¿De dónde vienen los derechos humanos?

Los derechos humanos fueron anunciados en sendas declaraciones. Una en 1789, durante la Revolución Francesa, y otra en 1948, después de la Segunda Guerra Mundial. Estas declaraciones tienen estructuras parecidas: luego de un preámbulo, sigue una lista, que enumera ciertas cosas que no pueden hacerse, no pueden negarse o deben garantizarse a todos los seres humanos, de forma incondicional.

Este derecho obliga a todos, pero especialmente a los estados. Lo que presenta un problema para quienes piensan que el derecho mana de los estados y su capacidad para la violencia. La pregunta cínica pero realista que hacen los escépticos sobre el derecho internacional y los derechos humanos es: ¿qué pasa si los derechos humanos no se cumplen? La ausencia de un Leviatán internacional, y la existencia en su lugar de burocracias y redes de intelectuales y activistas trasnacionales a veces bienintencionados, a veces cooptados y a veces patéticamente impotentes hace que esta pregunta no sea fácil de responder.

Si hace unos milenios, en el antecedente más lejano de este tipo de textos, Hammurabi grabó en una piedra una lista de artículos “para que los fuertes no dañen a los débiles” con la expectativa de que alguien los acate, es porque todos sabían que él era más fuerte que esos fuertes, y por lo tanto capaz de proteger a esos débiles. Ese no parece ser el caso con los derechos humanos.

Estos son pensamientos inquietantes para quienes vemos que fuerzas políticas expresamente contrarias a los derechos humanos avanzan en todo el mundo. Si la no discriminación y los derechos de las mujeres, si la garantía de los medios para una vida digna y la prohibición de la tortura dependen de que rijan los derechos humanos, pero éstos no tienen quien los haga cumplir, tenemos un grave problema.

¿A quién podemos apelar? A las instituciones internacionales y las constituciones, por supuesto. Esto, porque estas instituciones tienen incorporados en lugares centrales de su estructura jurídica a estos derechos. Pero eso no resuelve el problema: ¿a quién podemos apelar en caso de que estas instituciones no sean capaces o no estén dispuestas a hacer cumplir nuestros derechos?

Las declaraciones dan respuesta a estas preguntas en sus preámbulos. Luego de nombrar a las asambleas que los declararon como origen, dan un paso atrás en reconocimiento de que esas asambleas no inventaron los derechos, sino que simplemente declararon algo que ya existía. ¿De dónde vienen, entonces? Según la declaración de 1948, de la “dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. Según la de 1789, la declaración se hizo bajo los auspicios del “Ser Supremo”. Es decir, estamos en el terreno del derecho natural o del derecho divino. Lo que complica aún más las cosas.

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Cuando los textos nos plantean problemas que ellos mismos no resuelven, conviene dirigir la mirada hacia sus contextos. Pensemos un poco sobre lo que estaba pasando en torno a 1789 y 1948. En 1789 lo que ocurrió fue una revolución. Que no solo descabezó al rey, sino que además expropió a la iglesia, implantó una república y proclamó la igualdad. Fue resultado, parte y promotora de una enorme ola de movimientos radicales contra el poder de los reyes, la aristocracia y la iglesia. Antes de la revolución, en Europa se habían agitado grandes revueltas campesinas y se había desarrollado la Ilustración radical (estudiada por el historiador Jonathan Israel), que había expandido por todo el continente ideas democráticas y naturalistas. En el mundo atlántico, se agitaban infinidad de motines y revueltas de esclavos, indígenas, marineros y trabajadores (formando la Hidra de mil cabezas de la que habla el también historiador Marcus Rediker), desde Tupac Amaru hasta la revolución de Haití y, luego, las independencias de América Latina. Las ideas atravesaban permanentemente el atlántico: las formas igualitarias de relacionarse entre hombres y mujeres, las ideas sobre la democracia federal o la comunidad de los bienes fueron discutidos entre otras cosas porque muchos viajeros vieron cómo pueblos indígenas americanos las ponían en práctica (como muestran los antropólogos Graeber y Wengrow). El mundo hervía de rebelión al declararse “los derechos del hombre y el ciudadano”. Una ola de entusiasmo antijerárquico se llevaba todo por delante, instituciones que parecían invencibles se venían abajo y la posibilidad de una ley que protegiera el libre pensamiento e impidiera las arbitrariedades de los poderosos permitía imaginar un nuevo futuro. La famosa declaración es un documento de todo esto.

En 1948 el mundo todavía se estaba recuperando de la guerra más terrible que se había visto. Pero que, a fin de cuentas, había sido una victoria. Una victoria contra el fascismo y el nazismo, ideologías basadas en la reivindicación cruda y directa de la jerarquía. La jerarquía del líder, del estado y de la raza blanca. El fascismo no solo fue derrotado: fue destruido y humillado hasta tal punto que debió esconderse por décadas. Las fuerzas que lo derrotaron fueron una coalición entre comunistas, liberales, socialdemócratas, antirracistas y muchxs más, bajo las banderas de la democracia y la libertad. Recordemos que el fascismo fue, en su origen, una reacción contra los movimientos revolucionarios que venían creciendo e imaginando una sociedad nueva, que barriera con las jerarquías, incluyendo la impuesta por la propiedad privada. De estos movimientos participaban el socialismo, el republicanismo radical, el anarquismo, el feminismo y los distintos movimientos por la descolonización. Después de la guerra, con la nueva relación de fuerzas que produjo la derrota militar del fascismo, se multiplicaron las democracias, los regímenes de derechos sociales, los derechos de las mujeres y las independencias de las naciones colonizadas. Todo esto, con la declaración universal en la mano.

Los derechos declarados en 1789 y 1948 no fueron, entonces, pedidos de protección que frágiles individuos hicieron a un soberano. Sino, más bien, frutos de enormes luchas populares que derrotaron a quienes querían subyugar a las multitudes. Esas multitudes, al afirmar su potencia colectiva, consagraron el valor de cada una de las personas que las integraban. Los derechos humanos nacen de victorias populares contra el principio jerárquico. Por eso tienen una relación con la democracia, en la medida que el demos es el colectivo de los iguales, y cratos es el poder de la fuerza. Democracia es la potencia colectiva organizada según un principio igualitario. Los derechos humanos, así, no vienen de arriba, ni son inventos arbitrarios, sino que vienen de la lucha y de la historia, de las capacidades colectivas. En un punto, vienen de la forma misma del cuerpo humano, de sus capacidades, su razón y su forma de composición. Y de lo peligroso que es ignorar estas realidades.

Esto queda atestiguado en ambas declaraciones. La de 1789 proclama que “la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del Hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los gobiernos”, y nombra en su segundo artículo al derecho a “la resistencia a la opresión”. La de 1948 dice que “el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”, y que los derechos deben proclamarse “a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. Hay aquí una advertencia. Advertencia que se relaciona con el derecho natural: por la propia naturaleza de las cosas, por las características intrínsecas de los seres humanos, está a la vista de todos, especialmente de los gobernantes, que cosas terribles van a suceder si estos derechos se ignoran.

Este recurso al derecho natural produce problemas, ya que da la impresión de que estos derechos vienen de algún lugar misterioso, ajeno a la voluntad de los actores, vagamente religioso. Los realistas se burlarán, y sacarán la conclusión de que los derechos se pueden violar con impunidad. Los partidarios de ideologías jerárquicas podrán decir que, al final del día, quienes creen en la libertad y la igualdad, necesitan, de todos modos, referirse a algo superior para garantizar en última instancia los derechos que proclaman. Así, al decir que los derechos humanos vienen de la naturaleza, de la razón o de dios, se borran las rebeliones y las victorias que efectivamente los trajeron a la realidad. Pero justamente, si el derecho natural efectivamente es natural y no teológico, no debería haber contradicción entre que existen derechos intrínsecos y que estos emergen de la experiencia histórica. El problema es que si decimos que los derechos surgen de ciertos momentos de victoria de la política colectiva, tenemos que admitir que, si los derechos fueran derrotados, dejarían de regir, y por lo tanto no serían incondicionales. Al estar en disputa, dejarían de ser lo que son: derechos universales. Efectivamente, hay un problema en pensar que los derechos humanos son universales e incuestionables. El solo hecho de que las dos declaraciones tienen contenidos distintos cuestiona esta universalidad.

Convengamos, además, que estas declaraciones están lejos de reflejar las aspiraciones de los movimientos revolucionarios y las luchas antijerárquicas de las que nacieron. Es que en buena medida fueron redactadas por élites que se arrogaron su representación, cosa que hicieron de forma sesgada y moderada por acuerdos con sectores no precisamente revolucionarios. Los derechos marcan la potencia de los movimientos igualitarios, pero también sus límites. Son, de algún modo, expresiones de mínimos admisibles en presencia de una potencia colectiva, la línea que los poderosos no pueden pasar. Por lo tanto, las luchas y sus potencias no se pueden reducir a los derechos humanos.

Por cierto que las situaciones en las que se escribieron estas declaraciones estuvieron lejos de ser limpias. Basta con recordar a la ejecución de Olympe de Gouges, a la autodestrucción de la revolución en el Terror, a la dictadura de Napoleón. A las purgas de Stalin, las bombas atómicas de Truman y las hambrunas en la India de Churchill. Los movimientos y las alianzas que produjeron estas declaraciones fueron contradictorios, y no fueron ajenos a la violencia, el autoritarismo, a la traición de los principios que levantaron. Sin embargo, nada de esto desmiente la idea de que no se puede permitir que se haga cualquier cosa con las personas, y de que, si los poderosos lo hacen, se exponen a todo tipo de calamidades y, al final, al “supremo recurso de la rebelión”.

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Aparecen algunas certezas y muchos problemas, que hacen necesario pasar de la historia a la teoría. Recurramos para eso a Baruj Spinoza, considerado el principal inspirador de la Ilustración radical. Es decir, del movimiento político-intelectual clandestino que, entre el siglo XVII y XVIII propagó por Europa las ideas democráticas y naturalistas que inspiraron a la Enciclopedia y la Revolución, y recorrieron las rebeliones del mundo atlántico. En su Tratado Teológico-Político, su Tratado Político y su Ética, Spinoza propone una teoría que echa luz sobre el problema del derecho natural y su relación con las revueltas. Esta teoría se basa en la idea de que Dios es la naturaleza. Es decir, no hay un Dios allá arriba, separado del mundo, gobernándolo como un monarca. Lo único que hay es una naturaleza que se comporta de una determinada manera, con determinadas reglas. Estas reglas son el derecho natural. Así, el derecho natural simplemente mandata lo que se puede. Y, por lo tanto, decir que algo está prohibido por derecho natural es lo mismo que decir que es imposible.

Si los seres humanos tienen algunos derechos naturales, eso es simplemente porque esos derechos no les pueden ser quitados. Afirmación que no es moral, sino fáctica. La libertad de pensamiento no puede impedirse: no hay forma de impedir que en la intimidad de su conciencia una persona resista. No hay tormento que haga que las personas testifiquen contra sus personas más queridas. Las multitudes no pueden renunciar a su derecho a rebelarse, aunque hagan declaraciones y juramentos, incluso aunque honestamente deseen ceder su poder. Así, el derecho de las personas y las multitudes es lo mismo que su potencia, que lo que estas pueden. El derecho colectivo es lo mismo que la potencia colectiva.

Por eso, Spinoza se dedica a estudiar cuales son las cosas que aumentan las potencias. Concluye que las personas y las multitudes pueden más en la medida que son organizadas por pasiones alegres, es decir, en la medida que las personas se asocian porque se afectan entre sí de formas que les son convenientes y placenteras. Y son más potentes aún en la medida que se asocian de acuerdo a la razón, es decir al autoconocimiento y la comprensión de la situación, lo que Spinoza llama “ideas adecuadas”. El miedo y el engaño, así, pueden producir cierta estabilidad, pero también impiden el despliegue máximo de las potencias humanas. Lo que implica que una vez conformada una potencia democrática, esta barrería rápidamente con un régimen corrupto o tiránico. Por esto, para Spinoza, la democracia es la forma de gobierno más acorde al derecho natural.

Si bien las ideas políticas de Spinoza eran radicales e inspiraron movimientos revolucionarios, él era un hombre que combinaba el coraje con la prudencia. Mantuvo sus ideas frente a la excomunión de la comunidad judía, pero también hizo esfuerzos por no provocar a las autoridades políticas de su país, y temía la furia de una multitud presa de las pasiones. Entendía que los procesos de Ilustración no sucedían de un día para el otro, y que la política popular tendía a ser una lucha defensiva. Comprender las complejidades de la política no le impedía desarrollar un pensamiento cristalino, en el que no hay contradicción entre decir que los derechos vienen de la naturaleza, de Dios, de la razón y de la potencia colectiva, solucionando de un plumazo varios de los problemas que veníamos elaborando.

Lo que es universal, así, no es una lista de derechos escrita en un papel, sino el hecho de que todo lo que vive tiene una fuerza con la que busca persistir, incluyendo a los humanos y a las multitudes que los humanos componen. Y que todo colectivo humano se basa en esa fuerza, en esa potencia, y en nada más que eso. Las multitudes, así, son capaces de poner límites a lo que se hace con quienes las integran. Y pueden proponerse, en procesos de auto-conocimiento colectivo, la capacidad de hacerse cargo de su propia situación, a favor de sus intereses y sus deseos, sin que nadie las mande. El punto central, así, es el siguiente: los derechos de las multitudes y de las personas que las componen son una expresión de su poder.

Los liberales y los conservadores tienen sus propias ideas sobre este tema, que, si bien son bastante distintas, pueden enunciarse también con el lenguaje de los derecho humanos, lo que genera todo tipo de situaciones confusas. En Estados Unidos, es común que se hable de los “God-given rights” (derechos dados por Dios). Cosa que no sería un problema si se refirieran al Dios-naturaleza de Spinoza. Pero los liberales no piensan así. Para ellos, los derechos son extra-políticos, y no dependen de ningún poder humano. Más bien al contrario: existen para limitar los poderes. Y no solo los de eventuales gobiernos despóticos, sino también los de la multitud, por miedo a la posibilidad de una “tiranía de la mayoría”. Esto tiene algo de razonable: el pensamiento proto-liberal nace durante las guerras de religión europeas, donde la defensa de las minorías era fundamental para la paz. Pero luego, se desarrolló junto al ascenso del capitalismo, que requería el triunfo de alguna versión de la ilustración sobre las instituciones feudales, pero protegiendo a la minoría propietaria y sus derechos (especialmente la propiedad) de cuestionamientos de la mayoría desposeída.

Hay otra idea de derechos, que viene de la tradición monárquica y conservadora, según la cual los derechos son concesiones siempre revocables del soberano. Idea que también tiene sus resonancias teológicas: Dios en su libertad otorga lo que le parece. Los derechos, al igual que en el liberalismo, vienen “de arriba”, legitimando así la jerarquía. No en vano los monarcas se legitimaban por la gracia de Dios. Esto tiene su versión, digamos, populista. Recordemos a Hammurabi: el soberano protege a los débiles de los fuertes, porque es más fuerte que ellos. Debemos, entonces, estar agradecidos al soberano, al que estamos en deuda por su generosidad.

Para los liberales (digamos, para Kelsen), hay un derecho por encima del soberano. Para los verticalistas (digamos, para Schmitt), el soberano está por arriba del derecho. Pero para Spinoza, el poder y el derecho son lo mismo. No hay nada “por arriba”. Los derechos, así, no son ni una limitación de la potencia colectiva, ni una concesión de un soberano fuerte a los individuos débiles. Son la expresión de la potencia colectiva, y también de sus limitaciones e incapacidades.

Es importante entender las diferencias entre estas formas de pensar para emancipar al pensamiento de los derechos humanos de los intentos liberales y conservadores de cooptarlos. Pero también puede ser útil usar los parecidos entre estos lenguajes de forma astuta para construir políticas de alianzas amplias. Cosa especialmente urgente, teniendo en cuenta que está emergiendo una alianza liberal-fascista cada vez más explícitamente opuesta a los derechos humanos y las instituciones que los defienden.

Los derechos humanos, así, no pueden ser una excusa para pactar con el liberalismo por miedo al fascismo. Justamente porque el derecho y la potencia de la multitud no nacen del miedo. Los derechos no son protecciones para unos sujetos débiles, sino una afirmación de que cuando esos débiles se juntan, son inconmensurablemente más fuertes que los supuestamente fuertes (que sólo eran fuertes en la medida que podían usar a su favor el miedo y el engaño). Los derechos humanos no son una limitación de la potencia colectiva, sino una advertencia que ésta hace, avisando cuáles son los límites que no se pueden pasar. Derechos, rebelión y democracia, así, están profundamente relacionados.

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Estamos en un momento de tremenda inestabilidad. Donde abundan los engaños, las pasiones desbocadas, las amenazas de exterminio. El capital, que hoy organiza la producción y la vida colectiva, ataca a la naturaleza misma. No es casual, entonces, que estuviéramos hablando tanto de derecho natural. Cierto que ni Spinoza, ni los revolucionarios franceses, ni los partisanos antifascistas hubieran imaginado que hoy íbamos a estar peleando por la continuidad de las condiciones atmosféricas y ecológicas necesarias para la vida humana. Pero acá estamos. Y el conocimiento de la naturaleza vuelve a tener una relación crucial con la potencia colectiva, incluso con la capacidad de supervivencia. Una generación de científicxs y filósofxs han estado pensando este tipo de problemas.

Las obras de Lynn Margulis, Richard Lewontin, Jemes Lovelock, entre otrxs, dan pistas de cómo podríamos buscar formas de componer nuestros conocimientos sobre biología, ecología, clima y tecnología con nuestras aspiraciones y nuestro deseo de vivir. Pero algo queda claro (y en esto insiste el economista spinozista Frédéric Lordon): o terminamos con el capitalismo, o continuamos con un ecocidio que terminará con nosotrxs.

Si la continuidad de nuestra vida está amenazada por el capitalismo, y los derechos humanos tienen algo que ver con el cuidado de nuestros cuerpos, la ecología debería ser una prioridad para el movimiento de defensa de los derechos humanos. Lo que implica ir contra el capitalismo. Y esto no solo por razones ecológicas: el capitalismo cada vez más ataca a la democracia y a las seguridades sociales que pueden garantizar un mínimo de dignidad a las personas. Dos cosas que también son caras a los derechos humanos. También conviene a los derechos humanos recuperar su rica historia de relación con los movimientos anticoloniales y antirracistas. Y escuchar los conocimientos que trae el feminismo, con su valorización del cuerpo, de los cuidados y su oposición radical a la subordinación a la autoridad de figuras patriarcales.

Vemos aparecer así, una política de alianzas necesaria entre los derechos humanos, la democracia, el socialismo, la ecología, el anticolonialismo, el antirracismo y el feminismo. Que no se basa solamente en la teoría, sino que la vemos en miles de manifestaciones de los movimientos sociales en todo el mundo. Esto, por supuesto, no soluciona los abundantes problemas políticos que tenemos por delante. Si lo hiciera, no estaríamos en la situación que estamos. El autoconocimiento colectivo no viene dado. La construcción de organizaciones y lenguajes que permitan emerger potencias democráticas, tampoco. La capacidad de resistir los ataques sin corrompernos ni militarizarnos, tampoco.

Aterricemos. En el Río de la Plata, la expresión “derechos humanos” habla de movimientos contra las dictaduras militares de los 70 y 80, que eran parte de la ofensiva capitalista-neoliberal contra los movimientos revolucionarios de los 60. Las dictaduras, en su delirio paranoico, repetían que los movimientos de derechos humanos eran una conspiración comunista. El relato histórico que cuajó, sin embargo, fue que los derechos humanos eran la ideología que justificaba el abandono del anticapitalismo por parte de la izquierda. Pero ¿y si algo del delirio de los tiranos fuera verdad, y hubiera un vínculo entre derechos humanos y revolución? Una revolución, es cierto, hecha con medios distintos a la de 1789 o 1917. Donde los colectivos, las éticas, las imaginaciones y las resistencias se configuran de otras maneras.

Uno de los principales militantes e intelectuales del movimiento de los derechos humanos fue Luis “Perico” Pérez Aguirre, sacerdote católico y fundador del SERPAJ uruguayo (organización que, no casualmente sigue estando hoy a la vanguardia de las discusiones uruguayas sobre derechos humanos). En sus libros de los 80 y los 90, Perico busca, con una profunda erudición expresada en un lenguaje sencillo, un encuentro entre el feminismo, la ecología, el anticapitalismo, la democracia y los derechos humanos. Ideas a las que él llegó sin salir de su pensamiento cristiano. Si hoy necesitamos a los derechos humanos, una vez más, como eje de una política antifascista, los movimientos que se dedican a defenderlos tendrán que pensar en cómo componer con el poder de la multitud, recordando la dignidad de cada persona, las necesidades de su cuerpo y sus aspiraciones de un mundo sin dominación.

Siguiendo a Perico, vayamos hacia atrás en el tiempo. Recordemos que la revolución oriental formaba parte de las reverberaciones de las rebeldías del mundo atlántico y de la Ilustración radical. Que fue una revolución de gauchos, corsarios e indígenas. En la que Artigas reclamó que “sean los orientales tan ilustrados como valientes”, mientras proclamaba derechos y afirmaba la soberanía de los pueblos, incluyendo al reparto de la tierra, es decir, de los medios de vida. Artigas no tiene que ser un patriarca al que pedir protección y guía. Más bien, es uno de los nombres de la construcción de potencia colectiva en el Río de la Plata. Sabiendo que nadie va a venir de arriba a salvarnos, porque nada podemos esperar, si no es de nosotros mismos.


Este texto es una versión de un artículo publicado en el Informe de SERPAJ sobre el estado de los derechos humanos en Uruguay de 2022, disponible en: https://sitiosdememoria.uy/sites/default/files/publicaciones-completas/2022-12/web_informe-serpaj-2022.pdf

 

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