Palestina, causa de la humanidad

Pensar Palestina 


Al fósforo blanco lo teñiré de naranja,
para que pueda percibir su sabor;
y en el humo esparciré los colores de las nubes
para que puedas contemplarlo.


Te protejo, te lo prometo.
Has de saber que dos muertos y amantes,
cuando se asiente el polvo,
han de sonreír.


Hiba Abu Nada 


El 20 de mayo marchamos reclamando verdad y justicia sobre los crímenes de la dictadura uruguaya, como lo hacemos hace 30 años, conmemorando la fecha del asesinato de cuatro uruguayos en Buenos Aires en el marco de la coordinación represiva entre las dictaduras del Cono Sur. El 15 de mayo se conmemoraron 77 años de la Nakba, es decir la expulsión de miles de palestinos que se convirtieron en refugiados al crearse el estado de Israel.


Cuando Uruguay sufría la dictadura, sus crímenes eran denunciados por organizaciones de derechos humanos, movimientos sindicales, intelectuales y medios de prensa que se organizaban como podían para recabar información, publicitarla y hacer presión para reclamar el fin de la tortura, la prisión política masiva y la negación de los derechos de un país entero bajo un régimen opresor.


Este 20 de mayo, mientras nos preparábamos para marchar, los titulares de la prensa internacional eran escalofriantes: «Netanyahu anuncia que va a tomar control de Gaza»,
«Las Naciones Unidas advierten que 14.000 bebés podrían morir en las próximas 48 horas sin ayuda humanitaria», «Israel se muestra desafiante mientras aumenta la presión sobre su ‘guerra de exterminio’ en Gaza».


¿Es posible marchar por los derechos humanos sin pensar en Palestina?


No. Por una razón sencilla: lo que está sucediendo en Palestina es un genocidio, y el genocidio es el paradigma de los crímenes contra la humanidad. Quienes se preocupan por los derechos humanos tienen como primera obligación intentar evitar que sucedan otra vez genocidios. Y en caso de que sucedan, por lo menos denunciarlo.


No, es un genocidio. 


así apagues tus fuegos en mis ojos,
así me llenes de angustia,
así falsifiques mis monedas,
o cortes de raíz la sonrisa de mis hijos,
así levantes mil paredes,
y clavetees mis ojos humillados,
enemigo del hombre,
no habrá tregua
y habré de pelear hasta el fin.


Samih Al-Qassem 


El genocidio es el intento de destrucción de un pueblo entero. Los genocidios se hacen matando a enormes cantidades de personas, desplazándolas de los lugares donde viven, impidiendo que nazcan sus hijos, borrando su cultura.


Israel está matando a muchísima gente en Gaza. Las cifras oficiales hablan de más de 50.000 personas en un año y medio, y probablemente esto sea una subestimación del número real. Muchas de estas personas murieron directamente en bombardeos y operaciones militares, pero muchas otras murieron como consecuencia de las acciones que Israel ha llevado adelante para hacer imposible la vida en Gaza. Allí se han destruido los hospitales y se ha impuesto un bloqueo total que hace imposible la entrada de comida y otras ayudas humanitarias. La política de Israel es matar de hambre a un pequeño territorio con dos millones de personas.


No se puede pensar que estos hechos sean consecuencias no deseadas de una guerra que tiene otros objetivos. Esto lo sabemos por las cosas que dijeron las más altas autoridades israelíes antes y durante la ofensiva militar en Gaza, que no solo hablaron de los gazatíes como si fueran subhumanos, sino que llamaron a evitar que ingrese cualquier alimento a la zona. En las últimas semanas, altas autoridades del estado israelí explicitaron su intención de que en Gaza no vivan más palestinos. ¿Existe otra forma de llamar a eso que no sea genocidio?


Genocidio que sucede enmarcado en toda una serie de políticas de apartheid contra los palestinos que viven entre el río y el mar: aislamiento de los palestinos de Cisjordania en zonas rodeadas de asentamientos ilegales, robo de tierras y casas, discriminación a través de la «ley de estado nación» hacia los ciudadanos árabes de Israel, miles de presos políticos palestinos en las cárceles israelíes y permanentes progromos contra los palestinos por parte de bandas armadas apoyadas por el estado israelí. Hasta Hadman Ballal, cineasta que acababa de ganar un Oscar por la película No Other Land fue atacado por colonos y luego apresado arbitrariamente por las autoridades israelíes. Israel ha desconocido infinidad de resoluciones de Naciones Unidas, y ha transgredido las normas más elementales: ha atacado convoyes de la Cruz Roja, matado periodistas, destruido locales universitarios. Cada uno de estos hechos está ampliamente documentado, publicado por instituciones internacionales y medios de comunicación que están lejos de tener un sesgo anti-israelí.


La acusación de genocidio contra altas autoridades del estado de Israel está siendo juzgada en la Corte Internacional de Justicia. Aunque todavía no hay un fallo definitivo, las pruebas allí presentadas son abrumadoras, y la Corte, al inicio de sus procedimientos impuso medidas a Israel dado que había suficiente evidencia para afirmar el claro riesgo existente de genocidio. Israel no cumplió con estas medidas, diseñadas para evitarlo.  


Israel, por supuesto, niega que esté cometiendo crímenes contra la humanidad. Lanza acusaciones contra quienes hablan de esta realidad. En Israel cunden los casos de amenaza a la prensa, los ataques a minorías religiosas (por alguna razón son especialmente usuales los escupitajos a religiosos cristianos) y la celebración frívola de la violencia contra los palestinos (las fotos de soldados israelíes con ropa interior robada a palestinas expulsadas de sus casas circulan todo el tiempo por internet). Fuera de Israel, el clima también está enrarecido. En Alemania se reprimen violentamente todas las protestas al genocidio, mientras en Estados Unidos se allanan universidades buscando a estudiantes que se hayan solidarizado con Palestina. El gobierno estadounidense, incluso, impuso sanciones contra los jueces de la Corte Penal Internacional. Israel y sus aliados intentan silenciar una verdad que el mundo entero puede ver a simple vista.


En Palestina está sucediendo un genocidio, llevado adelante por el estado israelí. Están muriendo cientos de personas cada día, ya fueron decenas de miles, y si no se detiene la matanza, pronto serán cientos de miles, y luego millones. El genocidio no es un concepto, es la destrucción real y deliberada de un pueblo entero. Eso está sucediendo. La negación del genocidio es también un acto criminal. No es admisible una discusión al respecto. Ni sobre el hecho de que el genocidio debe ser rechazado por la más elemental moral humana. Se debe esperar de todas las personas, organizaciones y gobiernos que se pronuncien contra el genocidio, y hagan lo que puedan para evitarlo. Si no, ninguno de sus compromisos con los derechos humanos vale nada.


Discusiones


pienso en ustedes y en vuestro largo y doloroso camino
desde las colinas de Judea
hasta los campos de concentración del III Reich.
Pienso en ustedes
y no acierto a comprender
cómo olvidaron tan pronto
el vaho del infierno.


Luis Rogelio Nogueras


No es admisible la discusión. Sin embargo, la hay. Porque cuando se trata de política, y especialmente de guerra, las personas sostienen posiciones que a los que están del otro lado le parecen aberrantes. Y, aunque la justicia de nuestra posición nos parezca evidente, de todos modos tenemos que argumentar, y dar cuenta de lo que están diciendo, en Uruguay, los defensores de Israel. Tomemos dos ejemplos: el saludo de Juan Pedro Mir con motivo de los 77 años de la independencia de Israel, y la participación de Orlando Petinatti en el programa de televisión Vamo Arriba en Canal 4.


Mir, maestro de profesión, fue director de educación durante la segunda administración de Tabaré Vázquez, para luego transformarse en uno de los referentes del think-tank Eduy21. Su posición política podría considerarse centrista. En su felicitación a Israel, Mir hace un paralelismo entre las guerras civiles del siglo XIX uruguayo y las décadas que siguieron a 1948 en Israel, en las que «nuestros estados, pequeños en territorio y con debilidad comparativa con las regiones que nos acobijaron, ganaron su lugar en la Tierra a fuerza de enfrentamientos militares, empecinamiento de su población y sobre todo, de una legitimidad esencial». Si «los Orientales nacimos en la guerra y nos llevó decenas de años encontrar un camino de paz», «Israel tendrá el mismo destino». Según Mir, «la independencia de Israel es un motivo de celebración para (...) cada individuo que crea que también en ese rincón del planeta, se juega la tarea de defender los mejores valores que nos heredó la Ilustración y la lucha por la democracia».


La celebración de Mir, así, tiene dos partes: por un lado una afirmación, si no de la legitimidad de la violencia cruda y dura, por lo menos de su inevitabilidad para el establecimiento de un estado; y por otro, la asociación de Israel con la defensa de los valores de la Ilustración. Sobre lo primero, podemos decir que si eso vale para Israel, vale también para Palestina, y que la justificación de la violencia anula cualquier juicio moral sobre ella en el actual Medio Oriente. Esta es una postura peligrosa y difícil de defender, especialmente si se la lleva al límite de usarla para defender una situación que puede ser catalogada como un genocidio. Sobre lo segundo, si los valores de la Ilustración implican la libertad de conciencia, el valor inherente de la persona humana y el compromiso con la democracia, es difícil admitir que estos puedan usarse para defender un país que discrimina abiertamente a minorías étnicas y religiosas, lleva adelante una guerra de exterminio y gobierna bajo un régimen de apartheid a millones de personas. Si a quienes defienden la causa palestina se les exige permanentemente que condenen la violencia de Hamas, con el mismo argumento debería exigirse a los defensores de Israel que den cuenta de estos hechos, y expliquen de qué forma son compatibles o justificables desde los valores de la Ilustración que, por cierto, compartimos plenamente y son, de hecho, el fundamento de nuestro rechazo a la política de Israel.


Petinatti es un veterano humorista radial devenido comentarista político conservador, cuya posición en defensa de Israel es pública hace muchos años. Podrían tomarse muchos de sus dichos para discutir, pero elegimos una frase que dijo en una intervención reciente en el programa Vamo Arriba: «No hay inocentes en Gaza». Es claro que ya no estamos en el terreno de los valores de la Ilustración. Esta es una frase que circula entre los ambientes religiosos, militares y políticos de Israel y de vez en cuando sale a la superficie en boca de sus defensores. Es importante notar que se trata de una frase altamente controversial incluso dentro de Israel y de ambientes sionistas. El año pasado, Sergio Pikholtz, un dirigente de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA) fue removido de su cargo por decirla. Hace pocos días el ex-ministro de defensa de Israel, Moshe Yaalon, dijo que la idea de que no hay inocentes en Gaza es el fundamento del actual gobierno de Israel, cuya ideología califica como «mesiánica, nacionalista y fascista». Es decir, Petinatti expresa una posición que está lejos de ser unánime al interior del sionismo, pero que ilustra su devenir hacia posiciones extremas, siguiendo la trayectoria del gobierno israelí.


Detengámonos a pensar qué quiere decir la frase «no hay inocentes en Gaza». Empecemos por el hecho de que en Gaza viven más de dos millones de personas, de todas las edades, condiciones sociales y opiniones políticas. Lo que Petinatti está diciendo es que incluso las personas que están en contra de Hamas, e incluso los niños, son culpables. ¿Cómo puede pensar esto? ¿Pensará que existe algún tipo de esencia antisemita hereditaria entre los palestinos? Si su conclusión es que por ser culpables, todas las personas que viven en Gaza son merecedoras de castigo colectivo, lo que está reivindicando es un crimen de guerra. Al negar la diferencia entre militares y civiles, niega el fundamento mismo de toda las reglas que rigen los enfrentamientos armados. Y al implicar que todas las personas que viven en Gaza merecen el desplazamiento forzado masivo, la destrucción de la ciudad entera y la muerte, lo que está haciendo es instigar un genocidio, lo que es, en la legislación uruguaya, un delito. 


Si lo que motiva el rechazo a Hamas es justamente que el 7 de octubre del 2023 atacó indiscriminadamente a civiles, quienes dicen cosas como las que dice Petinatti admiten que lo que hace el gobierno israelí es exactamente lo mismo que Hamas, e incluso que hacerlo es legítimo. Con los argumentos con los que puede decirse que no hay inocentes en Gaza, bien podría decirse que no hay inocentes en Israel. Decir esto sería una barbaridad inaceptable, que solo puede llevar a una espiral de violencia sin fin, a la negación de la humanidad más elemental. 


En los dichos de Mir y Petinatti hay una cierta concepción de la violencia y la guerra, y de las condiciones para su legitimidad. Para ambos, la guerra y la violencia, incluso en la forma extrema en que las está llevando adelante Israel, es legítima. En el derecho internacional, los estados efectivamente tienen el derecho a defenderse de ataques, pero no lo pueden hacer de cualquier manera. Pareciera que los defensores de Israel borran esto último y aceptan como una exigencia del realismo que en la guerra vale todo. Es decir, como si las normas consagradas después de la Segunda Guerra Mundial y la Shoá, incluyendo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, nunca hubieran sucedido. 


Esta declaración, además, consagra en su preámbulo la posibilidad del «supremo recurso a la rebelión contra la tiranía y la opresión». La resistencia, incluso armada, es legítima contra la opresión, y no puede decirse que los palestinos no estén oprimidos. Además de que no es lo mismo la violencia de un grupo armado que mata cientos de civiles que la violencia de un estado con armas nucleares que demuele físicamente y somete a la hambruna a una región de dos millones de habitantes, matando 50.000 personas. Aún si todo lo que los defensores de Israel dicen sobre Hamas fuera cierto, eso no justificaría lo que Israel está haciendo en Gaza.


En ciertos ambientes y disputas mediáticas, decir cosas como estas activa casi automáticamente la acusación de antisemitismo. Este es un tema que no se puede tratar con ligereza. Existe en Occidente una larga historia de odio a los judíos. Primero religioso, fundamentalmente cristiano, por no aceptar los judíos a Jesús como mesías. Luego nacionalista, por sostener los judíos su especificidad como comunidad e identidad, siendo usados de chivos expiatorios por los conflictos sociales que mostraban que la unidad de la nación no era tal. También reaccionario, por asociarse a los judíos con la disidencia política, con el progresismo laico y la militancia revolucionaria: los fascistas hablaban todo el tiempo del materialismo judío y el bolchevismo judío. Tambien hay una parte de las tradiciones del universalismo iluminista y el anticapitalismo que reprodujeron formas de antisemitismo relacionadas con las anteriores. La cultura y el discurso político de Occidente está atravesado por lugares comunes antijudíos, que afloran todo el tiempo de formas más explícitas o más ocultas.


Pero todo esto es muy distinto de la crítica y el rechazo a las acciones de Israel. Si quien lleva adelante una política de apartheid y genocidio se presenta a sí mismo como un «estado judío», levantando el emblema de la estrella de David, es esperable que muchas personas asocien a ese emblema y a lo judío con la violencia irracional y la opresión. La guerra y la tiranía producen necesariamente odio. Pero este odio no puede ser reducido a antisemitismo. Si en muchas discusiones esto produce una confusión entre el judaísmo, el sionismo, el estado israelí y el gobierno de Israel (confusión promovida por Israel), lo que hay que hacer es desmadejar estas confusiones, y no acusar indiscriminadamente de antisemitas a los críticos de Israel. La existencia del antisemitismo no hace que la violencia de Israel no sea real, y mucho menos hace que sea justificada. Jugar a la mosqueta con esto es un acto escandaloso de mala fe y frivolidad.


En las multitudes de las ultraderechas del mundo, desde Milei a Bolsonaro y Trump, cunden las banderas de Israel. Son los arengadores de la violencia y el odio, que buscan deslizar a los regímenes de sus países desde la democracia hacia un autoritarismo misántropo, lo que dice mucho sobre el lugar que tiene Israel en la política mundial. El mapa político que surgió del fin de la Segunda Guerra Mundial ya no funciona. A muchos fascistas no les disgusta más la estrella de David.


Esto afecta profundamente a la memoria colectiva, y en especial a la memoria judía. Sarah Schulman y Gabor Maté hablan de la forma como el trauma y la victimización producen estructuras mentales y discursivas que dificultan el pensamiento ético y la empatía. En un punto, no es difícil entender cómo un pueblo que viene de siglos de persecuciones se defiende de forma intransigente. Pero comprender no es justificar, y ser condescendientes con reacciones que tienen como consecuencia un genocidio no es una opción.  Si la justificación explícita de la creación del estado de Israel fue garantizar, hace tiempo que es claro que esa justificación no es creíble: vivir en un estado militarizado que oprime a millones de personas y está en guerra permanente no es seguridad. Si se quiere lograr la paz, no hay otra opción que entender los motivos de la violencia, y encontrar una salida vivible para todos.


La historia de la persecusión a los judíos no debe ser olvidada, pero tiene que ser posible hacer otra cosa con ese recuerdo. De hecho, esa memoria nos da una parte del vocabulario que tenemos para denunciar los abusos a los palestinos: pogromo, genocidio, fascismo. Los judíos, a pesar de las persecusiones y la diáspora, nunca se disolvieron como pueblo. Tampoco lo van a hacer los palestinos. Para poder pensar lo que está pasando, es necesario dar cuenta de la tragedia de estas historias entrelazadas.


La historiografía israelí tiene un complejo recorrido que expresa su incapacidad de ocultar las contradicciones del estado que defiende. En un inicio, tenía las características de toda historiografía nacionalista al servicio de la fundación de un estado; una fuerte base mitológica negando los episodios más inmorales e inventando hechos heroicos, y una santificación de los líderes. El mito sionista de la Nakba es que su origen fue la guerra y que los palestinos abandonaron sus casas voluntariamente. No hubo masacres, y en los casos indiscutibles de asesinato fueron soldados actuando por cuenta propia. 


Lo interesante es que la refutación a estas ideas no vino únicamente por parte de historiadores palestinos o antisionistas sino también de la llamada historiografía sionista revisionista. Esta corriente da cuenta de la evolución de las fuentes, de los claros agujeros de la historiografía nacionalista clásica, y redobla la apuesta. El sionismo ya no podía sustentar su histórica razón de ser en los mitos clásicos, ante lo cual surge una corriente que toma una postura «realista» para sustentar el sionismo. 


Benny Morris estudia la Nakba y documenta las numerosas masacres allí ocurridas. Su análisis al respecto es claro: no solo la fundación del Estado de Israel se sustenta en una limpieza étnica, sino que su reproducción depende de esto, y si los israelíes quieren seguir vivos deben dejarse de medias tintas y asumir la necesidad de recorrer ese camino a fondo. Los propios sionistas refutaron el mito de la Nakba pacífica. Morris además, critica a Ben Gvrion y los dirigentes sionistas de la época con el argumento terrible de que si hubiesen terminado el genocidio en ese momento, hoy no sería necesario, y que lo que han hecho ha sido condenar a Israel a un futuro de guerras interminables.


Zeev Sternhell, sionista liberal, realiza un recorrido parecido pero opuesto. Al igual que Morris, refuta los mitos de la historiografía sionista tradicional, y también deja un lugar para mostrar que la limpieza étnica fue real. Esto es coherente con su visión actual, que admite que Israel es un estado etnoreligioso que oprime a los palestinos. Sin embargo, su visión como liberal es la de que conocer estos horrores sirve para entender cómo se pudieron evitar. Para él, la limpieza étnica y el camino colonialista y expansionista que siguió Israel, no eran una necesidad ineludible sino un camino equivocado. En 1948 se perdió la oportunidad de pasar de un nacionalismo agresivo, necesario para conquistar la tierra, a un Estado-nación liberal sustentado en el universalismo de la ilustración y en un nacionalismo no excluyente, y en 1967 esta oportunidad se terminó de echar a perder.


Sea bajo una perspectiva o la otra, vemos que negar que Israel es un Estado que necesita de la limpieza étnica para sobrevivir tal cual existe ahora, es un sinsentido incluso para los intelectuales sionistas más honestos. Quienes desde el poder político, en nuestro país o en otros, niegan esto, están simplemente encubriendo que la conformación del Estado de Israel es una política genocida.


Hay muchos judíos e, incluso, israelíes, que se dan cuenta que la configuración actual de Israel es insostenible. No se puede sostener un estado-nación judío excluyente en Palestina. Es necesario ampliar el menú de opciones, entendiendo que el estado-nación como formación política tiene serios problemas en todo Medio Oriente. El historiador israelí Ilan Pappé ha reflexionado sobre esto, llamando la atención de que antes del colonialismo europeo del siglo XX y la formación del estado de Israel no existían allí estados-nación, sino formas de convivencia que se estructuraban por abajo y por arriba del nivel nacional, permitiendo que el mosaico de identidades y comunidades étnicas y religiosas pudieran coexistir. Pappé entiende que para encontrar una salida va a ser necesario pensar más allá de los esquemas actuales, y que en el caso de Palestina, es necesario partir de la escucha de las visiones de futuro que puedan venir desde los palestinos.


Mientras tanto, los palestinos, en Palestina y en la diáspora, recuerdan. Escriben poemas, cantan canciones, bordan, pintan, enseñan, discuten y construyen memoria. Guardan la llave de la casa robada, una herencia pequeña y liviana, apta para quien vive una vida flotante, obligada al desarraigo permanente. La guardan como un talismán, o como una promesa. No una promesa de retorno hecha por algún poderoso. ¿En qué poderoso podrían confiar? Es una promesa consigo mismos, con su pueblo. Ellos volverán. Prometen hacer todo lo que esté a su alcance para recuperar su tierra, su historia. Entre las carpas a las que los reduce la ocupación se refugian los nombre de sus ciudades y pueblos de origen, de las que partieron hace generaciones, para recordar siempre que el vínculo con la tierra es sagrado, no por una alianza hecha con ningún dios, sino por el sencillo hecho de que cada persona necesita su palmo de tierra para existir.


Qué hacemos


Aquí sobre vuestros pechos persistimos, como una muralla,
hambrientos,
desnudos,
provocadores,
declamando poemas.
Somos los guardianes de la sombra,
de los naranjos y de los olivos,
sembramos las ideas como la levadura en la masa…


Tawfiq Az-Zayyad


Cuando lo que está sucediendo es un genocidio, este no concierne solamente a los directamente involucrados, sino a la humanidad entera. Eso es lo que significa la expresión «crímenes contra la humanidad». Hay actos criminales tan extremos, tan destructivos, que agreden a la conciencia, las instituciones y la convivencia de todos los seres humanos. Lo que Israel está haciendo en Gaza es uno de esos actos.


¿Cómo se hace cargo la humanidad de su responsabilidad frente al genocidio? Las acciones de los estados son fundamentales. Si Israel no siente que tiene que pagar un alto costo diplomático y económico por sus acciones, no se va a detener. Lamentablemente, el estado uruguayo, y sus sucesivos gobiernos, no estuvieron a la altura.


Las declaraciones del presidente Orsi y el canciller Lubetkin al respecto son, en el mejor de los casos, tristes. Repetimos, ante un genocidio no debería haber dudas, sino la condena lisa y llana y la identificación directa de los perpetradores, directos y cómplices. En cambio, al ser consultados, se limitan a manifestar preocupación por la «situación» y las «pérdidas de vidas humanas» —como si lo que mata al pueblo palestino fuera una condición atmosférica, un sismo, y no la acción deliberada de un estado con el que mantenemos relaciones diplomáticas y comerciales— y el deseo de que «las negociaciones sigan adelante». Como si pudiéramos creer en negociaciones que suceden mientras se intenta asesinar a una de las partes negociantes.


Al momento de escribir este editorial, una amplia delegación diplomática internacional, entre la que se encontraba el embajador de nuestro país en Palestina, fue atacada a balazos por soldados del ejército israelí, en Cisjordania. Uruguay, a través de la cancillería emitió un comunicado que no condenó los hechos y urgió «al gobierno de Israel a investigar este incidente y a tomar las medidas necesarias para garantizar la protección y permitir la operatividad del personal diplomático…». Es decir, le solicita (y por ende, le reconoce) al gobierno de Israel la protección en territorio cisjordano, un territorio que ocupa ilegalmente. 


Los argumentos son los usuales, la equiparación de dos violencias asimétricas. La muestra más clara del seguidismo la dio la actitud sobre la oficina de innovación en Jerusalén, una iniciativa aceptada por el gobierno multicolor; que proviene del lobby sionista; que no tiene antecedentes; que no tiene apoyo de la Udelar —principal espacio de investigación del país—; y que se ubica en un territorio disputado por Israel y Palestina. Y que es, fundamentalmente, parte del intento israelí de instalar sedes diplomáticas extranjeras en Jerusalén para que sea reconocida de facto como capital, en contra de todas las resoluciones de Naciones Unidas.


Mirándonos en el espejo de otros gobiernos, la decepción es grande. Desde octubre del 23,  Belice, Bolivia, Colombia y Nicaragua rompieron relaciones diplomáticas, mientras que  Baréin, Chad, Chile, Honduras, Jordania, Sudáfrica y Turquía han retirado sus embajadas de Israel. Es notorio que no se necesita ser un gobierno de declarada vocación antiimperialista o socialista para conmoverse ante la situación. Hasta la Unión Europea y Gran Bretaña están reviendo su relación diplomática y comercial con Israel frente a su última ofensiva en Gaza.


En enero del 24 Sudáfrica, nada menos, acusó a Israel por los crímenes que está cometiendo. La acusación ha sido acompañada por veinte países, la mayoría de ellos, no sorprende, ex colonias de América Latina, África y países árabes. Da orgullo escuchar a los abogados que representan a estos países y distinguir la dignidad de esos pueblos que se hacen respetar por sus gobiernos, colándose entre los términos legales y el lenguaje extranjero.


Uruguay también debería romper relaciones con Israel, y sumarse a la acusación por genocidio. También debería rever sus relaciones comerciales con ese país. Habría costos, somos conscientes. ¿Pero estos costos son comparables a permitir que la masacre continúe y no hacer nada al respecto? ¿De ese lado de la historia queremos quedar? Podemos empezar por no hacer payasadas y cancelar la oficina de la ANII. 


Mientras tanto, seguiremos movilizándonos, boicoteando, denunciando acuerdos y complicidades. Si no podemos contar con nuestro Estado y gobierno, la iniciativa de actuar contra el genocidio queda en manos del pueblo organizado, y de la clase trabajadora. ¿Qué acciones vamos a tomar para contribuir al boicot? Las guerras y el imperialismo son un peligro para la clase obrera en todo el mundo, y poder  buscar caminos en estos sentidos, utilizando nuestras herramientas, es una de las pocas garantías que tenemos. Para hacerlo tenemos el ejemplo de decenas de sindicatos en todo el mundo que han boicoteado cargamentos de armas en los puertos o activistas que han realizado piquetes en las puertas de las empresas. 


Es importante profundizar la coordinación entre estas luchas, extender las discusiones sobre los objetivos y los métodos, y organizar de forma potente la contrainformación. Las marchas son importantes, pero debemos empezar a pensar de qué forma podemos realmente molestar a los genocidas. El movimiento por la causa palestina y contra el gonocidio está presente en todo el mundo, y en muchos lugares es reprimido y perseguido.  Incluso en Israel crece un movimiento contra la guerra, cuya vanguardia son los familiares de los secuestrados. En todas partes se pueden hacer cosas para mantener vivos a estos movimientos.


Nuestros representantes, a menudo y hace tiempo, se escudan detrás de definiciones que tomaron otros, como la idea de una «solución de los dos estados». La necedad con la que siguen repitiendo una fórmula completamente carente de contenido es pasmosa. Israel se encargó, con la colonización de Cisjordania, de hacer impracticable la posiblidad de volver a los límites de 1967. La partición de Palestina es el punto de origen del conflicto y nunca fue un verdadero objetivo de la «comunidad internacional» que existiera un estado palestino viable. Una movida geopolítica realizada por las potencias atlánticas para resolver dos problemas de un plumazo: la «cuestión judía» —nombre fino del antisemitismo europeo— y la resistencia anticolonial palestina —de la que formaban parte palestinos de diversas etnias y religiones, incluídos los judíos que históricamente vivían allí. Nunca fue una verdadera solución y esto quedó demostrado en numerosas ocasiones desde 1948. La intención del sionismo es ocupar toda la región y reducir a la población árabe al mínimo.


Seríamos incapaces de plantear cuál es la solución, hoy. Pero lo que sí podemos decir es que cualquier solución tiene que venir, en primer lugar, de la autodeterminación del pueblo palestino —al que no se consultó en el 48—. Y que solo será posible si primero se detiene la masacre; se devuelven los territorios ocupados; se garantiza el retorno; se reconstruye lo arrasado (pero sin negocios para los amigos de siempre); se repara a las víctimas y se hace justicia con los culpables, en Israel y fuera, no solo frente al pueblo palestino, sino frente a toda la humanidad.


No se trata de conmiseración hacia unas víctimas distantes. La causa Palestina nos concierne a todxs porque allí se juega nuestro destino. En un capitalismo en crisis que se vuelve a cada minuto más cruel, más violento, más precarizador, ¿cuánta crueldad, violencia y precarización somos capaces de ver sin reaccionar? ¿Hasta qué punto somos capaces de permitir que se estruje, para los grandes negocios, hasta la última gota de vida humana, hasta el último rincón de la tierra?


Nos negamos a tener que desligarnos de una violencia ejercida por las víctimas de siglos de colonialismo (primero británico y luego sionsta). Nos negamos a abonar el discurso racista que asocia la violencia de occidente con el progreso mientras tilda de terrorismo y atraso a la resistencia de los pueblos colonizados. Nos negamos a renunciar de esta forma a nuestro propio derecho a la resistencia y la rebelión ante la opresión. La paz solo puede nacer de la justicia.


Sostener el reclamo para detener el genocidio es mantener vivo el rescoldo de humanidad en un mundo cada vez más cínico y más abocado a la muerte. Es el poema más sublime que nos queda. 


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