Juguemos en la fila

Son las 8 y 30 de la mañana de un sábado de mayo. Está soleado y muy frío en el Oeste de Montevideo.

Estamos en la explanada de la Unidad N°4 del INR (ex Comcar); un centro penitenciario próximo a Santiago Vázquez. Aquí se alojan más de 5000 hombres privados de libertad, de los cuales únicamente 500 reciben visitas los sábados. Unos doscientos niños, en su mayoría menores de 6 años, vienen a visitar a sus padres y para hacerlo deben esperar 2 o 3 horas para ingresar. Las filas son mayoritariamente femeninas; mujeres, muchas mujeres, jóvenes, muy jóvenes, que allí van, desfilando, cinchando a la vez bultos, bebés, niñas, niños, algún colchón. Terminan la  fila para registrarse y comienzan otra para entrar y adentro, otra fila más las espera para la revisión.

Me viene a la mente la frase de Josué de Castro en su obra Geopolítica del Hambre: la mesa del pobre es escasa, más su lecho es fecundo. 

Mientras, instalamos la actividad “Juguemos en la fila”, para eso, para que los niños jueguen mientras esperan la visita semanal; desplegamos globos, libros, hojas, colores y los invitamos a acercarse.

Y ellos van y vienen, se acercan y se alejan, nos miran con desconfianza, tímidamente y después; quiero un globo rojo, yo uno azul, no, lo quiero verde y yo rosado, y, ¡quiero un libro! ¿Pueden regalarme dos? uno para mi hermanita, ella no lee pero yo sí.

Las niñas y los niños van y vienen, las madres los tironean “hay que hacer la fila, gurises no se alejen que ya nos toca”.

A nosotras también nos tironea la situación, queremos entretenerlos, jugar con ellos pero no complicarles la ya compleja situación a las madres. Ellas también, van, vienen, dejan cuidando su lugar y sus paquetes y vienen hasta aquí, curiosas, recelosas.

Dylan revuelve todas las cajas. Saca un libro, saca otro y otro, al fin lo encuentra, quiero este, ¡este! The cars, tapa dura, autos de colores y espiral. Se lo lleva, contento, vuelve al minuto. 

Lo devuelve, que no entra, me dice, “por el espiral”. Tiene unos 5 o 6 años, menudo, unos 80 o 90 centímetros de estatura y ya conoce la cárcel, ya está atravesado por ella, la cola, el registro, la  foto, la revisación, ya sabe que es lo que entra y lo que no. 

Te lo guardo para la salida, le digo. Se le iluminan los ojitos. ¿Me lo guarda?.  Si obvio, cuando salgas te lo doy. Tremenda impericia la mía, novata en la dinámica, no lo sabía. Las visitas duran toda la jornada. Hasta mediada la tarde no salen. Y nosotras partimos, terminó la fila, me voy,  me voy pensando en Dylan.