Con el jesuita era con quien yo más solía hablar. Una noche, apoyados en la borda, mientras escuchábamos a nuestras espaldas canciones de Rita Pavone, me dio una conferencia sobre el pensamiento de Erasmo y Spinoza en las luchas de liberación latinoamericanas. En agradecimiento le obligué a leer mi mejor cuento. Este trataba de una invasión extraterrestre. Los extraterrestres eran muy parecidos a las hormigas: igual de pequeños, igual de fuertes, igual de organizados, pero con un grado de avance tecnológico superior al del hombre. Las primeras naves espaciales que llegaban a la Tierra (tres) medían un metro y medio de largo, cuarenta centímetros de alto y medio metro de ancho. Al principio sus intenciones eran pacíficas, se celebraban conversaciones en las Naciones Unidas, se les daba la bienvenida y las naves-hormigas lo único que hacían era orbitar alrededor del planeta con alguna ocasional incursión misteriosa, la mayor parte de las veces sobre ciudades pequeñas, cruces de caminos poco transitados, montañas que nadie en el mundo había oído nombrar hasta entonces. Pero al cabo de noventa días, cuando la expectación y la alegría causada por su presencia comienza a decrecer, dos de las naves dejan su órbita en la estratósfera y se presentan en una plantación del condado de Jefferson, en el oeste de Virginia. Los campos en cuestión pertenecen a John Taeger y están dedicados al cultivo de tabaco. Avisado el sheriff del condado por el asustado propietario, pronto la plantación se ve invadida por autoridades estatales y federales, policías, militares del Pentágono, cámaras de televisión, curiosos, etcétera. Las hormigas extraterrestres salen de sus naves en pequeños ingenios volantes de no más de cinco centímetros de diámetro y entablan una comunicación rudimentaria con las autoridades norteamericanas. Mientras tanto otras hormigas han comenzado a hacer agujeros y a levantar torres de un material que parece hecho de finos alambres entrecruzados. Al cabo de cinco horas las autoridades de la Tierra descifran el mensaje: las hormigas han decidido tomar posesión del lugar. Alertado el presidente de los Estados Unidos, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, los expertos ufólogos de todo el mundo y la plana mayor del Pentágono, al final no se llega a ningún acuerdo y las únicas medidas que se toman son aconsejar a la familia Taeger que abandone su casa y cercar la plantación con una fuerte barrera de seguridad. Esa noche, por supuesto, todo el mundo la pasa en velas: los agentes que vigilan el acceso a la plantación, los radares de la seguridad nacional norteamericana, los chicos de la prensa que aguardan cualquier noticia en el lugar de los hechos, los vendedores de sándwiches y camisetas que se han acercado a la plantación y John Taeger, que se ha negado en redondo a abandonar su casa y se pasa toda la noche sentado en el porche, en ocasiones llorando amargamente, en ocasiones intentando buscar el lado positivo a la nueva e inesperada situación. El presidente de los Estados Unidos llama en dos ocasiones al primer ministro soviético. El primer ministro soviético llama en una ocasión al presidente de los Estados Unidos. Las hormigas, vigiladas por aparatos infrarrojos de la policía militar y del FBI, trabajan toda la noche. A la mañana siguiente, nadie sabe cómo, la noticia bomba se ha filtrado a la prensa. Las hormigas extraterrestres pretenden no solo expoliar a la familia Taeger sino quedarse en propiedad con todo el condado de Jefferson. La noticia, rápidamente recogida por periódicos y cadenas de televisión de todo el mundo, suscita reacciones encontradas. En principio la opinión pública norteamericana se divide en dos bandos: los que se niegan en redondo a alienar un solo metro cuadrado de soberanía nacional y los que ven en la intención de los insectos extraterrestres una oportunidad para el intercambio tecnológico, la cooperación en la carrera espacial (con la ayuda de las hormigas ya se iban a enterar los rusos), el desarrollo acelerado de la astronomía, la física, la astrofísica, la matemática cuántica, todo a cambio de un condado más bien pobre, poco industrializado y dedicado al monocultivo de una clase de tabaco cuya calidad no se cuenta entre las mejores. El día siguiente, además de producirle un infarto al desafortunado John Taeger, es pródigo en toda clase de reuniones. Los encuentros se suceden con velocidad febril. El Rotary Club del condado de Jefferson propone que se les ceda a las hormigas un territorio similar, pero en Honduras. Los embajadores europeos y del Pacto de Varsovia confían en que el presidente norteamericano mantenga la calma y que trate de solucionar el contencioso por medios pacíficos. Los expertos hacen cálculos: si en las dos naves que han descendido en las tierras de Taeger hay entre cinco mil y diez mil hormigas, y si estas son capaces de reproducirse en la Tierra, y si cuentan con suficiente poder como para eliminar a sus enemigos naturales, y si sus vidas son el doble de largas que las de los himenópteros o neurópteros nativos, e incluso si son el triple de largas, y si lo que buscan se halla en abundancia en el condado de Jefferson (y todo hace suponer que así es), pasarán como mínimo cien años antes de que decidan pedir la cesión de otro condado de características similares. No obstante, la voz de los belicistas, en ese primer día de deliberaciones, sube de tono: un ataque masivo sobre la plantación de Taeger, aéreo y terrestre, eliminaría a los extraterrestres de un solo golpe; con la nave que aún orbitaba alrededor de la Tierra se podría, en situación de igual a igual, llegar a un acuerdo posterior o derribarla; las medidas contrarias lo único que conseguirían sería fortalecer a las hormigas, permitiendo que el cáncer extraterrestre se multiplicara en los Estados Unidos y a la larga en todo el mundo. El día termina con una sensación de agotamiento y expectación. Las hormigas, según los informes de los observadores, no han parado de trabajar ni un minuto. Al día siguiente el presidente de los Estados Unidos ha tomado una determinación. Se les comunica a los extraterrestres que la tierra en la que se han aposentado es propiedad privada de John Taeger, quien de momento no tiene intenciones de venderla, y que además esas tierras, vendibles o no vendibles, están bajo la jurisdicción y la bandera de los Estados Unidos de América; que por lo tanto deben cesar de inmediato las prospecciones y/o trabajos extraterrestres, subsole o subterra, en el condado de Jefferson y que las hormigas deben enviar de inmediato una delegación a la Casa Blanca a discutir los términos de su proyectada estancia en los Estados Unidos y, en general, en la Tierra. La respuesta de las hormigas es escueta: no han venido a expoliar a nadie, sus intenciones en principio son comerciales y pacíficas, han escogido un condado más bien pequeño y no demasiado poblado, en una palabra no creen que sea para tanto. Requisitorias posteriores obtienen la callada por respuesta. Los militares creen llegado su turno de actuar. El bombardeo al que planean someter a las hormigas será limitado pero contundente y cubrirá un área de dos kilómetros a la redonda teniendo como epicentro el punto en el que aún están posadas sus dos naves interestelares. Tras una larga vacilación que dura todo un día y ante el mutismo de los extraterrestres, que algunos consejeros confunden con indiferencia e incluso con soberbia, el presidente da la orden de bombardeo. Acto seguido se evacúa la zona que comprende la casa de los Taeger y la de dos granjeros más, amén de un cruce de caminos que en su día hiciera famoso el coronel Mosby y en donde se exhibe una mohosa placa conmemorativa que nadie se acuerda de poner a salvo, y se procede al bombardeo. Este es realizado por aviones que descargan sobre la zona una cantidad considerable de bombas probadas con éxito en Vietnam. Pero todo falla. Las pocas bombas que logran caer son neutralizadas por lo que algunos autores de ciencia-ficción invitados a programas de televisión en directo llaman con indisimulado alborozo campo magnético de protección o barrera de protección electromagnética. La mayoría de los aviones, por lo demás, son derribados por un rayo misterioso que surge del cielo y que los expertos no tardan en identificar como procedente de la nave que permanece fuera de la atmósfera terrestre. La respuesta de las hormigas, sin embargo, no se reduce a repeler el ataque, acto seguido «el rayo de la muerte», como no tardará en ser bautizado por la prensa sensacionalista, se abate con una precisión que pone los pelos de punta sobre la Casa Blanca, dejándola reducida a cenizas. En el ataque mueren todos los que en ese momento están en el edificio, incluidos el presidente de los Estados Unidos (Richard Nixon) y la mayoría de sus colaboradores. Ocupa su puesto el vicepresidente (Spiro Agnew), que pone en alerta máxima al Comando Aéreo Estratégico Nuclear, aunque minutos después de jurar su nuevo cargo es disuadido por propios y extraños de lanzar un ataque atómico sobre Virginia. Una escaramuza por tierra, llevada a cabo por milicias virginianas y por un comando especializado en guerra bacteriológica y química, acaba de manera desastrosa, con los soldados chamuscados hasta los huesos. Y tras la tempestad llega por fin la calma. El nuevo presidente norteamericano suspende cualquier preparativo bélico. El perímetro de la plantación de Taeger, rodeado por fuerzas de seguridad, es abandonado. Las tropas que antes se veían transitar por algunos pueblos del condado de Jefferson desaparecen. Con el paso de las semanas se establece, de facto, la soberanía de las hormigas o al menos su libre usufructo del condado de Jefferson. Muchos de sus habitantes abandonan sus casas y se trasladan a California. Otros permanecen a la expectativa. Pero no sucede nada; pueden seguir en sus casas, pueden transitar por sus carreteras sin controles formiguiles, pueden dejar el condado y volver a entrar sin que nadie los moleste. De hecho, son muy pocos los que han visto a las hormigas extraterrestres e incluso en algún periódico de Idaho y Montana (y en varios de Latinoamérica) surgen voces que cuestionan la existencia real de estas. Para las personas que viven cerca de la antigua plantación de Taeger, sin embargo, las cosas han cambiado: nadie osa pisar una hormiga, ni qué decir un hormiguero, en verano solo usan insecticida en el interior de sus casas en el buen entendimiento de que los extraterrestres jamás caerían en una trampa tan rudimentaria. En muchos lugares del mundo, sobre todo en el gremio de los escritores y artistas, se multiplican por mil los casos de zoopsia, que algunos atribuyen al aumento del alcoholismo y consumo de drogas y otros, más delicados, a la manifestación en las almas más sensibles de una amenaza futura. Un buen día, los radares de todo el mundo captan el despegue de las dos naves que permanecían en el condado de Jefferson. Poco después, aún sin poder creérselo, la noticia da la vuelta al mundo. De las tres naves-hormigas solo una permanece orbitando alrededor de la Tierra, las otras dos han desaparecido en el vasto espacio, probablemente de vuelta a su planeta de origen. En la antigua plantación de Taeger, según muestran las fotos de aviones espía y de algún que otro curioso temerario, las cosas apenas han cambiado: hay cinco torres de alambre trenzado de una altura no superior al metro y medio, separadas entre sí por no más de cuarenta centímetros y a su alrededor, de tanto en tanto, revolotean las pequeñas naves-avispas. El resto de su colonia, como es obvio deducir, se halla bajo tierra, nadie en el condado de Jefferson ha entablado aún contacto físico con los extraterrestres. El Pentágono ante esta nueva situación propone otro ataque. El presidente duda o hace ver que duda. Entabla consultas con las potencias amigas. Estas le aconsejan que hable con los rusos, pero el presidente y sus allegados estiman que los soviéticos son capaces de comunicarles sus intenciones a las hormigas. En el ánimo del presidente pesan muchas consideraciones pero finalmente la que se impone es la visión de la Casa Blanca destruida, incluso con su complejo subterráneo antinuclear. Para alivio de muchos se llega a un statu quo. Comienza una nueva época en la Tierra. Las Naciones Unidas les ofrecen a las hormigas un sillón en la Asamblea Permanente, sillón que por razones de decoro estas rechazan. Se establece, pese a todo, una comunicación fluida entre terrestres y extraterrestres. Un grupo de expertos que acuden a la antigua plantación de Taeger, en cuyos lindes instalan su maquinaria y sus tiendas de campaña, dictamina que harán falta por lo menos cincuenta años para que el condado de Jefferson se les haga pequeño a los extraterrestres, teniendo en cuenta que en dos meses ni siquiera han llegado al patio de la casa. Con el tiempo, además, el conocimiento sobre las hormigas las hará más accesibles y por lo tanto más vulnerables. Se publican ensayos y se llega a algunas conclusiones: las hormigas no se alimentan de lo mismo que sus hermanas de la Tierra, todo hace pensar que desconocen el lenguaje escrito, su cultura es onírica, el terreno sobre el que se han establecido no experimenta en la superficie cambios notables. Todas estas conclusiones, por supuesto, son parciales. Según los granjeros de la región, las hormigas comen hormigas. Un guía turístico de la Gran Pirámide de Teotihuacán dice haber visto naves extraterrestres no mayores que una cajetilla de cigarrillos detenidas junto a uno de los muchos hormigueros existentes en las cercanías de la pirámide. Las hormigas terrestres eran conducidas una por una hacia el interior de las naves. Un sacerdote misionero en el Amazonas afirma haber presenciado una epifanía (Dios me perdone) junto a un hervidero de hormigas rojas en la región de Manicoré. Las hormigas rojas, dice el misionero, eran elevadas silenciosamente por el aire hacia el interior de objetos volantes similares a un huevo hervido, pero de color negro y lleno de hendiduras. Junto al hormiguero, las hormigas rojas en vez de huir se alzaban unas sobre otras como si quisieran tocar con sus antenas los huevos que…
El cuento estaba inconcluso.