La democracia en su punto ciego

La conmemoración de los 40 años transcurridos desde la recuperación de la democracia invadió en las últimas semanas los medios de comunicación y homenajes políticos.  A 30 años de la primera Marcha del Silencio, el 20 de mayo es una buena excusa para poder abordar la cuestión de la democracia y sus balances desde un prisma diferente. Desde su punto ciego.

Pensar el 20 de mayo como un punto ciego de la democracia tampoco implica una gran audacia. Es evidente que la permanencia de personas desaparecidas es una de las expresiones más fuertes de las deudas de la democracia. Deuda de la que además el Estado se ha hecho cargo, al menos retóricamente, aunque aún no haya dado a conocer sus paraderos ni la verdad sobre lo sucedido. De alguna manera, el 20 de mayo sigue actuando como una cuña en la historia, que insiste en no permitir que se cierre sobre sí mismo el relato sobre el pasado reciente.

La impunidad de los crímenes de lesa humanidad no es la única forma en que la dictadura penetra en la democracia. Hay otras maneras, más o menos brutales, más o menos cotidianas, en sus consecuencias sobre el tejido social y sus formas de (des)organización, sobre la orientación económica y su contracara en las subjetividades, hasta en el propio sentido compartido acerca de lo que significa vivir en democracia. En estas formas y en tantas más, la dictadura es parte de nuestra democracia, pero por alguna razón, el 20 de mayo parece ser el único hiato donde encontrar un espacio de crítica a esa democracia realmente existente.

Está claro que cuando decimos 20 de mayo estamos hablando, más que de una fecha o una marcha, de un conjunto de organizaciones y personas que lo sostienen, y de la eficacia política y simbólica de una causa para sintetizar un sentir colectivo transversal. Es una lucha solidaria, porque se trasciende a sí misma. Si será una lucha solidaria, que siendo tan fundamental para todas las otras, seguimos sin saber dónde están. Y así y todo es tan potente, tal vez justamente por servir de plataforma afectiva de tantas otras luchas y deudas, dolores y ausencias que el retorno de la democracia hizo incomunicables. Es una lucha solidaria con el presente –la causa palestina aparece sin esfuerzo–, pero también es una lucha solidaria con lo que desde el presente se puede recuperar del pasado. En eso se juega su eficacia, que es la de mantener una época abierta, y de ahí también su principal potencial, que es el de evocar las fuerzas que en esa época se pusieron en juego. Agradezcamos la cuña y tratemos de pensar en ese pequeño espacio mientras podamos, en una de esas, lo hacemos crecer.

El nudo de la transición

Los debates sobre el pasado reciente tienen puntos de gran controversia, especialmente si queremos acercarnos a las causas de la dictadura. Si me permiten la caricatura, J.M. Sanguinetti, uno de sus principales narradores, diría que la culpa de la crisis de la democracia de los sesenta fue de la subversión marxista y que luego los militares le tomaron el gusto al poder. La ya conocida teoría de los dos demonios. Por otro lado, Gerardo Caetano, uno de los grandes polemistas que contradijeron al expresidente, rebatiría esta teoría y sostendría la responsabilidad del sistema político tradicional y de los golpistas, entre otras razones que seguramente representan mejor el pensamiento de la izquierda.

Ahora, todo se hace más difuso si ponemos el foco en la transición de los ochenta. En ese caso las diferencias entre la academia y el sanguinettismo, o incluso, entre la izquierda y la derecha, no son tan marcadas. Podemos decir más: cuando nos acercamos a la transición, todos estos actores son co-productores de un mismo relato. El plebiscito del ‘80 como una gran victoria de la resistencia, el agotamiento y fracaso del “ensayo fundacional” de la dictadura, una transición modélica, la persistencia de un modo de ser de la ciudadanía uruguaya, plural, democrática, que la dictadura no pudo vencer. La hegemonía de al menos esta parte del relato, goza de buena salud. Demasiado buena.

El plebiscito del ‘80 es el nudo central de la transición, y la transición es el nudo central de las interpretaciones sobre el pasado reciente. Es a partir de esa victoria popular del ‘80 que se construyó la idea de una dictadura derrotada. No es una idea descabellada: la interpretación de ese acontecimiento como una crucial victoria de la resistencia y como el comienzo de un camino allanado hacia la transición democrática no tiene nada de ilusorio. Una consecuencia de este hecho fue sin dudas la aceleración de la apertura, y por lo tanto, menos persecución, tortura y muerte. Esto no quita, sin embargo, que el relato de derrota definitiva al proyecto de la dictadura que se construyó a partir de ese momento sea profundamente cuestionable.

La pregunta, entonces, es acerca del proyecto autoritario y su balance. ¿Tuvo éxito o fue derrotado? ¿Cuál fue su propuesta de orden político y social, o al menos la que primó en sus disputas internas? ¿Qué tan refundacional fue su ímpetu? ¿Implicaba ese proyecto una transformación radical del orden democrático-liberal existente hasta el momento?

La justificación que hizo la dictadura sobre sí misma mantuvo siempre una dualidad. Por un lado, tanto Bordaberry como las FF.AA. sostuvieron la necesidad del golpe en defensa de la propia democracia, que según su interpretación estaba amenazada por el avance revolucionario a nivel internacional. Basta leer el decreto de disolución de las cámaras de junio de 1973 para encontrar estas referencias a la defensa de la democracia que luego aparecieron una y otra vez durante toda la dictadura. En este sentido, su discurso tenía un componente netamente conservador, en el sentido de restaurar una situación anterior a la crisis que estaba sufriendo el sistema político tradicional, digamos ya desde finales de los 50. Pero por otro lado, la dictadura tuvo también un discurso de “revolución nacional”, que insistía en la necesidad de construir el “nuevo Uruguay”. 

Esta tensión no resuelta entre lo restaurador y lo refundacional, ha llevado, en mi opinión, a dos confusiones en el sentido común sobre lo ocurrido. La primera es la noción de que una dictadura, una vez instalada en el poder, siempre busca perpetuarse en él. Si esto fuera así, significaría que en el momento en que ese proceso dictatorial termina y comienza un gobierno constitucional, esa dictadura  fue necesariamente derrotada. Es un planteo difícil de sostener. La victoria popular en el plebiscito del ‘80 hizo muy difícil que esta no fuera la conclusión (ya vamos a entrar en eso), pero la realidad es que las FF.AA. estaban discutiendo las formas de la salida institucional al menos desde 1975. A esto se suma una segunda confusión, más compleja, que es la idea de que el futuro que imaginaban las FF.AA. una vez terminara la dictadura era incompatible con una democracia liberal. 

En 1980, ya alejado del gobierno, J.M. Bordaberry publicó un pequeño libro llamado “Las opciones”, que contenía una conferencia que había dictado el año anterior, en el Chile de Pinochet. En esta conferencia, Bordaberry establecía las opciones que tenían los regímenes dictatoriales en los años que venían. Las opciones eran dos, la restauradora, es decir, la que regresaba a la democracia liberal, y la instauradora, que en pocas palabras eliminaba los partidos políticos y conformaba un régimen basado en sus palabras en “los principios cristianos del orden político” y que podríamos asimilar al pensamiento falangista. Esta segunda opción era la que él había propuesto sin éxito a las FF.AA. uruguayas, que según él habían optado, incluso ganando el plebiscito, en restaurar el régimen anterior.

El pensamiento de la dictadura, en su dualidad, estuvo marcado por un nacionalismo militarista y por un intenso anticomunismo, desarrollado estratégicamente en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional. Ninguna de estas dos corrientes conducían a un destino antiliberal. El nacionalismo de las FF.AA., de forma tal vez contraintuitiva, incluía en su forma de pensar la esencia nacional a una forma tradicional de la democracia, en la que la izquierda revolucionaria no tenía lugar, por supuesto, pero que no imaginaba un sistema político sin los partidos tradicionales disputando elecciones (la diferencia central con Bordaberry). Por el lado de la Doctrina de Seguridad Nacional, el objetivo central también era el desplazamiento y destrucción de cualquier movimiento anticapitalista en América Latina, pero siempre con la perspectiva del retorno a la normalidad liberal. Volviendo a Chile, Hayek, uno de los fundadores del neoliberalismo y activo participante del pinochetismo, había deslizado en una visita en 1981: “Chile (...) será testigo de una transición de un gobierno dictatorial a un gobierno liberal, (...) durante esta transición podrá ser necesario mantener ciertos poderes dictatoriales, no como algo permanente, sino como un arreglo temporario”.1

El plebiscito del ‘80 y el ensayo fundacional

Luis Eduardo González, como también Gerardo Caetano y José Rilla, junto con otros académicos destacados que construyeron las interpretaciones más influyentes sobre el pasado reciente para la ciencia política y la historia durante los años ochenta y noventa, insistieron en que las intenciones refundacionales de la dictadura se plasmaron entre 1976 y 1980, etapa que identificaron como “ensayo fundacional”. Según esta lectura, la visión de futuro del régimen se desarrolló en esos años, principalmente en el plano cultural, y se plasmó como orden político-institucional en la propuesta constitucional plebiscitada en 1980. Sostienen los autores que el proyecto constitucional conservaba aspectos centrales de la tradición democrática uruguaya, aunque incluía modificaciones que la hacían incompatible con la democracia liberal.

El estudio de la propuesta constitucional de la dictadura y su comparación con la región nos muestra un escenario distinto. Pensemos un momento en la historia de los vecinos chilenos, que nos recordaron con el estallido social de 2019 que aún cargan con la constitución pinochetista. El caso de Chile, con sus especificidades, es la historia de un plebiscito aprobado. En setiembre de 1980, un par de meses antes de la votación en Uruguay, el régimen de Augusto Pinochet había logrado aprobar, mediante fraude electoral, una reforma constitucional. Esta reforma, como sostuvieron todos los análisis, incluido el del propio L. E. González, era considerablemente más profunda que la uruguaya en sus contenidos antidemocráticos. Recién en 1990, el gobierno entrante del presidente Aylwin debió enfrentar el período de democratización con serias limitaciones, muy superiores a las que imponía el proyecto de las FFAA uruguayas, como la designación directa de nueve senadores sin mediar un acto eleccionario, la inamovilidad de Pinochet como comandante en jefe del ejército, un Consejo de Seguridad Nacional con aún mayores atribuciones como la de nombrar jueces de la Suprema Corte de Justicia, entre otro importante número de restricciones que había establecido la Constitución pinochetista.

Pero esto no es una competencia de autoritarismos, el punto es el siguiente: ¿existía en el Chile de los noventa un régimen distinto a una democracia liberal, una vez asumido el nuevo gobierno democrático, a partir de los atributos abrumadoramente antidemocráticos que contenía su Constitución? La respuesta de la ciencia política, más allá de considerar los problemas de “calidad democrática”, es que Chile en 1991 era una democracia liberal. 

Una vez más, no se trata de quitar trascendencia a la derrota electoral de la dictadura en el ‘80, ni de generar ilusiones contrafácticas. La comparación con el Chile del plebiscito aprobado funciona para observar que en el caso de ellos, el proceso de consolidación democrática tuvo un propósito insoslayable de avanzar contra esos enclaves autoritarios, resguardados nada menos que por el dictador desde su asiento en el Senado. Nadie podría dudar entonces que en Chile, la democracia que hubo estuvo determinada por la dictadura en un sentido profundo y evidente. La oposición total entre democracia y autoritarismo, en ese caso es insostenible.

Pero en nuestro caso, al contrario, no sufrimos la condena de una Constitución impuesta por la dictadura, y eso por cierto habilitó un proceso de democratización más estable y mucha mayor libertad de acción para el primer gobierno democratico de Sanguinetti. Pero el análisis no puede agotarse en la institucionalidad. La derrota del plebiscito también estableció la posibilidad de una interpretación reduccionista de la relación de fuerzas entre el régimen y el empuje democratizador, creando la ilusión de una dictadura derrotada frente al triunfo de la democracia liberal.

La clave de esa ilusión es la dicotomía radical que en la transición se construyó entre la democracia y el autoritarismo, y su contracara, la identidad entre la democracia y el liberalismo. Lo que inhibe de pensar la posibilidad de una continuidad entre el autoritarismo y el liberalismo, y por lo tanto, que algún tipo de democracia liberal fuera el plan de salida de la propia dictadura.

La ciencia política de los ochenta fue fundamental en ese proceso. En su lectura, puesto que para ella el liberalismo es a priori democrático, cualquier oposición al liberalismo queda deslegitimada como antidemocrática. Así, la crítica de la acción del Estado democrático, y por lo tanto la propia conflictividad social, devienen prácticas problemáticas para la estabilidad democrática. Esto se traslada al ámbito de la teoría política, en relación a las tradiciones que se apartan de estas lecturas institucionalistas. De la misma forma que el conflicto y la radicalización política de los sesenta fueron establecidos como causas fundamentales de la tragedia, las perspectivas que en ese momento eran hegemónicas en las ciencias sociales —a saber, el marxismo, el estructuralismo y sus derivaciones sociocéntricas—, son análogamente culpabilizadas. Si la democracia está dada y el liberalismo es objetivo, la crítica sistémica al capitalismo (crítica que la dictadura uruguaya nunca sostuvo) no es sólo antidemocrática, sino anticientífica. 

Estas visiones son puestas en cuestión si se considera que la transición uruguaya, igual que la chilena, fue resuelta por las vías de la negociación y el pacto, no por un escenario de victorias y derrotas totales. Así lo han establecido la mayoría —si no todos— los analistas, remarcando el carácter transaccional del proceso de democratización. Por lo tanto, es necesario habilitar la lectura de la dualidad del plebiscito del ‘80, para poder observar que a pesar de no existir en Uruguay una Constitución heredada del régimen, fue el propio terrorismo de Estado el que, a través de su pedagogía del terror, estableció los límites del régimen posdictatorial. 

¿No quisieron o no pudieron?

Entonces, ¿por qué es tan importante pensar sobre el proyecto de la dictadura? ¿por qué la insistencia en develar su carácter refundacional o restaurador? Porque eso nos habla de nuestra democracia y sus límites.

Ya mencionamos la clásica consideración acerca del “ensayo fundacional” de la dictadura, que es identificado como “ensayo” y no como “proyecto” como en las otras dictaduras del cono sur debido a que fue relativamente menos ambicioso. Frente a esto surge la pregunta: ¿no hubo proyecto sino ensayo por incapacidad de las FFAA y sus restricciones externas? ¿o porque efectivamente esas eran sus aspiraciones? Caetano y Rilla dejan sugestivamente la puerta abierta hacia ambas interpretaciones, cuando plantean que llegado el plebiscito de 1980, las FFAA plasmaron como parte de su proyecto “lo que no quisieron ni pudieron borrar de la tradición política nacional”. Entonces, ¿no quisieron o no pudieron? La diferencia es determinante. 

En la narración de los autores, como en la de la mayor parte de las interpretaciones académicas sobre el pasado reciente, la ambigüedad se resuelve hacia lo segundo: la dictadura no habría podido torcer la fuerza histórica de la tradición democrática liberal, que habría funcionado como un límite a su proyección verdaderamente refundacional. Esta interpretación debe ser problematizada. Más que como límite, el lugar de la democracia en la dictadura es el de aquello que está en discusión. Es decir, no se trata de una pugna entre fuerzas democráticas y antidemocráticas, sino de la disputa, mediante la dictadura, sobre cuáles son los límites de esa democracia.

Problematizar esta forma narrativa de la dictadura derrotada permite hacer preguntas completamente distintas, respecto a la forma en que el terrorismo de Estado co-construyó la democracia. ¿Fue el proyecto de la dictadura efectivamente anti-liberal? ¿Es posible la justificación de un golpe de Estado en defensa de la democracia liberal? ¿Se propusieron las FF.AA. perpetuarse en el poder? ¿Qué habría sucedido si triunfaba su propuesta en 1980?

  1. Farrant, A., McPhail, E., & Berger, S. (2012). Preventing the “Abuses” of Democracy: Hayek, the “Military Usurper” and Transitional Dictatorship in Chile. p.521 ↩︎

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