Después de algunos años, volví a Lefebvre, a El derecho a la ciudad. La primera vez que lo leí ya estaba metida en la militancia barrial, y me había hecho en ese tiempo mi propia definición del concepto, con retazos de ideas y discusiones. Al leer el libro, en aquel momento, me resultó evidente que «derecho a la ciudad» es un concepto lleno de sentidos contradictorios, que es casi como decir que no tiene ninguno.
Volví porque recordaba sentirme confundida o inquieta cuando lo leí, y por la intuición de que con los años, esas calles recovecosas que recorrí con Lefebvre iban a ser distintas, como siempre que volvemos a una ciudad que conocimos alguna vez. Volví porque es un libro que hizo preguntas hace 60 años. Volví para invitarles a volver, o visitar por primera vez, este barrio, y ver qué preguntas nos hace hoy.
Ubiquémonos. Henri Lefebvre fue un sociólogo y filósofo francés, marxista, comunista —expulsado del PCF en 1958 y retornado veinte años después—, miembro de la resistencia francesa y estrechamente vinculado a los movimientos de mayo del ‘68. Es en ese contexto que desarrolla su reflexión sobre el espacio, y en particular, sobre el espacio urbano.1
El derecho a la ciudad es un libro distante. Cuando pensamos en la distancia —temporal, geográfica, política, cultural— hay que tener mucho cuidado con la trampa de tomar como evidente cuál es esa distancia. Entre el ‘68 francés y nosotrxs no hubo ningún fin de la historia, porque no es la lucha de clases, ni la urgencia de un cambio sustancial en la forma de relacionarnos entre nosotrxs y con el planeta, lo que ha sido superado. Más bien estas cuestiones se han profundizado en estas décadas. Las distancias son otras.
Lefebvre habla desde una cúspide: el apogeo del capitalismo industrial desde uno de sus centros, Europa occidental. Apogeo que es también el momento inmediatamente previo a la caída. Hay cierto vértigo en algunos pasajes del libro. El autor puede ver que su presente está a punto de colapsar, y que es el momento de construir alternativas superadoras. Pero todos estos años y estos quilómetros más acá, donde nunca conocimos esa industrialización y el vértigo de fines de los ‘60 se saldó de una forma mucho más violenta que en Europa, la sensación no es tanto de cúspide, de cresta de ola, sino de abismo.
Al releer El derecho a la ciudad, por momentos no puedo evitar sentir el gusto amargo. En las 160 y pico de páginas que tiene ese librito se sienten el humo y el ruido de las barricadas levantadas por obreros y estudiantes, de las guerras y guerrillas de la descolonización, de los poetas que cantaban que había llegado la hora del viento reventando los silencios. Escrito desde la cresta parisina, habla del mundo entero porque el mundo entero parecía girar más rápido. Es verdad que desde la distancia romantizamos el pasado, y que eso puede dejarnos quietxs.
Pero no podemos quedarnos quietxs. Sea desde la cresta de una ola o desde el borde del abismo, si no queremos volver atrás, no queda otra que lanzarse. Ojo: lanzarse no significa tirarse a ciegas al vacío. Nos toca entonces poner todos nuestros esfuerzos en garantizar las mejores posibilidades de éxito. ¿Dónde queremos caer? ¿Qué tenemos para amortiguar la caída? ¿Quiénes vienen con nosotrxs? Precisamos todas las pistas que tengamos a mano. Y cuando leo El derecho a la ciudad también me encuentro con esas preguntas, lanzadas con una enorme lucidez, y con la certeza de que hay pistas concretas para ubicarnos hoy.
Es un libro corto pero no sencillo. De pique, no empieza con una introducción, sino con una «Advertencia». Es bastante especulativo, va desenlazando un razonamiento con muchas idas y vueltas: es filosofía. Casi no tiene citas de otros autores, ni se basa en estudios empíricos, exige pactos: es literatura. Coloca un término en el discurso político pero no lo termina de definir nunca de forma concisa, lo rodea, lo llena, lo abre.
Muchos años después de su publicación, la noción de derecho a la ciudad suena por todas partes y ha sido tomada por múltiples actores —constituciones con sus leyes nacionales y subnacionales; la ONU; los municipalismos a lo Ada Colau; parte de la academia progre; intelectuales militantes como David Harvey; distintos movimientos populares en Europa y América Latina; y hasta especuladores inmobiliarios—. Probablemente, el sentido «lefebvriano» de esta expresión sea, a esta altura, minoritario. Pero releyéndolo, me vuelvo a encontrar sentidos muy relevantes que han quedado ocultos en aquellas definiciones con más prensa, sentidos que me parecen mucho más fermentales.
Estrategia e ideología de la ciudad
¿Por qué la ciudad? La reflexión de Lefebvre no se trata de la forma de la ciudad como objeto ni objetivo, sino de lo que está por detrás, lo urbano. La ciudad como realidad material y sensible es el espacio donde se manifiesta aquello de lo que Lefebvre quiere hablar: la estrategia de clase, la ideología, la crisis de la sociedad industrial y su superación por lo que él llama sociedad urbana.
La estrategia de clase dominante, que se consolida a lo largo del siglo XIX, es el fenómeno más evidente. El nivel de segregación patente en las ciudades da cuenta de una expulsión sistemática de las clases populares fuera de los centros, que por su parte también están segregados en funciones: residenciales, productivas, administrativas, de ocio: «la segregación tiende a impedir la protesta, la oposición y la acción, al dispersar a los que podrían protestar, oponerse y actuar» (p.145)2.
La estrategia de clase, por supuesto, no es un plan concertado con un conjunto definido y único de objetivos, sino que es a su interior diversa y por veces contradictoria. Sea para limitar la capacidad política de los y las trabajadoras, dispersándolos y alejándolos de los centros de control, o para darles una vida «mejor», de casas con jardín, los resultados para los intereses políticos de la clase trabajadora son catastróficos. Los planificadores estatales y privados «diseñaron a través del hábitat el acceso a la propiedad. [...] La conciencia social poco a poco deja de tomar como punto de referencia la producción, para centrarse alrededor de la cotidianidad, del consumo». (p.38)
La segregación, a la vez, responde a una ideología más general, aquella que, a imagen y semejanza de la fábrica, define espacios y tiempos para cada actividad. Así también la ciudad se divide en espacios y tiempos para el trabajo, espacios y tiempos para el transporte, para la vida privada, para el ocio —que incluye a la cultura y a la naturaleza como puro espectáculo, reprimidas o simuladas—. La vida humana, sus sentidos, sus capacidades, también se ven sectorizados, zonificados. (p.120)
El cientificismo opera analíticamente descomponiendo la realidad y, mediante una operación ideológica, recombinando sus partes y presentando esta combinación como síntesis, como totalidad. Lefebvre insiste en distinguir cientificismo de ciencia, porque no se trata propiamente de conocimiento crítico sino de un discurso legitimador, que construye su propio objeto y luego lo presenta como real. Esta operación anula la posibilidad política de transformación, al presentar esta combinación de partes como totalidad real y este real como equivalente de posible. Esta es, según Lefebvre, la ideología de los tecnócratas, que ejecutan la estrategia de la clase dominante. (p.136)
Esta ideología sólo puede pensar la síntesis como combinación siendo que estos no son sinónimos. La síntesis implica emergencias y transformaciones. La ciudad y lo urbano no se recomponen de partes, de signos. «La ciudad no es únicamente un lenguaje, sino que también es una práctica» (p.120). La síntesis, entonces, se da en la praxis. Solo la praxis colectiva de la ciudad produce la ciudad verdaderamente, y no un experto del campo que sea.3
Lo urbano, la sociedad industrial y la sociedad urbana
Lefebvre escribe desde París, la ciudad por antonomasia del proyecto ideológico burgués.4 En Lefebvre el período que va desde 1848 a la Comuna es paradigmático como proceso histórico, político y urbano. Durante el Segundo Imperio la capital francesa comenzó a «estallar» hacia su periferia. En el plano político, el Estado bonapartista modela el terreno a través, por ejemplo, de la reorganización de Haussman, que vacía —limpia, higieniza— el centro de la ciudad, expulsando a la clase obrera,5 tanto física como simbólicamente. La industrialización opera en el mismo sentido desde el plano económico.
Así, a lo largo del siglo XIX la ciudad «deja de estar hecha a la medida del hombre», se hipertrofia, «se vuelve monstruosa». La insurrección de 1871 fue, para Lefebvre, «el gran intento supremo de la ciudad de erigirse en la norma y la medida de la realidad humana», en parte en la tradición occidental de la polis griega y la urbs romana, de concebir la ciudad como el medio humano, racional, el único donde puede tener lugar la libertad. (La proclamación de la Comuna, p. 48-49)
Este estallido marca la crisis de la ciudad política, de su valor de uso y la simultaneidad de funciones y prácticas. En la ciudad estallada, el centro urbano coincide geográficamente con la ciudad tradicional, pero pierde las funciones mezcladas de producción, reproducción e intercambios de objetos y significados, para concentrar únicamente las funciones de control y de consumo. Este centro está rodeado de un tejido urbano que concentra otras funciones fragmentadas: transporte, vivienda, producción.
La ciudad de la fragmentación total, de las zonificaciones y de la segregación, obstaculiza la mezcla y las relaciones no mercantiles. Aquí no se espera lo urbano, lo intangible que se desarrolla en el encuentro, en la reproducción simbólica cotidiana, en las relaciones no supeditadas al valor de cambio. En lo urbano prima el valor de uso y está implicada la historia —que no puede verse en la ciudad fragmentaria y analítica— y los posibles, los deseos y los afectos. Lo urbano es la práctica que produce a la ciudad en tanto obra colectiva, en oposición a la ciudad convertida en mercancía.
Pero, aún marginado, obstaculizado, lo urbano persiste. El valor de cambio no absorbe completamente al valor de uso, sino que este reaparece en conflicto. El uso «implica ‘apropiación’ y no ‘propiedad’» (La producción del espacio, p.389). Y necesariamente, por su propia consistencia, la ciudad reproduce lo urbano: la simultaneidad y el encuentro son inevitables.
Esta es la principal contradicción que resalta Lefebvre: así como en la fábrica, que es espacio de explotación pero también de concientización, en la ciudad, en su entrevero, en los encuentros que propone, es donde la clase obrera puede adquirir conciencia de sí. Por eso en Lefebvre el objeto de reflexión no es tanto la ciudad como realidad material concreta sino lo urbano y las relaciones que proyecta, visibiliza u oculta.
En el campo de refugiados de Dheisheh en Cisjordania, las calles llevan el nombre de los pueblos y ciudades de las que provienen las familias que lo habitan. Muchas de las personas que viven allí nacieron en el campo de refugiados, pero la memoria de su origen y de su resistencia se mantiene. El campo de refugiados tiene de ciudad la forma: las calles, las construcciones, algunos servicios. Pero lo que tiene de urbano está en la memoria de sus habitantes, en su conciencia de pueblo que resiste, siempre dispuestxs a abandonar esa realidad material. Lo único que ata ambas dimensiones es el nombre de las calles.
Cuando Lefebvre habla de lo urbano, plantea esa práctica de encuentro, simultaneidad, multiplicidad, pero no desde una idealización en la que todxs somos vecinxs felices que compartimos los mismos valores y la misma memoria, que nos entendemos, coincidimos y colaboramos, sino que es conflictiva, tiene roces: es política. Esa multiplicidad compleja es la que permite la construcción de un sujeto. Recuperar, ocupando espacial y políticamente el centro urbano del que fue expulsada, como hizo fugazmente la Comuna, es una de las tareas esenciales de la clase obrera en su construcción como sujeto revolucionario. Recuperarlo, sobre todo, es apropiárselo, darle forma, transformarlo.
Recapitulando, el «estallido de la ciudad» es simultáneo al crecimiento urbano, producto del vaciamiento del campo, que con la industrialización creciente a lo largo del desarrollo capitalista, pierde su centralidad. A su vez, esta urbanización contiene algunas de las contradicciones propias del modo de producción capitalista. La sociedad industrial engendra en sí misma el germen de su sustitución.
En Lefebvre, esta sustitución es, justamente, la sociedad urbana, que ya estaba en desarrollo en el seno de la sociedad industrial. La sociedad urbana no se limita a la ciudad —como realidad práctico-sensible, escindida del campo—, sino que «virtualmente ocupa el planeta» (La revolución urbana, p. 63). Se trata de la «socialización de la sociedad», acentuando el carácter social del trabajo productivo.
La sociedad urbana es aquella donde prima el valor de uso sobre el valor de cambio. Es justamente la sociedad que, globalmente, planifica desde el interés colectivo el trabajo productivo y el espacio, socializa la sociedad: todo aquello que socialmente producimos. Opuesta a la propiedad privada de los medios de producción, la sociedad urbana es aspiración de la clase obrera —como clase que sintetiza el interés general—. Y la praxis urbana es el germen de la producción de lo común, planificada socialmente:
«¿El socialismo? Naturalmente: de eso se trata. (...) En la actualidad, el socialismo sólo puede concebirse como producción orientada hacia las necesidades sociales y por consiguiente hacia las necesidades de la sociedad urbana. Los objetivos tomados en préstamo de la mera industrialización están en vías de superación y de transformación». (p. 149)
Conocimiento de la ciudad, praxis, derecho a la ciudad
Esta sustitución no es espontánea ni teleológica, no es un destino dado, sino que es una tarea. Para esto Lefebvre propone en El derecho a la ciudad la necesidad de un conocimiento de la ciudad para articularlo con la práctica urbana existente. Este conocimiento trasciende a las ciencias fragmentarias y al análisis, pretendiendo alcanzar la totalidad, que es la praxis. Esta praxis es lo que define el derecho a la ciudad.
No se trata de una práctica espontánea,6 no prescinde de la ciencia como conocimiento crítico ni de los técnicos, pero no se reduce a ésta ni mucho menos al cientificismo y a la tecnocracia como operaciones ideológicas. Por esto se hace necesario enfrentar el desafío de construir otra ciencia de la ciudad, del espacio y de lo urbano, no ideológica, es decir, crítica y materialista. Este conocimiento de la ciudad se nutre de la ciencia tanto como de la experiencia, la filosofía, el deseo, el arte y lo lúdico, el juego, la fiesta.
A diferencia del urbanismo que despedaza la ciudad, le diagnostica sus patologías y a cada problema le receta su tratamiento, arrasando con lo urbano en formación, se trata acá de desarrollar un conocimiento que permita, entre las fisuras, «recobrar e intensificar las casi desaparecidas capacidades de integración y participación de la ciudad, que son imposibles de estimular ni por la vía autoritaria, ni por prescripción administrativa, ni por intervención de especialistas». La implicación de la clase obrera resulta esencial, como víctima principal de la segregación, «privada de la vida urbana actual o posible». (p.123)
Este «posible» es esencial en Lefebvre. No se trata de recombinar los fragmentos ya existentes, al uso del cientificismo. El objeto no es preexistente, no está dado, es un objeto «virtual» que jamás debe tomarse como real, y en el que la historia, el presente y lo posible no se separan. Las estrategias descriptivas de la ciencia son todas válidas, siempre que se las reconozca como cuestionables, permanentemente en construcción, nunca definitivas.
A estas herramientas se le suman las especulativas, los modelos experimentales, la imaginación, la prospección de nuevas necesidades que no preexisten como objetos. (p.147) El espacio lúdico, el juego, el teatro, la fiesta, el arte, en la medida en que escapen a la lógica de la cuantificación, también son germen para este programa. «La utopía controlada por la razón dialéctica sirve de defensa ante las ficciones que se pretenden científicas, ante lo imaginario que acaba perdiéndose». (p.136)
En contraste con este planteo, se nos presenta un escenario bastante tétrico. En estas décadas lo urbano se ha debilitado. La imaginación se ha debilitado. La lógica fragmentaria y cuantificadora se extiende por todas partes, desde el trabajo hasta el carnaval. Pero, en ese espacio cada vez más abstraído, más idéntico a sí mismo y a las definiciones de la tecnocracia, emergen islas de resistencia.
Sublevar la ciudad
Allá donde las clases populares son expulsadas a la periferia, a la no ciudad, se empieza a conformar mucho más que una aglomeración de viviendas. Las vecinas se organizan, exigen agua, saneamiento, caminería, transporte, escuelas: lo urbano se abre paso aún en ausencia de ciudad. Pero no son estos elementos lo que determina lo urbano. Éste aparece en el momento en que esas personas se reconocen colectivamente como sujetos. Cuando empiezan a definir y a proyectar sus necesidades y las formas de satisfacerlas.
Esta lógica se vive en el centro de las ciudades, en lo que aún queda de vida barrial: organizaciones sindicales, ollas populares, cooperativas, clubes de barrio, bibliotecas o centros culturales comunitarios, que van resolviendo en la práctica la vida cotidiana y construyendo conciencia colectiva. A contracorriente y muchas veces sin proponérselo específicamente, sostienen lo urbano.
Eso no siempre ocurre. Y muchas de las veces que ocurre, se pierde. Los vínculos sostenidos entre vecinos y vecinas en los barrios se rompen. La agresión viene de muchas partes. La presión inmobiliaria vuelve inaccesible la permanencia en los barrios para sus habitantes históricos —que sirven de nexo y guardan la memoria del lugar— o los convierte en parques temáticos de sí mismos, significantes sin significado; el urbanismo mercantil los monofuncionaliza —distritos de arte, diseño, compras, «cultura»; parques urbanos— y el urbanismo gubernamental, sometido al mercado, reproduce y consolida la segregación. Por otra parte, la virtualización de los vínculos y el individualismo promueven más la burbuja y el encierro puertas adentro que el encuentro con el diferente, que es condición necesaria de lo urbano.
Estos obstáculos al desarrollo de lo urbano son los problemas que apunta Lefebvre en su obra y que, plantea, quedan enmascarados detrás de otros dos conjuntos de problemáticas. Por arriba, cuestiones vinculadas a la planificación y el desarrollo industrial (el crecimiento de la mancha urbana, la logística, el transporte). Por abajo, las vinculadas al alojamiento y el «hábitat». Con el correr del tiempo podemos seguir viendo este mismo enmascaramiento, pero complejizado, incluso en la propia estrategia de recuperación del capitalismo tras los movimientos de los años 60. El reclamo ya no es meramente vivienda sino vivienda más servicios urbanos, escuelas, cultura, ocio, espacios verdes.
Sin embargo, por más que la problemática se complejice, y que evidentemente responda a necesidades muy reales, continúa enmascarando el problema que está por detrás, el de lo urbano y la construcción de la sociedad urbana. Reducir el problema a un problema de acceso es parte de la estrategia de clase porque, a fin de cuentas, el acceso lo pueden brindar el Estado y el mercado sin modificar las relaciones de dominación. Ni vuelta al pasado ni huida hacia adelante: «solo es posible la construcción de una nueva ciudad, sobre nuevas bases, a otra escala, en otras condiciones y en otra sociedad» (p.127). Eso me suena a revolución.
En la novena de las tesis con las que cierra el libro, Lefebvre dice: «sólo la asunción de la planificación por parte de la clase obrera y de sus representantes políticos puede modificar profundamente la vida social» (p.166). Reorientar la producción (industrial, pero también de la ciudad, de lo cotidiano), hacia los fines de las clases populares tiene un carácter revolucionario porque da lugar a una estrategia de clase opuesta a la dominante. Se trata de proyectar las nuevas necesidades de la vida urbana por fuera de lo real que el mercado y el cientificismo imponen. Nuevos objetos sociales, nuevas prácticas y su formulación material.
El camino para esto, que puede sonar muy abstracto, sólo puedo imaginarlo como la extensión de las capacidades de planificación colectiva, como un ejercicio de poder popular. Esa tarea le cabe a las organizaciones sociales, a la ciencia y a la política.
Voy a poner un ejemplo que me es muy cercano para no hablar por otrxs. Desde el año 2020 en la Ciudad Vieja nos estamos movilizando para recuperar el viejo Club Neptuno, suelo público que corre peligro de ser vendido a privados para un proyecto de especulación inmobiliaria. Estamos peleando por ese espacio por muchas razones, pero la que considero principal aquí es que es una excelente oportunidad para ejercitar estas capacidades de planificación colectiva.
Una de las consignas más claras que manejamos es «suelo público para usos comunitarios». En primer lugar, no seguir perdiendo suelo público, es decir, renunciando a las posibilidades colectivas, a través del Estado, de determinar sus usos. Y por otro lado, aprovechar ese espacio —y otros en similares condiciones en todo Montevideo— para promover la proyección de esas nuevas necesidades y esos nuevos objetos sociales,7 para construir nuevas herramientas de democracia profunda,8 la gestión colectiva de lo que es de todxs. Praxis urbana.
Digo que le cabe también a la ciencia y a la política. Quienes se entienden representantes de las clases populares (o si ellos prefieren, las «amplias mayorías») tienen un rol muy concreto que cumplir en estos casos, y no se trata de brindar accesos ni reservar fragmentos de seudosoberanía ni poner parches, sino promover esas capacidades colectivas, transfiriendo poder y promoviendo la organización popular.
Y como ya vimos, la ciencia tiene muchísima crítica por hacer. Desvelar y cuestionar las estrategias dominantes, sistematizar lo existente, lo posible, las prácticas y las necesidades, ayudar a dar forma a esos objetos, proponer formas sin sujetarse al realismo mercantil, y someterlas a experimentación. Alimentada por el arte y el juego, promover el despliegue de la imaginación que permite la apropiación.
Las ciencias fragmentarias —la arquitectura, el urbanismo, la sociología, la economía— sólo pueden ser útiles si son conscientes de que no les cabe decretar formas nuevas, y que solo pueden facilitar u obstaculizar tendencias. Es la praxis de las fuerzas sociales lo que construye lo real. (p.142) Desde la perspectiva del cambio que se propone en el libro, es evidente que se trata de una ciencia menos preocupada por los estándares de las revistas arbitradas que por allanar el camino, sin perder, es obvio, el rigor científico. Rigor que de todas formas es imposible si se actúa ideológicamente, al interior de la estrategia de clase dominante.
«Sólo el proletariado puede centrar su actividad social y política en la realización de la sociedad urbana. Igualmente, sólo él puede renovar el sentido de la actividad productora y creadora, destruyendo la ideología de consumo». (p.166) Sólo la clase obrera habita. Con un sentido que se hace más real hoy, Lefebvre recuerda que la aristocracia burguesa no habita. No tiene arraigo en ningún lugar, «desde un yate comandan una flota o un país, están en todas partes y en ninguna». (p.139) Ahora incluso se buscan un sitio en el espacio.
Ahora bien. ¿Cuál es esa clase obrera hoy? Todxs hemos estado en discusiones interminables que arrancan con esa pregunta. Hasta acá, utilicé clase obrera, proletariado, trabajadores y trabajadoras, clases populares, todo mezclado, y ando flojísima de papeles para justificarlo. Un poco intuitivamente sostengo que cualquier cosa que se mueva y no sea propietaria de los medios de producción hay que ganarla para la lucha, y después vemos. Construir el sujeto político es la tarea inicial de la construcción de poder popular.
David Harvey hace énfasis en la relevancia de las luchas urbanas en la construcción de este sujeto político. Entiende que un lugar estratégico para la producción de conciencia es la resistencia ante la degradación de la vida urbana (Harvey, Ciudades rebeldes, p.88) —los desalojos, la especulación, la reducción de servicios, la segregación espacial, la degradación ambiental, el extractivismo dentro y fuera de la ciudad—, considerando también que es en las ciudades donde se concentran las mayores masas de desposeídos, incluidos el proletariado clásico y el actual «precariado». A la realidad cotidiana de la destrucción violenta de nuestras vidas, podemos contraponer, como reivindica el autor, «el derecho de los desposeídos a su ciudad, su derecho a cambiar el mundo, a cambiar la vida y a reinventar la ciudad de acuerdo con sus propios deseos» (ídem, p.49).
Por eso también Lefebvre plantea que «[el] derecho a la ciudad no puede concebirse como un simple derecho de visita o como un retorno a las ciudades tradicionales. Sólo puede formularse como derecho a la vida urbana, transformada, renovada. Poco importa que el tejido urbano encierre el campo y lo que subsiste de vida campesina, siempre que ‘lo urbano’ —lugar de encuentro, prioridad del valor de uso, inscripción en el espacio de un tiempo promovido al rango de bien supremo entre los bienes— encuentre su base morfológica, su realización práctico-sensible». (p.139)
De nuevo: lo urbano en Lefebvre es la producción y el intercambio de lo común. No está definido por edificios, calles, plazas, oficinas. Sucede en los barrios de São Paulo, en el sindicato, en la aldea, en cada proyecto de afirmación de un sujeto político colectivo. En lo urbano está implicado todo el espacio, la ciudad, el campo y la naturaleza, que dejan de concebirse como espacios distintos, separados. La sociedad urbana «re-crea» la naturaleza —humana y no humana— porque vuelve a concebirla por fuera de los términos industriales —como recurso, como reserva, como paisaje, como espacio de ocio—. (La revolución urbana, p.63) Se trata de la prioridad del valor de uso, contra la fragmentación de esos espacios para su mercantilización.
Por otro lado, y esto me parece importante, no hay ningún elemento, sector, sujeto, que a priori sea necesario conservar. Esto no quiere decir una ciudad que arrasa con todo lo que tiene cerca —esa es la realidad actual de la que nos queremos ir—, sino que las prácticas productivas, reproductivas, simbólicas, el espacio construido y no construido serán considerados según la planificación socializada de lo que es necesario producir, reproducir, conservar.
Entonces, ¿por qué la ciudad? Porque la ciudad es «proyección de la sociedad sobre el terreno, no solamente sobre el espacio sensible, sino sobre el plano específico percibido y concebido por el pensamiento» (p.79, cursivas originales). Es una puerta de entrada —no la única, por supuesto—, para pensar la alternativa nuestra. Pensar esa ciudad nuestra encadena otras preguntas: ¿cuál es nuestra economía, nuestra producción, nuestro ocio, nuestra cultura, nuestro arte, nuestra ciencia, nuestro disfrute? ¿Cómo socializamos lo social?
La praxis de la ciudad no se trata tanto de los objetos de la ciudad sino de lo urbano, de lo común. Se trata del encuentro, de recuperar el espacio y el tiempo, la vida cotidiana, pero no como acceso, sino como apropiación, como construcción profundamente democrática: autónoma y colectiva.

- La proclamación de la Comuna (1965); El derecho a la ciudad (1968); Espacio y política (1972); La revolución urbana (1970); La producción del espacio (1974), entre otros. ↩︎
- Salvo indicación contraria, todas las referencias son a El derecho a la ciudad, edición de Capitán Swing de 2017. ↩︎
- En «La producción del espacio» (1978), Lefebvre profundiza sobre las diversas concepciones del espacio, las operaciones ideológicas del urbanismo burgués y el vínculo entre espacio y modo de producción. ↩︎
- Da acá para jugar al flanêur entre Baudelaire, Benjamin, Debord, pero una se pone a callejear y nunca sabe dónde termina. ↩︎
- Que había sido previamente expulsada del campo hacia la ciudad, en el proceso de proletarización, dicho sea de paso. ↩︎
- Es justamente por ese carácter no espontáneo que la falsa participación es parte de la estrategia de clase (¿cuántas veces se le escucha, a los gestores de turno o aspirantes, la frase «vamos a hablar con la gente»?). La praxis requiere un conocimiento sistematizado, crítico y contrastable, que no se limite al académico y que se nutra de la experiencia cotidiana, pero sin reducirse a ésta. ↩︎
- Pueden conocer la propuesta de las organizaciones barriales en este enlace: https://docs.google.com/document/d/1LxIRYYl9D0oBO-wyWseSLhzSje2MCUp1 ↩︎
- «Esto exige una revolución cultural permanente junto a la revolución económica (planificación orientada hacia las necesidades sociales) y a la revolución política (control democrático del aparato estatal, autogestión generalizada.)» (p.167) ↩︎