresión y la atmósfera de cancelación del futuro que llamó a revertir. Leída así, su muerte sería otra muestra del poder aplastante del realismo capitalista, y a su vez envolvería a Fisher en un halo de romanticismo y final trágico, estetizando la impotencia política que él confiaba en superar. Si a pesar de su impulso a la acción radical decidió suicidarse, ¿no quiere decir que el pesimismo de la razón terminó venciendo al optimismo de la voluntad? ¿No es el acto de suicidarse una señal de que no existe alternativa a este mundo invivible? ¿Qué puede decirnos del futuro alguien que prefirió evitarlo?
Mucho, por supuesto. No sólo porque reducir algo tan complejo como la salud mental y el suicidio a un esquema de ganar o perder es errarle feo, sino porque el mismo Fisher nunca hizo un elogio de la resistencia individual. De hecho, era tan consciente de la vulnerabilidad individual -de la suya en primer lugar- que insistía con su desprivatización y su articulación como lucha colectiva. Si en algún punto es cierto que Fisher «perdió la batalla» contra la depresión anímica y política que tan bien auscultó, eso no desacredita su mensaje. Al contrario, recuerda que es una batalla tan importante que nos jugamos en ella las ganas de vivir la vida.
Fisher entiende que para poder dejar atrás la impotencia política que la inmoviliza y la deprime, la izquierda tiene que recuperar la idea de futuro. Después de todo, el realismo capitalista describe la colonización de la imaginación y del futuro, y es esa aceptación resignada la que hay que romper.
Parece un cliché vacío, ¿no? Las apelaciones a un futuro supuestamente mejor (más crecimiento, más desarrollo, más trabajo, etc.) son el latiguillo publicitario de las campañas electorales, de las que ya casi nadie cree que puedan surgir cambios profundos.
Lejos de ese futuro lavado que no significa nada, lo que Fisher aspira a recuperar es la confianza en la posibilidad de un futuro postcapitalista. Si insiste tanto en reavivar el espíritu de los sesenta es porque para él los sesenta siguen acechando como «el fantasma de un mundo que podía ser libre»5, el último momento en que la izquierda tuvo confianza en que existía una vida más allá de la mediocridad de la vida capitalista. La brutal ofensiva neoliberal que se montó para exorcizar ese fantasma refleja la magnitud de la amenaza que representaba una izquierda cargada de futuro. A partir de ese momento, la derecha neoliberal se apropió del significado de lo moderno, equiparando «modernización» a ajuste, desfinanciación de lo público, ideología empresarial y precarización del trabajo.
Según Fisher, para volver a tomar confianza en un futuro postcapitalista, la izquierda tiene que desmantelar la captura neoliberal del futuro, la falsa asociación entre neoliberalismo y modernidad. Sobre esto, dice: “tenemos que entender que el neoliberalismo no es una expresión de modernidad. Al contrario, es una forma cibergótica de barbarismo que utiliza la última tecnología para reforzar el poder de las élites.”6
Hoy podemos reconocerlo más nítidamente que cuando Fisher lo anticipó. De hecho, no se me ocurre una mejor manera que «forma cibergótica de barbarismo que utiliza la última tecnología» para describir el mundo que desea alguien como Elon Musk. Es evidente que el neoliberalismo se está descomponiendo, y hace rato que las élites comprendieron que se terminó el tiempo del consenso postideológico global que pondría fin a la historia. En su lugar, los billonarios dueños de los gigantes tecnológicos, como Musk, Peter Thiel o Marcos Galperin, saludan a los esperpentos neofascistas que admiten sin tapujos que el futuro se parecerá a una guerra por la supervivencia en un paisaje ecosocial devastado, del que los ricos podrán huir viajando en todoterrenos blindadas y viviendo en islas de diseño. No es nada que no esté prefigurado en las series distópicas que se consumen hoy, que retratan cuál es la imagen de futuro que casi cincuenta años de hegemonía neoliberal han logrado producir.
No alcanza con demostrar que el futuro que promete el capitalismo es la Barbarie 3.0. Hay que construir otro modelo de futuro. En este sentido, Fisher propone una ofensiva política omnívora, que no se prive de nada. Habla de dar la batalla ideológica en los medios masivos, de montar coordinaciones anticapitalistas globales, de proyectar formas sostenibles de producción en masa, de poner la automatización tecnológica al servicio de la liberación del tiempo de vida, de planificar la producción y limitar el consumo, e incluso reivindica las teorías de la gestión, a las que distingue del gerencialismo neoliberal, cuyo objetivo no es mejorar la calidad de los servicios, sino volverlos más redituables para el capital.
Pero Fisher sabe que todo eso es imposible sin la recuperación anímico-politica de la izquierda. A fin de cuentas, el realismo capitalista es tanto un logro de la derecha neoliberal como una patología de la izquierda. Una atmósfera emocional que la deprime, la paraliza, y por momentos le queda cómoda. La pregunta que Fisher deja planteada es cómo reelaborar políticamente la epidemia de depresión e impotencia individualizada que él mismo padeció. Creía que los síntomas de malestar que sentimos pueden ser una forma aún no plenamente comprendida de expresar un deseo por vivir de otra manera. Y en este sentido, pensaba que los espacios militantes tienen que poder convocar y escuchar ese malestar, pero no para justificar su incapacidad de actuar, sino para transformarlo en fuerza colectiva. Es justo lo que Jeremy Gilbert, amigo de Fisher, escribió tras su muerte:
“Gran parte de la obra de Mark equivale a la expresión de un único mensaje: no hay una cura privada para tus problemas. Ese malestar que sientes, ya sea una ansiedad persistente o una depresión en toda regla, no es algo que pueda curarse mediante terapias individualizadas, o simplemente siguiendo una receta de éxito. Solo puede tratarse conociendo lo que es y construyendo a su alrededor, y a pesar de ello, relaciones más potentes que las fuerzas que lo producen. Solo se puede tratar en esa lucha. Era una característica absolutamente central del pensamiento de Mark: no eres un individuo. Nunca estás solo. Incluso cuando crees que lo estás, no lo estás. Y las relaciones sociales definirán tu vida interior tanto como cualquier aspecto de tu ser. Conéctate, comprométete, relaciónate, crea… no porque sean cosas que suenen bien, porque sean cosas bonitas que hacen los humanos y otras criaturas agradables, sino porque son lo que es la vida, lo que es el devenir, y porque son lo que el capital no quiere que hagas.”7
- Paolo Virno, Sobre la impotencia. La vida en la era de su parálisis frenética, Buenos Aires, Tinta Limón, 2021. ↩︎
- Mark Fisher, Realismo capitalista ¿No hay alternativa?, Buenos Aires, Caja Negra, 2018, p. 118. ↩︎
- Un comentario extendido de este pasaje de los Grundrisse puede encontrarse en Anselm Jappe, Las aventuras de la mercancía, La Rioja, Pepitas de Calabaza, 2016, pp. 29-72 ↩︎
- Mark Fisher, Deseo postcapitalista. Las últimas clases, Buenos Aires, Caja Negra, 2024, pp. 54-55. ↩︎
- Mark Fisher, “Comunismo ácido. Introducción inconclusa” en k-punk - volumen 3, Buenos Aires, Caja Negra, 2021. ↩︎
- Mark Fisher, “El futuro todavía es nuestro: autonomía y postcapitalismo” en k-punk - volumen 2, Buenos Aires, Caja Negra, 2020, p. 343 ↩︎
- Jeremy Gilbert, “My friend Mark”, 2017. Disponible en: https://jeremygilbertwriting.wordpress.com/?ref=spelling&_gl=1*wxw9x1*_gcl_au*MTM2MTk5MzIwNi4xNzI5NDc0MTM2 ↩︎