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En mi biblioteca hay un florero de porcelana. En este momento permanece vacío, pero cuando estaba en lo de mi abuela contenía un flamante ramo de rosas rojas artificiales. Este objeto llegó a mis manos luego de su fallecimiento en 2015. Para ese entonces yo tenía trece años. Un año antes había fallecido mi abuelo, Marcelino; ambos mostraron evidentes síntomas de Alzheimer, una enfermedad que afecta, entre otras funciones, la memoria.
El recuerdo de mi yaya Ambrosia, la madre de mi padre, es muy valioso. Ella murió en mi adolescencia y a partir de allí se cerró una puerta al pasado que no se volvería a abrir. Desde entonces se gestó un sentimiento de falta. Lo que faltó fue tiempo, para conversar y para convivir. En mis recuerdos está presente que mi abuelo construyó al fondo de la casa un galpón donde guardaba sus herramientas de construcción y reparación, además de la bicicleta que usaba para ir a pescar a la costanera del río Uruguay. Mi padre hizo algo parecido en su casa, construyó un galpón donde además de herramientas acumuló sus recuerdos a lo largo de los años. Por este motivo, solía recibir críticas de sus hermanos, por el estado de esa habitación inhóspita de cuatro paredes de ladrillo que resguardaba demasiado material.
Un año antes de que falleciera mi abuela, mi padre tuvo un accidente de tránsito. Mientras cruzaba la calle Florida al sur fue embestido por una camioneta y tuvo que pasar por un proceso de recuperación que lo dejó postrado en la casa de mi abuela alrededor de seis meses. En ese ínterin, sus hermanos aprovecharon para limpiarle el galpón y dejarlo listo para una nueva vida. Cuando las pertenencias de mi abuela se repartieron entre sus hijos, una caja fue para mi padre, quien al pasar un tiempo quiso deshacerse de ella bajo el argumento de que siempre le han criticado la tendencia a acumular muchas cosas en su galpón, aunque yo pienso que en el fondo le dolía ver su contenido. Así es cómo el florero llega a mis manos. Antes de que se tirase uno más de los objetos decorativos que estaban dentro de la caja, lo rescaté para decorar mi propia habitación y conservar así la memoria de mi abuela. Al día de hoy lo tengo conmigo en Montevideo. Según recuerda mi padre, fue un regalo suyo por el día de las madres.
En el transcurso de mi infancia, la figura de mi abuela se fue construyendo más a partir de relatos ajenos que de su propia voz. Ella no hablaba mucho, aunque sí se comunicaba: escuchaba, se reía, se enojaba. Con el paso del tiempo se fueron revelando algunos de sus datos biográficos, la mayoría después de haber fallecido. Conocí la historia de su infancia a través de las memorias de mi padre. Una pequeña parte de esos recuerdos aparece en una entrevista realizada el 1° de julio del presente año en el fondo de su casa, en San Félix, ciudad de Paysandú.
En Retos de la memoria y trabajos de la historia, el historiador español Julio Aróstegui plantea que la Historia, estudio más o menos riguroso del pasado, es la prolongación y la materialización de los contenidos de la Memoria. Para historizar las memorias, propias o ajenas, es importante considerar que, aunque los recuerdos necesitan de la imaginación para existir, se diferencian por su ligazón con la experiencia y la verdad. Esto supone que lo que la memoria trae al presente realmente sucedió, sin embargo, ella no puede reproducir el pasado sino representarlo a través de conceptos y categorías, tras un proceso de selección consciente o inconsciente: recuerdo esto y olvido aquello. Para cualquiera que desee ahondar en el pasado a través de memorias familiares, uno de los retos a enfrentar es el de la fiabilidad de la fuente: ¿se puede confiar en las memorias de mi padre? ¿En mi propio recuerdo? En este caso, logro reconstruir el relato biográfico de mi abuela solamente si doy por certeros los datos recuperados en la entrevista, que además son memorias de otras memorias: las que alguna vez contó mi abuela. Un estudio que se pretenda más riguroso tomaría la memoria para convertirla en Historia a partir de la contrastación de otras fuentes de información, como partidas de nacimiento, fotografías, cartas, más entrevistas, etc., con el fin de objetivarla. Por el momento, avanzando unos primeros pasos, me detendré en el testimonio sin cuestionar su veracidad.
Ambrosia nació aproximadamente en 1931 en el departamento de Artigas, en el seno de una familia pobre de once hermanos. A los ocho años fue enviada en tren a la ciudad de Paysandú a trabajar para una familia acaudalada, desempeñándose en tareas domésticas. Algunos de sus hermanos también fueron destinados al servicio doméstico, en Montevideo y Maldonado. En palabras de mi padre, acá terminó su niñez; no terminó la escuela, en aquellos momentos no era tan obligatorio, no era obligatorio como hoy terminar la primaria.
Mi abuela trabajó en una casa de dos pisos con doce habitaciones, situada actualmente en calle 18 de julio y Luis Batlle Berres. Con la ayuda de mi padre podemos imaginar un día de su jornada laboral. Una posible rutina sería cepillar el piso de madera, lavarlo y pulirlo con una piedra pómez, para luego trapearlo con una tela de arpillera y gasoil. Eso era lo que se le pasaba al piso, siempre a mano, ¿verdad? Eso era de rodillas y fregando, usualmente utilizando las manos. Este relato se complementa con el recuerdo propio de cuando mi abuela me aconsejó que nunca lave un piso a mano en “cuatro patas” porque me haría mal a los huesos. Yo, con ocho años y una infancia diferente, pensaba: ¿por qué me pondría a fregar los pisos?
En mi familia hay varios casos de infancia trabajadora, por línea paterna y materna. Mi abuelo fue canillita, leñador, vendedor, mucho antes de ser trabajador municipal. Mi abuela materna también fue empleada doméstica desde una edad temprana, al igual que lo fue mi madre. Aunque contar esta historia tenga que ver con el hecho de mi formación como profesora de Historia, y con la decisión individual de recuperar este pasado que pertenece a mí, a mis familiares y a las vecinas del barrio, para que la imagen de lo sucedido alcance la realidad de lo histórico es preciso que salga de quienes portan el recuerdo y se coloque en el punto de vista de lo colectivo. Es necesario que se pueda comprender que ese hecho que se pretende recuperar, marca una determinada época porque está inserto en el plano de las preocupaciones y de los intereses de una grupalidad.1 El relato de la vida de mi abuela forma parte de la historia de mi familia, pero también de la historia de la clase trabajadora en el Uruguay; de las empleadas domésticas, de las infancias, de las mujeres, de la humanidad.
Podría decirse que hay un punto en que para conocer nuestra historia, por más registros que puedan o no resguardarse en el ámbito privado de la familia, se vuelve necesario recurrir a la historia pública. Es inevitable, en algún punto nuestro pasado se desdibuja con el pasado de la humanidad. Es así que conociendo la historia de mi abuela, conozco más del “todo” que es la humanidad, y conociendo la Historia a secas, conozco más a mi abuela.
La historiadora Mónica Leirós define a la “infancia trabajadora” como “[l]as niñas, los niños, las y los adolescentes de bajos recursos socioeconómicos que se incorporaban tempranamente al mercado laboral bajo condiciones y pautas del ‘mundo adulto’”.2 Aunque hoy no pueda conocer la situación concreta de mis bisabuelos, ni los motivos específicos por los cuales enviaron a sus hijos a trabajar a otros departamentos del país, la historiografía permite reconstruir el contexto social y político del Uruguay en la década en la que se criaron.
Luego de un inicio de siglo caracterizado por un par de décadas de reformismo batllista, los años treinta comenzaron con el golpe de Estado de Gabriel Terra. Al año siguiente, se aprobó el “Código del Niño” (1934), un documento que buscaba consagrar derechos para la población más vulnerable del país. Sin embargo, el abandono del terrismo de la defensa de los trabajadores llevó al impulso de una política económica que permitió a los patrones desligarse de ciertas limitaciones para fijar los salarios, produciendo una importante caída del salario real a la vez que aumentaba el precio de la canasta básica, elevando el costo de vida.
A merced de lo anterior, los recursos en los hogares de clase trabajadora no alcanzaban para cubrir las necesidades básicas de alimentación y vestimenta, haciendo que incluso los miembros más pequeños de la familia sean incorporados al mercado laboral. Ellos debieron adaptarse rápidamente a ese nuevo ámbito externo al hogar, iniciándose mayoritariamente los niños varones como aprendices en fábricas o talleres y las niñas en el trabajo doméstico. En la mayoría de los casos, se trabajaba en pésimas condiciones laborales, no solo higiénicas sino de maltrato físico y psicológico, a cambio de una mínima remuneración. El gran esfuerzo físico y el desgaste psíquico era la situación cotidiana de gran cantidad de niñas, niños y adolescentes pertenecientes a las familias obreras uruguayas.
Como se podrá notar, la perspectiva de género es fundamental para reconstruir esta historia, pues para la mayoría de las niñas iniciarse en el mercado laboral se dio a partir del servicio doméstico, aprendiendo desde muy pequeñas a realizar tareas en el hogar. Empleadas por familias de clase media y alta, las “niñas domésticas” realizaron tareas asignadas a lo femenino, como limpiar, planchar, cocinar y cuidar de otras infancias. Las más pobres eran colocadas por sus familiares en casas de familias acomodadas, tanto en el medio rural como urbano, coincidiendo con el relato de mi padre, Leirós plantea que estas niñas tenían jornadas laborales muy extensas, regresando al terminar el día a sus hogares. En otros casos, ellas vivían en el mismo “trabajo-hogar”.3
Aróstegui da cuenta de que quienes luchan por la preservación de la memoria de hechos determinados del pasado no necesariamente reclaman una mejor investigación histórica de ellos: “por lo general, los sujetos y los grupos organizan su memoria como autojustificación y autoafirmación, pero no necesariamente como contribución histórica desinteresada”.4 Para decidir conservar estas memorias tiene que haber una intención. Walter Benjamin, en sus Tesis sobre la historia, escribe que el pasado lleva un “índice oculto que no deja de remitirlo a su redención”. Es decir, en las voces del presente resuenan voces de un pasado, éstas ya no están pero hacen eco en nuestras expresiones y, desde la perspectiva del materialismo histórico, escribir sobre el pasado implica el compromiso por explorar las vías de encuentro entre esas generaciones del pasado y la nuestra, pero no de cualquier manera: los reclamos del pasado nos inducen a hacer justicia, tomar partido por las voces de los oprimidos que ya no están. La eficacia de la redención de esas voces se encuentra en poner en cuestión siempre los triunfos que favorecieron a los dominadores y condenaron a los oprimidos.5 Este es un planteo que aporta una guía para conservar el pasado, pues recuperar la experiencia vital de mi abuela es también el reflejo de un acto reivindicativo: el de la clase trabajadora y su necesaria emancipación.
En 2018 se publicó ¿Domésticas o esclavas?, un libro escrito por Mary Núñez, militante por los derechos de las trabajadoras domésticas uruguayas, con la intención de recuperar historias propias y ajenas, relatando las condiciones laborales que atraviesan estas mujeres a día de hoy en este país. Como mi abuela, Mary nació en Artigas, aunque en 1966. Desde su juventud vive en Montevideo, y hoy es una de las voceras del Sindicato Único de Trabajadoras Domésticas (SUTD), fundado en 2014, cuya sede se encuentra en Germán Barbato 1871. La precarización persistente se presenta con una modestia casi excesiva en palabras de Núñez: “no pretendo que te den cosas de mucho valor, con que te cumplan con el sueldo todos los meses, el aguinaldo, la prima por antigüedad, el salario vacacional, el presentismo, que respeten tu licencia y también el feriado del 19 de agosto, que es el Día de la Trabajadora Doméstica. Con todo eso, y aportando al BPS, a pesar de que muchas trabajadoras de rubro aún no cuentan con esto, estaría bien”.6
Para la gran mayoría de familias no existe una reliquia resguardada generación tras generación que permita recuperar la historia más allá de la memoria de sus abuelos. Estudiar el pasado tarde o temprano aporta una porción de respuesta a la pregunta individual o colectiva de quiénes somos, y nos brinda una oportunidad de ordenar en familia el galpón de las memorias. Hoy les invito a explorar el pasado familiar, recuperar historias y registrarlas a través de la escritura. A la clase trabajadora, especialmente: sobran los motivos.
* Este texto se inspira en la entrega final del curso de Filosofía de la Historia a cargo de la profesora Carla Larrobla en el Instituto de Profesores “Artigas”, del presente año.